Venezuela

FOTOS | La minería en Venezuela también es asunto de mujeres

Apenas se sienta sobre la roca, Luisa comienza un proceso de transformación o, más bien, de posesión. Se pone los lentes para afinar la visión y comienza a mover rápido, de un lado a otro, el cigarro que parece estar adherido a sus labios. Se concentra cuando le arrojan tierra mojada sobre la batea que sostiene. Allí inicia su faena. La acción parece hipnotizarla: revuelve, para, agita, quita las piedras, revuelve, para, agita y de nuevo quita las piedras. En tres ocasiones aplica el método, aumentando la fuerza y precisión. Suda a chorros a pesar de que la cobija la sombra de un árbol. No descansa hasta sacar un puntito de oro que reluce en sus manos luego de haberlo ahogado con mercurio. Sacar brillo del barro es una tarea que a Luisa Girón le consume sus días, incluso su vida. Son los contrastes que espera encontrar todo el que escarba en las entrañas del estado Bolívar, el epicentro de la minería en Venezuela, donde las trasnacionales, las cooperativas, las mafias de asesinos y los aventureros se confunden en medio de la selva. A Luisa le bastaron 30 minutos para sacar menos de un gramo de oro, lo que equivalía en ese entonces a un tercio del sueldo mínimo que se ganaba mensualmente en las ciudades. Ella regala a su compañera lo extraído. Fruto de un trabajo duro pero con buena recompensa económica que refleja cómo se mueve la economía en los pueblos del extremo sur venezolano. Allá, lejos, donde El Dorado sigue siendo la leyenda que se busca a diario.

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FOTOGRAFÍAS: DAGNE COBO BUSCHBECK

Luisa dice con orgullo su oficio: palera. El nombre que se le da a las mujeres dedicadas a la minería artesanal. Recuerda que comenzó a rasguñar los montes desde el mismo momento que nació -hace 62 años- en Ikabarú, el pueblo fundado por su familia junto a otras cuatro (Muñoz, Moreno, Flor-Lugo y Pérez) para explotar el oro y los diamantes que abundan entre las piedras de los ríos, los manglares, cerros y un mar de árboles frondosos. Un lugar caliente, sumergido en la selva virgen aunque no exento de pecados. Sus 2000 habitantes viven en las cuatro calles de piedra rojiza, rodeadas por viejas casas de techos de zinc, que se organizan en cooperativas que subsisten con  lo que extraen del suelo.

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Con fama de ser un lugar tranquilo, Ikabarú está ajeno a las “bases” o mafias que operan en los yacimientos ilegales que a abundan en la zona, donde se sacan a diario kilos de minerales mediante extorsiones, ajusticiamientos y tráfico de personas. Esa reputación hizo que dos periodistas se decidieran a emprender un viaje de dos días para cazar una historia que reflejara la vida de un minero. Convertidos en falsos estudiantes de antropología por la recomendación de conocidos, iniciaron el camino a Ikabarú desde Santa Elena de Uairén. Un trecho rocoso que se resume en cuatro horas montados en un jeep, 14 pasos de agua, tres puntos de control militar, la exuberante belleza de una danta y una selva que dejó atrás el colosal mundo geológico de la Gran Sabana.

II.

El destino obligó al encuentro con Luisa. Su nombre siempre sonaba entre quienes se consultaban para perfilar la investigación. Coincidían en decir que no había en ese lugar una persona con más autoridad que ella para hablar de un oficio machista por naturaleza. Todas las apuestas del viaje se concentraban en una desconocida. Hombres y mujeres consultados referían a la sabiduría de Luisa Girón para responder a las preguntas de dos farsantes que llegaron por sorpresa a un pueblo acostumbrado a no atender a extraños y, menos, a unos provenientes de Caracas.

Seco y distante fue el primer acercamiento con Luisa a las puertas de su casa a media mañana. El “trabajo académico” sirvió para lograr un segundo encuentro que permitió detallarla, ahora sentados en un mueble alumbrado por el sol de la tarde: una esbelta morena, alta, de boca carnosa, con manos perfectamente cuidadas a pesar del mercurio que ha manejado por décadas, cabello corto y canoso que delata su verdadera edad. Siempre con una mirada que sugiere todo y dice nada.

Sonriente y más abierta, da pistas sobre su personalidad. No desaprovecha ningún momento para recordar el poder que tiene en el pueblo. Forma parte de una familia que posee privilegios por ser los primeros que explotaron esas tierras. Descendientes de indígenas, el universo del clan Girón gira en torno a una mina. Parte de sus 14 hermanos, primos y sobrinos manejan yacimientos. Incluso, una montaña lleva el nombre su padre por ser el primero en explotar sus riquezas. La casa donde vive y que comparte con sus hermanos tiene la sala más grande del pueblo, pues es allí donde funcionaba la antigua sede de la escuela.

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Ser parte de esta dinastía en Ikabarú es una virtud y Luisa lo sabe. Sus maneras, ante propios y extraños, denotan que no es la típica mujer nacida sobre el oro del estado Bolívar. Posee gustos y aspiraciones diferentes a las de sus pares del pueblo. En cada conversación, machaca que salió de las minas y volvió a ellas porque así lo quiso. Que se graduó de bachiller y se fue a Caracas para obtener un título universitario en archivología en 1982. Que gracias a él, trabajó en el Hospital de El Algodonal y le sirvió para vivir algunos años en la gran ciudad. Pero la vida aquí abajo es muy sabrosa. Y más aún cuando se gana bien. Mucho más que quienes se deben poner tacones por un quince y último en la capital. Y por eso regresó al lugar donde nació para nunca más salir.

III. La cooperación es la clave para entender la economía en estos pueblos. Por ser un oficio sujeto a la suerte, los mineros están sometidos a tener rachas. Un día bueno significa vicio y estómagos llenos para la familia. Uno malo se traduce en pobreza y amargura. Para ellos la selva es un casino y, por eso, apuestan todo para sacar ganancias en el nacimiento de un río o la sima de una montaña. Muchos acuden al auxilio financiero de un familiar o un amigo cuando el azar se pone caprichoso. Luisa conoce muy bien este juego perverso del todo o nada. Y por eso es que reprocha a sus sobrinos cuando se gastan en un día el trabajo de dos semanas. Pero ella no es el mejor ejemplo del ahorro: recuerda cuando compró regalos para la familia entera del dinero de un diamante regalado por un amigo eufórico que había encontrado una veta.

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Todo lo que se extrae en el sur de Bolívar se revende. Antes, eran comerciantes italianos o libaneses instalados en el lugar que negociaban en bolívares el oro y en dólares el diamante. Ahora, las reglas de juego siguen siendo las mismas, pero con un jugador diferente. Luisa confirma lo que es un secreto a voces. Lo dice susurrando y con la mano tapando su boca, como si las paredes de su casa registraran sus acciones con cámaras: “el que compra todo es el gobernador”. Se refiere al del estado Bolívar, Francisco Rangel Gómez.

La minería también es un oficio del resuelve. Luisa se ayuda con la pensión del seguro social y la venta de helados en su casa. Uno de sus hermanos, Carlos Rojas Girón, se queda algunas temporadas en Ikabarú cuando la quincena se le queda corta. Viene de Puerto Ordaz para extraer un poco de oro que le permita salir del apuro. Hace dos años, esa práctica cobró auge entre adultos y jóvenes que se han adentrado de la selva para escapar del hambre y la escasez. En ese contingente está Marisol, una vendedora de lotería que Luisa le enseña este arte a sus 50 años. Proveniente de Ciudad Bolívar, la que dice haber abandonado por “cosas del destino”, la señora está aprendiendo a usar con criterio el pico y la pala. El dinero que ha sacado en las minas no es mucho, pero le ha permitido levantar un rancho de latón. Allí vive con Robert, su hijo de 19 años, que sacó de un barrio en Catia (Caracas) ante la asfixiante crisis de la ciudad.

Luisa tiene dos hijas que la hicieron abuela de cuatro nietos, luego de hacer sus vidas fuera del pueblo. Una vive lejos, en Tenerife (España), y la otra más cerca, en El Callao. Universitarias, ninguna de ellas siguió con la tradición de los Girón. Y eso que el padre de ambas también se dedica a extraer las riquezas del suelo. El matrimonio de Luisa duró poco porque “los hombres de las minas son muy putos”. Tras disolver la unión 20 años atrás, decidió criar sola a las niñas, compartiendo sus horas entre la paciencia que requiere las labores del hogar y la dureza de los campamentos mineros.

Hay gente que tiene el don de encantar a pesar de ser retrechera. Luisa, sin duda, mostró esa cualidad una vez que respondió las preguntas que formulaban el par de desconocidos sobre los retos que ha enfrentado vivir en los yacimientos.

-¿Has sentido el peligro?

No le tengo miedo a nada. A uno lo criaron sin miedo.

-¿Y enfrentado discriminación?

Siempre me han tratado como uno más.

-¿Has pensado en retirarte de la mina?

No es la opción.

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Con la noche, ella termina por separarse de ese personaje que es tan falso como el de los estudiantes que recibe en casa. Una cena con la que sorprendió a sus invitados, reconoce tener dos grandes debilidades: el bingo y los cigarros. Y es en el bingo donde Luisa cierra la faena diaria. Tras comer, acude religiosamente a la casa enrejada con amplios mesones donde gasta lo que tiene con sus amigos. El local da fin a una calle repleta de lupanares o currutelas, puestos de comida grasienta y billares que visitan los mineros. Destaca la excavadora cubierta de barro fresco en un costado de la vía, que cuestiona la reputación de este pueblo asentado para la pequeña minería. Como si fuera una estrella en la alfombra roja, Luisa llega al bingo entre los flashes de la cámara activada por uno de sus acompañantes. A muchos les incomoda la toma de las imágenes, en especial a un hombre alto, blanco y vestido de azul oscuro. Para evitar inconvenientes con su anfitriona, los impostores se marchan al hotel donde habían reservado una habitación. Eso sí, seguidos de cerca por el misterioso sujeto.

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IV. La mañana del sábado en Ikabarú refleja un sosiego que contrasta con el ruido de las bombas de agua que sirven para devorar la tierra. El día en el pueblo comienza muy temprano con las motos que van de un lado a otro, transportando mineros a un lugar remoto de la selva. Como la avaricia no tiene descanso, en estos lugares no se distinguen los días. Da igual un martes, con un domingo, una fecha patria con una fiesta religiosa. Los mineros no descansan hasta lograr el objetivo. Si les va bien, pueden ausentarse de las minas por una semana o un mes. Si les va mal, la faena puede extenderse hasta por 16 horas diarias. Las horas extras y las jornadas libres son formalismos que se quedaron en las ciudades. El dinero está en la selva y, por eso, se la exprime hasta sacarle el último centavo.

Los niños dan otro rostro a Ikabarú. Unos estudian en la escuela, otros apuraron el paso del tiempo para trabajar en las minas. Los varones andan en motos y usan gigantescas botas de cauchos para aparentarse mayores. Muchos queman sus horas fumando marihuana. Hay hembras que trabajan en los campamentos como cocineras con ingresos iguales al de los mineros. Algunas terminan haciendo una fortuna, combinando sus labores con la prostitución.

El viejo transe del placer también se refleja con las adolescentes que se pasean con apretados ‘leggins’ y los ‘piercings’ en sus ombligos. El servicio lo cobran con una grama, como se conoce al gramo de oro, o su equivalente en dinero. El negocio, como siempre, se activa en las noches. El día comienza para Luisa fumando y haciendo labores del hogar. Recibe a sus nuevos protegidos en su casa para llevarlos a la mina. Ellos se habían encontrado en una calle con su perseguidor, vestido como en la noche anterior. Desapareció cuando se dio cuenta que el destino de ambos era la casa de los Girón. El trayecto de la casa a la mina es de una hora. Luisa pacta con Marisol para que lleve un balde y una pala. Ella se encarga de la batea de madera ligera y del instrumento más eficaz utilizado por la minería artesanal venezolana: una cucharilla. Con su mango, recuerda, sacó doce gramos de oro de un río que había sido abandonado por sus colegas. Al igual que la política, este oficio responde definitivamente al olfato.

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Su atuendo es igual de ligero que su equipo de trabajo: dos camisetas holgadas, bermudas y una gorra azul. La coquetería hace lugar con un par de cocuizas. Un bolso con la carita feliz de un hipopótamo sirve para llevar otras dos herramientas imprescindibles para su labor, unos anteojos y un frasquito cargado con mercurio. Su piel no huele a repelente, a pesar que la malaria ha visitado su cuerpo en un par de ocasiones. Acostumbra llegar a la mina en moto pero quiere mostrar a sus tutelados lo duro del camino. El trayecto lo cumple a paso acelerado entre anécdotas y sus respuestas picantes a los piropos de jóvenes, que reaccionan al ver las fibrosas piernas de la abuela.

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La oscuridad de las aguas del río Brasil, el lugar del yacimiento a cielo abierto, se descubre tras bajar un cerro donde cuatro hombres reparan una excavadora dañada. Allí ocurre un capítulo que rompe con la gran farsa de la historia: los mineros se molestan por las fotos tomadas por una de las “estudiantes”. Luisa intercede y gana el pulso con la excusa de que se trata de un trabajo de estudiantes de antropología. Los ánimos se calman y el episodio se sella con un comentario lanzado por la mujer a punto de culminar la ruta: “es que aquí los periodistas no son muy queridos”.

La mina cuenta con dos ranchos de madera, donde comen y descansan los mineros. En uno se encuentran tres mujeres y un niño que duerme en un chinchorro envuelto por un mosquitero. Con techo de zinc y piso de tierra, la casa cuenta con una nevera y una cocina oxidada de donde Luisa toma un pedazo de lapa frita. De allí, se va con sus compañeros a la roca. Le esperan Marisol y Robert.

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El lugar muestra las consecuencias de la extracción en la naturaleza. A la pregunta obvia, la palera afirma que su trabajo respeta el entorno. Que en cada sitio donde trabaja, cultiva matas de aguacate y que la mala fama del oficio parte de unos criminales. Incluso, se aventura a vaticinar el fracaso en Ikabarú del Arco Minero del Orinoco, la gran apuesta del gobierno para seguir malgastando las riquezas del subsuelo.

Instalada ahora sobre la roca, Luisa cumple su ritual con el punto de oro que terminó regalando. Ella despide a sus visitantes mostrando el camino de vuelta a Santa Elena.

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Con el retorno se activa la memoria. El camino selvático sirve para hacer un inventario que archivó la retina en menos de 48 horas: los contrastes que deja la riqueza pasajera, los colores cambiantes de los árboles, niños que crecieron a destiempo, el rostro femenino de la minería. Personajes y pasajes que parecen haber sido colocados perfectamente en una selva que se encuentra al cruzar la Gran Sabana. Un mundo perdido que todavía esconde mitos y despierta el apetito de quienes no les importa marcar más cicatrices en la piel de la madre naturaleza.

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Este trabajo nunca pudo haber sido hecho sin la mirada de Dagne Cobo Buschbeck.

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