Venezuela

Vivir en Caracas, morir en Caracas

"Señor Pulgarín, ¿cómo hacemos los que estamos afuera de su país para creer en un medio u otro cuando están tan polarizados?" La pregunta desde una radio boliviana tiene toda la pertinencia del mundo y la respuesta no es sencilla. La lógica de los que vivimos en Venezuela es difícil comprender afuera del país.

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Escribí el tuit después de leer uno de los tantos textos que los emigrantes, en un ataque de nostalgia imagino, le dedican a Caracas. Más que a Caracas, creo que son palabras para uno mismo, un desahogo como aquellas cartas llenas de hipérboles y sentencias grandilocuentes que le dedicábamos a las exnovias. Al momento de redactar estas líneas, el tuit llevaba 29.992 impresiones, 587 interacciones, 213 me gusta y 174 retuits. Y dice lo siguiente:


Soy de los que siente vergüenza al releer lo escrito, sobre todo en esta red social donde uno cuida poco las formas, los acentos y donde regularmente se confunde la v por estar al lado de la b. Todo un festín para el ejército de correctores de Twitter. Pero sucedió que ese sencillo tuit generó múltiples reacciones, de personas que siguen en el país y, sobre todo, de los que se fueron.
Es curioso porque se trata de una simple percepción. «La experiencia nos enseña que en la percepción visual existe una discrepancia entre la realidad física y psíquica», escribió el profesor Josef Albers, un hombre que se dedicó a enseñar arte y que, para más pertinencia en el análisis, fue un pintor abstracto.
En esas conversaciones efímeras que parten de un tuit, explicaba que no hablo de la estructura física de la ciudad en la que vivo: «No se trata solo de lugares, de sitios emblemáticos. Somos otras personas, con otro humor, esperanzas y desesperanzas» sino también de los gustos: «Sucede que La Poma no sabe a La Poma, ni Crema Paraíso a Crema Paraíso, ni las panaderías a panaderías».
Esa noche recibí un mensaje de mi madre, que hacía poco había cumplido 71 años y lleva 8 meses fuera de Venezuela. Ella sufre por partida doble. Intenta encajar en otra realidad cuando ya los años piden descanso, mientras sigue conectada con Caracas por mi hermano y por mí.  Me pregunta si estoy bien. «Sí, tenemos comida». La respuesta es automática. Se ha convertido en un acto reflejo.
¿Pero estamos realmente bien? Hace tiempo que mi hermano y yo nos hemos convertido en faros. Nos avisamos dónde hay qué o quién trajo de no sé dónde aquello o esto. «¿Te pido?» «¿Quieres?». Las respuestas dependen siempre de cuánto quede en la cuenta corriente. Hace unos días, ahora que compartimos la experiencia de padres a distancia, decidimos cortar nuestra comunicación por texto y caminamos por La Candelaria, buscando un lugar para comprar cervezas.
La Candelaria sigue en pie. A pesar de que ha sido una parroquia bombardeada por las fuerzas policiales del Estado, los locales abren hasta tarde. Claro, tarde si tomamos en cuenta que en el Este el silencio se hace presente antes de que ocurezca. Entre el olor a basura y orines, pequeñas tienditas ofrecen cervezas, pollos o pizzas. En la Plaza siguen departiendo muchos ciudadanos hasta la madrugada y en cada esquina hay una cava bolivariana (cartón, bolsa de hielo y una botella de licor) o un carro con el equipo de sonido prendido y cervezas en la maleta. Pienso en Estambul, de Orhan Pamuk.
En Estambul se cuenta la historia de Mevlut, un humilde vendedor de yogur durante el día y de boza por la noche, una bebida que tiene como base el trigo fermentado, asociada a la época otomana. Conocemos la evolución del personaje por 40 años, que sirven también para contar los cambios de la ciudad que vio nacer el premio Nobel, en 1952. En la medida que me fui metiendo en esta historia me impresioné con las coincidencias entre dos ciudades que están separadas por 9.729,40 kilómetros, si tomamos un avión. Mientras queden líneas aéreas, claro.
Mevlut se ve constantemente bombardeado por las ideas de sus amigos de izquierda y de derecha. Debe competir en una ciudad a la que se emigra en busca de mejores oportunidades y donde han sucedido golpes de Estado militares, matanzas, torturas, peleas entre laicos e islamistas, nacionalistas y comunistas. «Lo bueno de Mevlut es que no se queja de su mala suerte. Cuando le pasan cosas malas no dramatiza. Quizá no se trate de que nos pasen cosas buenas o malas. El tema es cómo lo afrontamos. Eso es tan importante como la suerte en sí misma», dijo Pamuk analizando su personaje.
El País de España le hace una pregunta a Pamuk cuya respuesta siento muy cercana. Disculpen lo largo pero vale la pena leer hasta la última letra:
– ¿Y ha mejorado Estambul?
Es difícil decirlo. Estamos en una isla y, como le dije antes, hace 6 años no había un solo edificio de pisos en el lado asiático de Estambul que vemos ahora. ¿Tengo el derecho moral de decirles a estas 15 o 16 millones de personas, cada una de las cuales representa a su manera a Mevlut, que no debieron haberse instalado aquí para que nosotros pudiésemos tener una vida mejor, de mayor estatus? De alguna manera la historia es tan fuerte, la demografía, los movimientos poblacionales son tan sustanciales que decir cosas como «las cosas eran mejores antes» no tiene sentido. Mi deber consiste -y así lo sentí cuando escribí la historia de Mevlut- en hacer las veces de historiador, pero un historiador que presta atención a los pequeños detalles de las vidas de las personas. Esto es lo que sucedió. Esto fue inevitable. La vida anterior de la que escribí en mi autobiografía provinciana, no era demasiado rica. Sostengo que en el Estambul de hoy viven personas más felices, aunque en la ciudad que hemos desarrollado no sea tan bonita con sus rascacielos, su hormigón, sus edificios asfixiantes, su tráfico, su contaminación. Mire este mar precioso que nos rodea. Mucha gente ya ni siquiera nada en estas aguas. Estas son cosas tristes, cosas que debemos criticar: la corrupción, el autoritarismo político, esta semidemocracia en la que vivimos, todos criticamos estas cosas. Pero, a pesar de todo, esta Estambul es mejor que la ciudad de mi infancia y, en ese sentido, no soy nostálgico. Pero claro, todos añoramos nuestra infancia. Es comprensible.
Recuerdo la conversación con la periodista boliviana. Lo impreciso que resulta contar algo cuando está sucediendo, sin el reposo que permite el tiempo y la escritura. Antes de finalizar estas líneas, veo como un montón de gente usurpa las funciones de la Asamblea Nacional que elegimos democráticamente, y respondo dos preguntas para el diario El Tiempo de Bogotá: «¿Qué piensas cuando se habla de diálogo como la salida a la crisis?» y «¿Por qué el diálogo es la palabra impronunciable del momento en Venezuela?». Mientras, en youtube suena:
Cuenta, cuenta la leyenda 
Que antes todo, era mejor 
Cuenta la leyenda. 
Que se podía caminar 
Y de vez en cuando, mirar al cielo y respirar 
Pero, no puedo llorar 
Por un pasado que no conocí. 

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