Venezuela

¿Y si nos vamos a vivir a un viñedo?

En eso de pasar de fotoperiodistas a emigrantes erráticos, el viaje nos llevó a vivir durante cuatro meses en un viñedo en Santa Ana, un pueblito en el Valle de Colchagua, uno de los lugares más famosos de Chile por su vino.

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FOTOGRAFÍA: DAGNE COBO BUSCHBECK

9:00 am: buscar la pala y los guantes de cuero para comenzar a trabajar
9:10 am: desenterrar 2.400 parras
11:00 am: llevar las parras a la viña, limpiarlas y dejarlas remojando en agua con vino
12:00 m: hora de almuerzo
2:00 pm: sembrar 1.700 parras
6:00 pm: tomarnos un par de birras frías con limón.
Así fue el primer día de los tres más intensos durante la siembra en la viña, en la que vivimos por 4 meses, y que nos cambió la vida.
Las raíces de parras deben ser largas, pero no tanto, y fuertes, se siembran paradas pegaditas al colihue -un palo de bambú de un metro y veinte centímetros que sirve como tutor-, el truco es agarrarla mientras la primera pala de tierra llena el hueco de 60 centímetros y soltarla cuando ya puede mantenerse sola; en ese momento, se aplasta el terreno sobre ella, suave pero firmemente, se termina de llenar el agujero hasta el nivel del suelo y los pies vuelven a bailar joropo sobre el montículo.
Ese es el principio de cualquier vino, del que nos tomamos para celebrar, para pasar despechos o para calentar el cuerpo, todo empieza ahí: en el campo, sus caprichos y bondades, en sus tiempos, que no son los nuestros.
Quizás por eso terminamos quedándonos cuatro meses y no uno, como planificamos cuando partimos a La Despensa boutique winery, nuestro primer trabajo como voluntarios fuera de Santiago.
Llegamos un lunes, luego de un domingo de muchas cervezas y un par de tatuajes nuevos productos de la borrachera -¿qué es una raya más pa’ un par de tigres?-, pero apenas cruzamos el portón vinotinto y entendimos en lo que nos habíamos metido, se nos pasó cualquier resquicio de resaca.
Nos recibieron Bella, Amy, Jordi, Baco, Tambo y Chloe, los seis perros de una manada con dos gatas, Mía y Kitty, diez patos, doce gallinas y un gallo, repartidos en tres hectáreas con dos casas, un huerto, un gallinero, un estanque y una viña. De no saber cómo se veía una, pasamos a verla todos los días por la ventana.
Las primeras semanas convivimos con Anna Rosa y Andrea, unas hermanas alemanas con las que practicamos nuestro inglés autodidacta y compartimos las primeras tareas: limpiar de piedras un terreno y proteger del frío plantas de pomelo, durazno y cereza, cubriendo sus tallos con tierra.
Ellas continuaron su travesía por Latinoamérica y Matt y Ana, los dueños del viñedo,  se fueron a su viaje anual por Europa. Nos quedamos solos: Miguel me acompañaba a mí y yo a él.
La primera noche de encargados de ese berenjenal de tierra, Amy y Jordi en medio de un temporal redujeron los patos de diez a cinco; unos días después, Baco y Chloe llegaron a dormir con heridas que nos hicieron amanecer en la clínica veterinaria, la misma en donde operaron a Chloe porque tenía una piedra del tamaño de una pelota de golf atascada en el intestino quién sabe desde cuándo, y mientras ella pasó una semana hospitalizada, Jordi se escapó, peleó con un perrito viejo y ciego, y Tambo se comió mis audífonos y el cargador de mi laptop.
Un día me quedé enterrada hasta las rodillas en el fango más denso y carnívoro que he conocido, y sólo pudo sacarme el abrazo salvador de Miguel. En el mismo lugar, dejé atascado el carro que usábamos, tanto que no hubo mecate de pudiera con el lodo y tuvo que remolcarnos un tractor con pinta de Megatron.
Rompimos varias palas (porque no sabíamos usarlas), una botella irremplazable y una ventana; muchas veces el frío fue más fuerte que nuestras ganas de bañarnos, Miguel dejó de necesitar comer carne todos los días y yo le di una oportunidad al atol de avena; conocimos el otoño y vimos cómo las hojas verdes se convirtieron en una alfombra dorada que recibía al invierno; el Caribe nos mandó un abrazo cálido con un Pacífico que nos besó los pies.
Nos asustamos muchas veces, discutimos, lloramos -esto no debería ser en plural, la llorona soy yo-, extrañamos a nuestros amigos y nos preocupamos por nuestras familias que en ese momento vivían las protestas en contra del gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela.
Pero la tierra nos cobijó. Aprendimos a leer el cielo para saber si llovería o por dónde saldría la luna, entendimos que la lluvia es una invitación a permitirnos fluir, aceptamos que el silencio dejara de aturdirnos, y sí: bebimos mucho vino.
Volvimos a Santiago un par de veces para resolver algunos trámites y cada vez fue una rotunda reafirmación de que éramos ajenos a las cornetas enardecidas, los centros comerciales abarrotados de olores y necesidades artificiales, a las eternas jornadas laborales muy parecidas a la neo esclavitud. No exagero.
De pronto, la aventura de vivir en un viñedo nos había sacado tanto de nuestra zona de confort que ya no éramos gente de ciudad, preferíamos pasar los días calzados en botas de caucho, conversando sobre la vida con el señor Juan, el capataz de La Despensa, y conociendo personas como Jill y Jason, unos gringos de Kansas City que escuchaban Los Mesoneros y Rawayana, y que probaron desde las empanadas, la chicha de arroz, hasta el papelón con limón que les preparamos.
Todo parecía sencillo: queríamos seguir en el campo, pero teníamos que movernos para que no le salieran escaras a nuestras pieles de viajeros.
Y lo hicimos, todo indica que lo seguiremos haciendo, pero volveremos, al final, viajamos para volver.
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