La escena, aunque escabrosa, dolorosa y repugnante, se repite como la domesticación de un ave, que ya no le teme a los humanos, y para la que se ha vuelto normal encontrar más competencia hurgando entre los desechos y la carroña. Ahora, no son otros zamuros o perros sarnosos con los que se comparten las sobras: son hombres, mujeres y niños famélicos, que se suman como legiones al oficio que, antes, solo pertenecía a los animales que se alimentan de la basura. ¿Cuánto falta para que zamuros, palomas, perros o gatos callejeros sean las proteínas que los venezolanos llevarán a sus mesas? ¿A cuántos más les arrebatará la vida la desnutrición severa antes de que este régimen acepte ese cargo de conciencia? ¿En qué momento decir “muero de hambre” dejó de ser una metáfora para convertirse en una frase auténtica?
La ciudad muestra un espectáculo doloroso y sin precedentes. Hambre, delincuencia, pobreza, enfermedades y deterioro son los atributos con los que se describe este destino turístico solo apto para aventureros y viajeros osados. Retrocedemos con cada día que pasa. Bajamos un peldaño, hora tras hora, para acercarnos más a la depauperación. Me cuesta encontrar una cara alegre. Solo veo rostros desencajados, caras afligidas y cuerpos enflaquecidos de personas que se creen sentenciadas a muerte. El venezolano, aquel que era pretencioso y bullanguero, ya no vive en este país. Los que quedamos, somos diferentes. Nos arrancaron nuestros hábitos, para imponernos nuevas rutinas impregnadas de desconsuelo. Nos confinaron a la soledad de nuestras casas, abandonadas prematuramente por los hijos y nietos que decidieron irse de Venezuela.
Veo a mis compatriotas devolver sus medicinas en la caja de la farmacia cuando el precio multiplica por mucho el saldo que tienen en sus carteras. Los encuentro arrastrando el ánimo y deambulando en busca de una comida que, en sus lugares habituales de compra, no llega. Veo gente caminando sin rumbo, para hacer de su día, un día más, sin mayores secuelas. Recorriendo calles grises, solitarias, vacías, muertas. Venezolanos que esperan en las paradas de autobuses, un transporte que nunca llega. Negocios que luchaban contra el cierre y que hoy decidieron no abrir nunca más sus puertas. Veo muchos sueños rotos. Percibo demasiada tristeza.
Venezuela tiene otros aromas y otros colores. La fetidez es su nuevo perfume. La suciedad, su mejor fachada. La violencia, su mejor oferta. Para nadie es un secreto que el país está hundido en la pobreza extrema. Este es el verdadero legado de un gigante que, en cualquier otra nación, es motivo de risas y pena ajena. El sinónimo del fracaso. El ejemplo palpable de cómo es posible llevar a un país rico a la miseria. La fórmula de la ruina de la que otros países se alejan. Veinte años y este régimen sigue en su afán de destruir, aún más, a mi amada tierra.
Descoloridos, fantasmales, deteriorados, los edificios y casas albergan almas en pena. Se nota la redistribución de los ingresos, destinados ahora solo para poner algo de comida en las mesas. Ascensores dañados, rejas corroídas, inmuebles cuyas paredes lucen desteñidas, descascaradas, mostrando sin reparos sus manchas de humedad, filtraciones u otras huellas. Lámparas sin bombillos, o con pocos alumbrando a duras penas. Jardines luciendo monte. Desfile de aguas negras. Alcantarillas rotas. Semáforos que hace mucho dejaron de hacer sus señas. Carros abandonados, vueltos chatarras, oxidados y sin ruedas… calles cada vez más solas. Abandonadas como si nadie existiera.
¿Cuándo nos volvimos Cuba, Siria, Uganda o Haití? ¿Por qué dejamos que esto sucediera? Veinte años, señores, veinte años y este régimen, muy astutamente, nos enredó en su trama, secuestró nuestros derechos y nos hundió muy hábilmente en esta tragedia. Este régimen ha sido muy audaz. Y mientras más arrinconado se siente, más radicaliza su perversión, maldad e indolencia.
Afina su plan para la distribución equitativa de la pobreza. Su mejor aliada. Su jugada maestra. Pero, no tardarán en presentarse rebeliones, en las que el hambre hará que las miradas de los empobrecidos no se dirijan hacia las bolsas de basura negras; sino, salivando, hacia las robustas figuras de quienes hoy los someten a la miseria.