Venezuela

De cajas y buenas ideas descolonizadas

Nos hace falta sensatez, más realidad, más amor incluso por las buenas ideas, y menos dogma, menos cajas de acero que enceguecen.

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Leí por allí un anuncio sobre unas conferencias de historia regional de Maracay, o algo por el estilo. Me pareció interesante, pertinente. Yo, que soy de Puerto Cabello, supe por mí mismo, muchos años después, que Simón Bolívar estuvo en el puerto en 1812, y que además fue derrotado y que esa derrota marcó la pérdida definitiva de la Primera República. También por mi cuenta supe del paso de Lope de Aguirre por Borburata y de la presencia de unos cuantos corsarios ilustres.

Es decir, el plan de historia de bachillerato —por hablar de un nivel intermedio de educación— no contemplaba historia de mi ciudad o regional. Estaba conformado todo de historia universal o de Venezuela. Comprendo que es complejo y arduo implementar un plan así, y que debemos contar además con unos docentes preparados, muy estudiados y realmente entusiastas, y que esta Venezuela de hoy no está para estos asuntos. Eso comprendo, pero no está de más desear un espacio en el programa educativo para la historia de tu ciudad o de tu estado.

Aquel anuncio de las conferencias planteaba, sin duda, algo en lo que yo he pensado. No obstante, seguí leyendo y pronto caí en la desilusión. La idea maravillosa de aprender historia regional se vio contaminada ante mis ojos por palabras y frases como «descolonización», «acabar con la historia oficial», «imperialismo educativo», etcétera.

Me parece que suele ocurrir con frecuencia. Una gran idea termina siendo encasillada en reduccionismos ideológicos que la matan. ¿Por qué conocer la historia regional tiene que convertirse en una bandera contra «la historia oficial» y contra el «imperialismo educativo»? ¿Por qué tenemos que revestir este asunto cultural en una bandera cargada de recriminaciones contra enemigos imaginarios?

Meter una buena idea en una caja de acero es delimitarla. Por supuesto, en algunas ocasiones hace falta delimitar las ideas: una tesis de pregrado, por ejemplo, sin delimitación, no se terminaría nunca. Pero también, si nos vamos al reduccionismo obtuso, una caja podría negarle el crecimiento y la profundidad intelectual a una buena idea. Si usted encierra la idea «Conocer más sobre historia regional» en la caja de la descolonización sólo verá un aspecto muy reducido de esa historia regional. Ignorará, por ejemplo, los procesos mayores de la historia, la influencia del mundo sobre el acontecer del país y, en consecuencia, de una determinada región.

No se puede ignorar el valor de las corrientes de pensamiento que circulan por el mundo en un determinado momento histórico sólo porque esas ideas son «colonizadoras», según un punto de vista bastante estrecho. Es importante estar al tanto de lo que se sabía y de lo que no se sabía, de lo que se creía y de lo que no. El ignorante lleva hacia el pasado los valores y la ética del presente y todo lo cofunde en su ignorancia. Achica, desvirtúa, confunde. Quien cree que todo es simple cuestión de vivir en la caja de una ideología, termina cerrándose las puertas a un mundo mucho más amplio e interesante. Lo más triste de todo: saber que, por lo general, esta persona anhela abrir su mirada del mundo (actitud laudable), pero que, al final, tan sólo reduce esa mirada y se entrega a otro tipo de colonialismo. Pretende «otra» inteligencia —y la consigue—, pero deja a un lado la amplitud comprensiva y cultural.

Cabe decir que esto no sólo atañe a la política. Lo he visto también en la academia, que en ocasiones parece preocuparse más por aplicar la caja de carpintería metodológica que por pensar libremente un tema, desarrollarlo con creatividad, pensarlo con otra mirada.

Es como si todo el mundo quisiera pensar lo mismo, o incluso, como si todos quisieran escribir los mismos trabajos o papers (quizás, en la literatura pase algo similar). Se dice mucho y no se dice nada. Se dice mucho apoyado en lo que otro ya ha dicho y como si hubiese temor a pensar las ideas propias. Seguimos metidos dentro del universo de la autoridad que dicta lo que hay pensar. Pareciera que nadie quiere tener ideas propias. Y con esto, no quiero parecer contra intelectual. Es deber, es rigor, conocer la teoría, el estudio previo, lo dicho por otro, pero esto no debe ser excusa para el miedo y la mediocridad.

En eso, cierta academia y la política se parecen. Quizás por ello, durante tantos años, la pasión por el marxismo fue tan fuerte en las universidades. Así lo señala Luis Castro Leiva en «Los orígenes del liberalismo contemporáneo. John Locke» (prólogo al libro sobre Locke de Oscar Astorga), cuando reclama la falta de estudio de las ideas liberales en las universidades venezolanas. Nos dice así: «Durante toda la década de los sesenta la cultura ucevista fue rabiosamente miope. No podía darse cuenta de otras posibilidades intelectuales».

Castro Leiva llama a esto «sopor dogmático», y por supuesto se refiere a la influencia del marxismo en nuestros académicos. No obstante, también he encontrado sopor metodológico: el paper como una estructura correctica y poco creativa que se constriñe en la regla, que se vuelve obtusa y poca interesante, escasamente profunda. Una estructura que sólo quiere definiciones de otros y no pensar más allá de las ideas propias. Charles Sanders Peirce lo decía: «Nunca se puede aprender nada nuevo analizando definiciones».

No es de extrañar pues que, con frecuencia, alguna idea interesante termine siendo aplastada por el dogmatismo o por la carpintería de la academia. No es de extrañar tampoco que nuestro país no encuentre salida, pues no hemos hecho más que asistir a una avalancha de cajistas dogmáticos del socialismo. Se ha preferido el reduccionismo insensato en lugar de una creatividad empírica, seria y sensata. Así estamos: hablando de «descolonizaciones» e «imperialismos educativos» cuando el país se nos cae a pedazos. Y sí, una cosa sí tiene que ver con la otra.

Nos hace falta sensatez, más realidad, más amor incluso por las buenas ideas, y menos dogma, menos cajas de acero que enceguecen. Ah, y respeto por las ideas del otro, si acaso el otro tiene ideas.

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