Crónica

Cuando sea grande quiero ser malandro

La infancia es sinónimo de inocencia. Sin embargo, la realidad de un país con alarmantes índices de violencia y criminalidad la ha corrompido. Los niños que antes soñaban ser bomberos o policías han virado sus precoces aspiraciones: ahora quieren ser delincuentes y no parece haber autoridad que se lo impida

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El cuerpo inerte de un hombre yace en el suelo desangrándose, mientras una mujer con peinado infantil lo encañona con su pistola. Ella dispara una ráfaga de balas aun cuando la víctima ya no tiene aliento. Su sonrisa delata satisfacción y el remordimiento parece ausente. Si bien estas líneas podrían ser el relato de un suceso en cualquier periódico de Venezuela, se trata de un dibujo hecho por una niña de diez años de edad. En una asignación escolar manifestó que al crecer quería ser “malandra”. La ilustración fue publicada el primero de abril por Chema Tovar en Facebook y rápidamente se hizo viral en las redes sociales. La plataforma 2.0 se conmocionó por este caso ocurrido en una escuela entre la carretera Caracas-La Guaira, pero no es un hecho aislado. Es una realidad más común de lo deseable. Las aspiraciones delictivas se filtran en la infancia venezolana y muchos niños en contacto con la violencia redireccionan la brújula de sus sueños hacia un porvenir criminal.

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Raquel Plesman prefiere usar un seudónimo para mantenerse en el anonimato, ya que es la actual directora de un colegio público de El Paraíso en el municipio Libertador de Caracas. En el 2002, cuando era docente de primer grado en ese plantel, notó que sus alumnos se habían reagrupado en el aula. En los recreos simulaban que sus manos eran armas de fuego y se disparaban entre clanes. Notó que era un comportamiento extraño, mas no lo consideró grave hasta que uno de sus estudiantes le comentó que el salón estaba dividido en bandas, no precisamente musicales. “No, profe. Bandas de choque, bandas de fuego. Si alguien se mete con nosotros lo exterminamos como chiripas” le explicó la criatura de siete años, quien guardaba un insecticida en caso de que sus palabras tuviesen que volverse literales.

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Por ser la figura de autoridad, la maestra intentó explicarle a su grupo que ese comportamiento era incorrecto. No contaba con que el promotor había sido un alumno de conducta agresiva. Él los había organizado e incluso puesto nombre a las bandas. “Un día, una de las niñas llorando me dice que él me va a matar y que tiene una pistola”, relata Raquel, quien permanecía escéptica ante la confesión. Requisó el salón mientras los niños estaban en el patio y la palidez la gobernó cuando encontró un revólver real en el bolso del pequeño. Después de hablar con sus padres, el rompecabezas se fue armando. La pistola se la robó a un tío que pertenecía a la Policía Metropolitana. El niño presenció el asesinato de su abuelo en una cancha deportiva de la Cota 905 por un ajuste de cuentas. Su ídolo entrenaba gallos de pelea y la muerte lo alcanzó por una disputa. El resentimiento se anidó en su mente que apenas iniciaba su educación. Él quería tener el poder sobre la vida de otros tal como los maleantes que dispararon contra su abuelo. Los talleres familiares dieron resultado paulatino en la conducta del niño, pero el trabajo fue en vano cuando meses después asesinaron a su padre. La madre decidió irse del barrio hacia el interior del país, sin dejar algún rastro para seguirle la pista al que hoy ha de ser un joven de 21 años.

Esta historia marca un precedente en las conductas delictivas durante la infancia. Es por eso que Betzabeth Vázquez no se sorprendió con el dibujo de la niña malandra. Ella ha tratado casos similares en los 19 años que tiene como psicopedagoga en una escuela pública cercana a La Paz en el municipio Libertador. “Yo quiero ser como mi papá: malandro y estar preso como él” es una declaración reiterada que ha escuchado en alumnos desde preescolar hasta sexto grado —el plantel educativo atiende solo la etapa primaria—. “Ellos admiran a su familiar bien sea por lo que tienen, por lo que poseen o porque es una figura de autoridad dentro del barrio porque todos le temen. También hay niñas que quieren ser la novia del padrote, del más malandro porque con él nadie se mete, está armado, tiene una moto, ha matado a varias personas y eso para ellos es un logro”, explica Vázquez.

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La estructura familiar se ha transformado y a veces las figuras de autoridad son quienes desvían el curso hacia una vida fuera de los límites de la justicia. “Cuando conseguimos esas madres que van de un marido a otro, el hijo mayor se convierte en el papá de todos los demás. Se les asigna toda la responsabilidad y hasta defensa de la casa. Esas madres incluso sienten orgullo porque su hijo es el más padrote, el más malandro y así nadie se va a meter con la familia”, señala Vázquez.

No es posible saber cuántos hogares venezolanos están impregnados de delito, pero el incremento de la criminalidad da una idea de que se han multiplicado. Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), 27.875 personas fueron asesinadas en el año 2015. Los homicidios casi se quintuplicaron en 17 años, desde que en 1999 el registro fue de 5.968 decesos. Bajo el mandato chavista se han implementado más de 23 planes de seguridad en Venezuela, pero ninguno ha logrado reducir los índices de transgresiones. Uno de los programas más recientes y mentados ha sido el de Operación Liberación del Pueblo (OLP) que de acuerdo a sus resultados “no apuntan hacia una disminución de la violencia en la sociedad, sino, al contrario, hacia su incremento», sostiene el informe de 2015 del OVV.

Lo que se aprende en casa

Patricia Colmenares, maestra de una escuela en la avenida Baralt, tuvo que lidiar con un pequeño de cinco años de edad que en preescolar robaba. Se apropiaba de lápices, colores, dinero y hasta la merienda de sus compañeros para luego jurar, ante las acusaciones, que todo le pertenecía. El papá de este crío estaba preso por hurto, pero para él seguía siendo su héroe. “Como todavía en la etapa de infancia el niño está construyendo su identidad, está conociendo los valores, no está totalmente claro de lo que es bueno y lo que es malo”, indica el trabajador social, José Ibarra. Es precisamente entre los 0 y 9 años de edad que se presenta la admiración por delinquir. Vázquez indica que en ese intervalo “se van copiando modelos. Lo que se hace como adulto, ellos lo van a hacer. El manejo de la inocencia tiene que ver mucho con el entorno que les toque vivir”.

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Ibarra, apunta que los jóvenes terminan “naturalizando” los actos criminales porque están presentes en su cotidianidad. Sostiene, asimismo, que “en la sociedad venezolana se están invirtiendo los valores porque de repente se ve al primo que es ladrón y tiene dinero, y el chamo cree que es la forma más fácil de tener las cosas que quiere”. En su experiencia, cuando un altercado sucede, los papás no manifiestan interés por atender al llamado de los profesionales. “El padre no está supervisando la educación de sus hijos, pero tampoco se está involucrando. Cree que es la escuela quien debe educar, pese a que la casa es el lugar donde los valores se fomentan”. Vázquez coincide y agrega que la reacción más común en los padres “es una sonrisa. Se ríen y hacen ver como si es una fantasía del niño. Se ríen pensando que es una gracia porque están pequeños”.

La madre del chiquito que robaba, alumno de Patricia, no se río. Le propinó una paliza por ser amigo de lo ajeno. Una solución feroz que solo multiplica la violencia y no soluciona el problema de raíz. “Es importante llevar siempre al niño a la reflexión sin aislarlo de la realidad” explica Vázquez. Patricia, por su parte, orientó a su pupilo, le explicó por qué estaba mal ser un ladrón y fue recompensándolo a medida que modificó su comportamiento.

Cuando la calle vence

En San Agustín del Sur, la docente Vilma López también sabe cómo se siente que sus alumnos cambien los libros por las armas, algunos por las drogas. “He tenido tres niños que me han manifestado eso y, de hecho, ya ninguno está en el colegio. Están en bandas”, cuenta. Al recordar a uno de ellos, Yofran, se lamenta porque en el primer lapso de cuarto año de bachillerato él tenía un comportamiento ávido. Al regresar de las vacaciones navideñas, había cambiado. Un día llegó agresivo y con los ojos desorbitados. Sin titubeo le confesó a su maestra que él sería malandro. “No pude seguir discutiendo con él así porque estaba en su onda. Le dimos la oportunidad. En tercer lapso se comportó medianamente bien, pero en quinto año no apareció más. Fue solo la primera semana y no volvió más. Le pregunté a una prima y me dijo que él estaba metido en algo. Duele mucho cuando el muchacho se le pierde a uno porque que se trate rescatarlo”, manifiesta la profesora de prácticas de oficina en este colegio de preparación técnica.

“Desde preescolar hasta el final de la primera etapa de educación inicial, ellos no miden riesgo. Están convencidos de que van a salir ilesos. Lo piensan pero no terminan de aceptarlo. Entre más pequeños, menos riesgos miden. En la adolescencia se sienten intocables, que se comen al mundo y tienen respuesta para todo”, asevera Vázquez. Esa bravuconería descrita por la psicopedagoga prevaleció en dos estudiantes, uno de sexto grado y otro de séptimo, que riñeron durante un receso. “Todo por una muchachita”, comenta Nelsi Alcalá, maestra de una escuela privada de Filas de Mariches en el municipio Sucre. Uno de ellos le estaba tumbando la novia. El mayor amenazaba con un bisturí a su contrincante amoroso. Al final no hubo vidas que lamentar porque las docentes lograron controlar la situación antes de que el arrebato de ira se materializara.

Luis Bravo, investigador de la Memoria Educativa Venezolana de la Universidad Central de Venezuela, asegura que el aumento de la delincuencia se vincula a la falta de acceso al estudio. El informe Escolaridad, financiamiento y alfabetización en Venezuela al 2016, está basado en cifras de las Memoria y Cuenta del Ministerio de Educación y pone en manifiesto que hay una disminución de la escolaridad en la etapa primaria. En 2006 se registró una inserción de 3.521.139 jóvenes y para 2014 la cifra decayó a 3.449.592. Según Bravo, la razón radica en que “la acción oficial se concentró en las misiones que atienden fundamentalmente a la población adulta. El sistema regular escolar lo desatendieron. La educación en Venezuela está en estado de depresión”. Día tras días, lo que parecen cuentos de la cripta son relatos de una realidad sumida en la impunidad. El delito empaña el presente y no parece tener intenciones de despejarse en el futuro. Los venideros ciudadanos anhelan desde la infancia ser un mandamás del hampa.

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