Venezuela

El 13 de abril de 2002 desde un hotel de mala muerte

El sábado 13 de abril de 2002 pernocté en un hotel de mala muerte. Quizás porque tenía miedo de que me mataran en el camino a casa. Quizás porque no quería enfrentar el hecho de ver a los ojos a mi madre y decirle lo que sabía ya casi con total certeza: que aquella noche el chavismo recuperaría el poder.

Publicidad

Del jueves 11 de abril de 2002 no tengo mayor cosa que contar. Me identifico más con la decencia indecisa de un Vargas que con el coraje de un Carujo. Estaba cerca del epicentro de la historia, en la urbanización caraqueña de El Silencio, pero no en la marcha de la oposición, sino escondido dentro de una oficina. Al final de la tarde, después de la masacre, un taxista que conducía una carcacha con ruedas aceptó montarnos a un puñado de compañeros. Dio un vueltón por San Agustín hasta dejarme en la avenida Fuerzas Armadas.

Después, a poner Globovisión: gente prendiendo velas en homenaje a los caídos. Un general jurando que Hugo Chávez no se escaparía por el aeropuerto de La Carlota. Durante los grandes acontecimientos nacionales, soy un zombi inofensivo que pierde las ganas de comer.

El sábado 13 tenía que trabajar de nuevo en la oficina. En el recorrido a El Silencio se percibía que aquel día no sería apacible. A las 8:00 de la mañana había pequeños grupos haciendo bochinche en algunas esquinas del centro.

Hoy me parece insólito, pero en aquella época carecía de conexión de Internet en casa: ¿qué clase de vida llevaba? Ya en mi trabajo tuve acceso a los reportes de las agencias internacionales de noticias: gente que suele tener los pelos en la mano. Fue la primera vez que leí el apellido Baduel. Al mediodía se hablaba de un movimiento de tropas en Maracay para restituir a Chávez en la presidencia.

Abandoné mi puesto de trabajo por miedo. Nunca me sancionaron, quizás porque los que me conocen dan por sentada mi inutilidad en momentos de conmoción. Imaginé, de manera probablemente infundada, que habría combates en los alrededores de Miraflores y decidí pasar la noche en lo que pensé que era un lugar seguro: un hotel de la parroquia San Juan llamado La Rosa Mágica.

En aquella época sentía simpatía por los hoteles baratos como espacios de evasión, siempre que me permitieran alojarme solo y contaran con lo elemental: la cama de sábanas curtidas en mil batallas, el perol de agua, el televisor, la toalla con logotipo, el piso libre de cucarachas y el nostálgico aroma de la madera podrida.

De aquella noche en La Rosa Mágica tengo memorias sueltas. Nunca pude pegar un ojo, obviamente, y estaba tan nervioso que salía a compartir con desconocidos en el lobby del hotel, intentos fracasados de socialización que suelen degenerar en mujeres viéndome compasivamente como un bicho exótico que usa colita de cabello.

Lo que más me impresionó es que un burdel cercano funcionó durante toda aquella madrugada de manera totalmente rutinaria: esa noche de abril de 2002 entendí que, mientras los hombres hacen sus revoluciones, los burdeles jamás bajan sus puertas. Siempre he admirado a esas personas que siguen su vida con total despreocupación y hasta se echan una pea mientras yo me la paso angustiado por asuntos tan abstractos como la viabilidad de la coexistencia pacífica entre venezolanos.

Recuerdo que alguien pasó frente a La Rosa Mágica con un cochecito de bebé que dijo que había saqueado en una tienda cercana. Recuerdo una llamada a mi casa en la que me dijeron que “no estaba pasando nada”. Recuerdo una cámara fija en su lobby con la que RCTV se autodocumentaba como un canal postrado ante sus agresores». Recuerdo los ojos desvariados de Isaías Rodríguez cuando cantaba el himno nacional en VTV. Recuerdo la cara de esperanza sincera de personas humildes que me rodeaban en la puerta del matadero cuando vimos pasar un helicóptero con luces “en el que venía Chávez”. Recuerdo el rictus de esperanza que yo también opté por fingir.

A las 6:00 de la mañana abandoné La Rosa Mágica, tomé un taxi y fui al encuentro de lo ineludible: la cara de mi mamá, que tampoco había pegado un ojo y no podía creer que Venezuela no se había sacado a Chávez de encima. Sigue siendo más o menos la misma cara de incredulidad que pone 15 años después, cuando un lunes de Semana Santa con el anticristo suelto y vestido de uniforme termina con una cadena de TV desde Cuba.

Publicidad
Publicidad