Venezuela

¿Por qué Dilma sí sale, pero Nicolás no? (todavía)

El Congreso de Brasil acaba de cumplir los trámites finales para destituir a la presidenta Dilma Rousseff, acusada de irregularidades administrativas y de maquillar las grandes cifras de la economía. De esta forma terminan 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), uno de los principales aliados del chavismo en América. Los senadores, asumidos como jueces, cumplieron como se esperaba la fase final del “Impeachment”, como llaman en Brasil al juicio político con fines de destitución, un proceso ya aplicado antes en el país vecino, contra el ex presidente Fernando Collor de Melo, también por corrupción.

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La propia Dilma, y su mentor y predecesor en la presidencia, Luiz Inácio Lula da Silva, han sido víctimas de su propio pragmatismo. Durante estos 13 años el Partido de los Trabajadores fue el macho alfa de una coalición de unas 13 organizaciones de centro, de derecha (como el de Michel Temer, el nuevo presidente) y de izquierda moderada (la izquierda radical fue desterrada a comienzos del primer gobierno de Lula).

Su vice presidente, uno de los políticos menos prestigiosos de Brasil ya desde los tiempos en que Rousseff lo escogió como compañero de fórmula, terminó traicionándola.

Este caso contra Rousseff, una heredera de Luis Inácio Lula da Silva, recuerda además al proceso aplicado en su momento en Venezuela contra el presidente Carlos Andrés Pérez, en 1993. CAP sobrevivió a dos sangrientas intentonas de golpe de Estado del incipiente chavismo, pero lo que no logró la insidia de un grupo de militares de rango medio, encabezados por un comandante de paracaidistas, sí lo logró el Congreso, entonces dominado por el propio partido de Pérez, Acción Democrática (AD).

Los adecos temían perder el poco poder que les quedaba, en un sistema político resquebrajado desde el 27 de febrero de 1989 por una rebelión civil, “El Caracazo”, que según algunas versiones fue azuzada por los propios chavistas en la clandestinidad y que fue reprimida a sangre  y fuego por las fuerzas militares (que nunca fueron juzgados por el chavismo).

Años después, en la Venezuela del chavismo sin Hugo Chávez, otro debilitado presidente, Nicolás Maduro, lucha por mantenerse en el poder frente a una voluntariosa oposición que controla el Congreso (la hoy Asamblea Nacional) y que al menos teóricamente tiene la fuerza popular y el apoyo constitucional para iniciar contra el presidente un proceso similar a los aplicados contra Collor de Melo y Rousseff en Brasil, y contra CAP en Venezuela.

Cuando el 6 de diciembre de 2015 la oposición venezolana, agrupada en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) conquistó la mayoría abrumadora de la Asamblea Nacional, muchos optimistas imaginaron de inmediato la posibilidad de someter a Maduro a un juicio político y destitución, como forma de salir de un gobierno muy cuestionado, ineficiente e impopular. Hoy, cuando por ejemplo a Rousseff se le juzga por socavar la “Ley de Responsabilidad Fiscal”, resucita el recuerdo de CAP  y muchos se preguntan ¿por qué no ocurre algo similar en Venezuela?

Por mucho menos de quítame esta paja

Después de todo a CAP lo defenestraron por el manejo de una partida secreta potestad del Presidencia y por un monto que palidece frente a los dineros que –según la oposición- ha dilapidado o directamente robado el chavismo en estos 17 años de gobierno. Por esas vueltas de la historia, la plata venezolana fue usada por CAP para ayudar a la atribulada presidenta Violeta Chamorro, una década después del triunfo de la revolución de los sandinistas en Nicaragua –a quienes Pérez también ayudó de varias maneras, pero esa es otra historia-.

Hoy los sandinistas de Daniel Ortega son firmes aliados y beneficiarios del chavismo y hay denuncias de que los fondos venezolanos, sin control ni fiscalización siguen beneficiando a la cúpula del poder en Nicaragua. Según la oposición venezolana, las razones para defenestrar a Maduro y al gobierno chavista van desde malversación de fondos, corrupción, lavado de dinero, compras fraudulentas, pérdida de miles de toneladas de alimentos, quiebra de empresas públicas, endeudamiento irresponsable, falta de cuentas claras sobre la cosa pública, atentados a los derechos humanos durante las sucesivas represiones a marchas y manifestaciones y persecución a los disidentes.

También le endilgan interferencia en los demás poderes, presupuestos paralelos, desvío y uso de fondos públicos para beneficio del partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y sus candidatos en sucesivas elecciones; ocultamiento de información pública, entre otros detalles de una larga lista de cuestionables gestiones en el ejercicio del gobierno.

Para intentar desalojar a Maduro y al chavismo del poder la oposición ha barajado opciones que van desde el referendo revocatorio, hasta un juicio político, presión para forzar una renuncia, una reforma constitucional y adelanto de elecciones. Todas esas opciones pasan por la aceptación por parte del presidente, de las Fuerza Armada y de las demás instituciones del Estado en poder del chavismo, como el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y el Consejo Nacional Electoral (CNE).

Es ese control sobre las demás instituciones, en un proceso chavista que ha fusionado los intereses del caudillo, del Psuv, con los del gobierno y el Estado, lo que impide en las actuales condiciones que la Venezuela de hoy se cumpliera un proceso como el de Brasil y como el que soñaron millones de venezolanos tras los resultados del 6 de diciembre.

En democracias tradicionales, representativas, con separación de poderes, la posibilidad de que un presidente y sus ministros estén bajo escrutinio del Parlamento es algo tan común como las propias elecciones.

Más allá de las condiciones políticas de cada país y de sus gobiernos de turno, estos complejos procesos suelen determinar cambios profundos en los escenarios políticos. Suponen el resultado de pugnas políticas y económicas de grupos de intereses que medran en torno al poder político.

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