Ciudad

De Las Mercedes al Cubo Negro, la Capilla Sixtina caraqueña

Recorrer la zona más comercial del municipio Baruta es adentrarse en el maridaje del arte con la arquitectura y el espacio urbano, donde se interconectan las intenciones de comunidades inmigrantes vasca y norteamericana con los deseos de hacer crecer la urbe que nunca ha logrado conectar con amabilidad para el peatón las riberas del Guaire

FOTOGRAFÍAS: Felipe Rotjes
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Más que transición, vértigo. Más que la recomendación de calificadas investigaciones, ruptura. Más que cambio consensuado y diálogo, irrupción. Las Mercedes, urbanización creada en los cuarentas y cuyo diseño de construcción —si la tradición puede ser tan joven— celebra o celebraba la obra de escala amable, edificios de cuatro o cinco pisos, en su mayoría arquitectura neovasca —líneas pizpiretas como faralaes, tejas rojas como la historia— en conversación sutil acompasada con el vaivén de las palmeras, aceras seductoras y arquitectura en diálogo —“la arquitectura no es tal si no se trata de vincular el espacio urbano”, como decía Tomás Sanabria, tótem per se invocado— es ahora mismo, en las calles del trazado más íntimo, revuelo de cemento, ruido de taladro, llegadero de individualistas colosos de hormigón. Tiesos, hoscos, son mudos, no dicen nada. Son ciegos, desconocen la belleza, llevan cual lycras un oscuro ropaje de fiberglass, ceñido a una cintura negada. Son herméticos, poco tropicales, adiós ventanas, adiós balcones.

Una tendencia mundial impulsada no apenas por meros nostálgicos sino por ciudadanos que valoran la identidad promueve la ficha, la valoración, el respeto por el trazo arquitectónico que es identidad. El patrimonio. En Las Mercedes, espacio caraqueño ahora mismo lo más parecido a un tablero sacudido por una ventolera, la novedad en plena cocción es la que impone la picota voraz, engolosinada tras los cambios de ordenanzas de los noventa, ratificados en 2013. Confuso festín del borrón y lo cruento nuevo, el impetuoso proceso de transformación desconcierta.

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La caminata parte del Centro Venezolano Americano (CVA), espacio de lenguas y diálogo, de cultura activa, de enseñanza, y de allí cruza al Centro Comercial Las Mercedes, Edificio Automercado —la palabra automercado es venezolana—, el primero de la ciudad, y que albergaba al bien provisto CADA, ahora sustituido por una distribuidora de alimentos gubernamental, al que se accede con las rampas originales, aéreas y magníficas. Las Mercedes exhibe, en su suculenta narrativa, el trazo casi imborrable de un pasado reciente de diseño, modos y costumbres introducido por la oleada de estadounidenses que aparcó en el país a mediados del siglo XX. Es huella indeleble.

El arquitecto Azier Calvo, exdirector de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela y miembro de la Fundación Arquitectura y Ciudad, toma la palabra dentro de aquel recinto, otrora rodeado, en realidad sitiado, por el verde, para decir que el diseño del arquitecto Donald Hatch (1954-1955) fue concebido para darle expresa bienvenida al caraqueño, nada de encierros o santamarías; acceso libre desde la calle, así como al trópico, con una arquitectura que dialoga con el afuera. Dio cuenta también de los novedosos contenidos para el exultante consumo de entonces, como el American Toy Store y la celebérrima fuente de soda con menú anglosajón —Banana Split, Pech Melba, Ice Cream, Milk Shake. Crisis mediante, el espacio guapea a la espera de mejores tiempos.

Erigida sobre los terrenos muy húmedos y de considerable nivel freático de la hacienda Las Mercedes, a orillas del entonces querido Guaire, la urbanización fue epicentro de los llamados circuitos petroleros y la huella perenne da cuenta de la influencia del american way of life.

El camino a seguir es la Principal de Las Mercedes, y la siguiente estación, la sede del Concejo Municipal de Baruta, donde Adriana D’Elía, arquitecto, apasionada urbanista, exalcaldesa encargada de Baruta y diputada de la Asamblea Nacional, explica los afanes del quehacer político en la polis —“La ciudad es un hecho político”, otra frase preciosa de Tomás Sanabria— y de las contingencias cotidianas. “El Concejo no debería seguir funcionando aquí, tiene otra sede y este espacio espera por su nueva función, al servicio de los baruteños: el centro de arte, pero los ediles le han dado largas a la mudanza acaso por comodidad, tuvimos que presionarlos para que al menos dejaran libre de carros el espacio público que le hace contorno, y estacionaran fuera”. Aplausos.

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D’Elía, sobre cuya cabeza pende la anunciada inhabilitación política —¡por 15 años!— también arenga en la siguiente parada, la plaza Alfredo Sadel, pensada por Jimmy Alcock, ágora para el encuentro y la realización de actividades culturales y sociales cuya singularidad es el nivel a ras de la calle, “de manera que es todo un espacio público continuo que no le demarca territorialidad al carro, la superficie que empalma, sin bajar de nivel, la plaza con la acera, beneficia al peatón”.

La avanzada de caracadictos prosigue hasta Paseo Las Mercedes (obra  acogedora suscrita por Jimmy Alcock a la que singulariza un adorable techo corredizo que invita a la luz), pausa desde donde se contempla el Hotel Tamanaco, arropado tras la indiscreta autopista que empaña la visual de su arquitectura cimera. “He aquí una oportunidad para quienes quieran participar en el concurso propuesto por CCS-City-450 de intervenciones en el espacio público, diez de las mejores propuestas serán premiadas, tres se ejecutarán”, llama la atención la arquitecta Aliz Mena, de Fundación Espacio. “Aquí caben muchas ideas, algo que suavice el peso en el paisaje del viaducto, una ocurrencia que favorezca el cruce amable, sin riesgos, desde este lado hasta la parada de autobús, una propuesta que interconecte de manera fluida para el peatón este espacio posible”.

“En Caracas decimos Tamanaco y primero viene esta imagen soberbia antes que la del cacique”, admite Alvaro Rodríguez, exdirector de la Facultad de Arquitectura de la Central donde es profesor, ciudadano de mirada amorosa, intensa, embelesada en la ciudad. “Esta majestuosa pieza de Carlos Guinand, con Holabird, Root and Burgee arquitectos asociados (1949-1953), podría decirse que inaugura la modernidad; es el prefacio junto con el Clínico Universitario. Esta belleza, atalaya sobre Caracas, se desliza en dos vertientes, dos cuerpos, dos brazos que abarcan, que acogen la ciudad”, añade. Incrustado en el verde de la colina, y reconocido por el movimiento de valoración caraqueña CCS-City-450 con una placa que consigue homenajearlo, catalogarlo, inventariarlo como posesión entrañable, se accede al Hotel Tamanaco “por su espalda, igual que a los templos griegos a las que nunca ingresabas por el frente”.

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Cinco estrellas que descartó por mucho tiempo el aire acondicionado, presencia inobjetable pero no abrumadora que suma 25 mil metros de construcción sobre el suelo y también debajo de él —funcionaban talleres de ebanistería, de costura, de herrería en sus sótanos para el mantenimiento y cumplir con los estándares de calidad—, obra cuyo diseño escalonado narra el momento culminante del ascenso así como el derrame en la bajada hasta llegar al suelo, es un privilegio volver a sus pasillos invitadores, sus salones celebérrimos, conocer su anatomía, verle el costillar.

La voz de Azier Calvo narra ahora la complejidad lúdica del edificio La Hacienda (1957), obra de Diego Carbonell levantado al lado de la quebrada Las Mercedes ¡no embaulada, viva! y cuya particularidad estriba en que cada apartamento tiene acceso exclusivo desde el carrusel de escaleras que hacen de puente entre los módulos. Apología a la independencia y a la creatividad, es un laberinto de medios pisos, de manera que no hay pasillos, ni puertas en seguidilla en la perspectiva; subidas y bajadas, sí. “Fue por un buen tiempo apartotel, muchos estadounidenses alquilaban aquí cuando debían quedar más tiempo de lo previsto y no se daba abasto el Tamanaco, luego se convirtió en edificio residencial”.

Pasar por el edificio inmenso del Banco del Caribe y ver que contiene entre sus contundentes y robustas columnas —piernas— un tesoro es convocar a los fotógrafos a que hagan el registro: el techo del zaguán de la entrada es lienzo para una obra del maestro Carlos Cruz-Diez.

Parada ahora en el edificio tesoro La Isla, frente a la celebérrima pollera, suscrito por Doménico Filippone, la construcción modernista parece un trasatlántico que recaló en buen puerto. Irregular, con cortes cuadrados y en filo, es lo menos comparable a una pieza agresiva. Invitador, lamentablemente enrejado hasta los dientes, las ventanas no sonríen, y sin embargo. Cuánta belleza hay en esta obra llena de cristales y en cuyas entrañas los balcones curvos de cada piso, todos para cada quien, conminan a seguir hacia adelante, en desplazamiento gozoso, hasta donde ha de estar la felicidad. La Isla, en efecto, lo es. Dentro casi marea la belleza que rodea en redondo.

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Entonces, al lado, otro milagro. Así como salta a la vista, paradójicamente, lo que ya no está —entre las amputaciones, el bellísimo edificio Gastizar; queda contiguo, tal vez trémulo, su gemelo el Donosti—, un largo ¡oooh! es coreado en el instante mágico en que la diseñadora Loly Sanabria, hija del celebérrimo arquitecto Tomás Sanabria, tiene frente a sus ojos al edificio Las Teresas, belleza setentona que alzó su padre a escala afable y con empaque moderno. Revuelo. “¡Este recorrido incluye un hallazgo!”, se refocila la arquitecta María Isabel Peña, guía en la ruta y arte y parte de este movimiento urbano llamado CCS-City-450. Su ojo adiestrado parece haberse enganchado con la fachada interrumpida por el paréntesis cristalino, límpido, que descubre las coquetas escaleras que parecen ser marca de Tomás Sanabria. A través de la transparencia de un vidrio estratégico, reaparece el hechicero zigzag visto minutos antes en el hermoso edificio San Carlos, también de Sanabria, que contendrá el movimiento, el ir y venir, que sugiere la zancada y la cautela, los tacones y los perfumes, las faldas sugestivas y la intimidad cotidiana. Loly Sanabria, quien recopila el trazo del genio, autor, por ejemplo, del hotel Humboldt, sonríe conmovida. “Tengo los planos de esta obra pero no sabía dónde estaba, qué maravilla encontrarla”. Sanabria se hace presente.

Suculento aún el inmobiliario urbano, hay mucho por hacer, y otro tanto por descubrir en Las Mercedes y en su vecina Chuao: se rozan y no se comunican del todo bien. Se camina en fila por aceras poco amigables, se cruza bajo semáforos no siempre encendidos, se cruza el río por encima del puente, se mira la circunstancia desprolija. Bajo la autopista, el hollín, la parada de autobús, las riberas negadas para el caminante, el río nuestro que es vergüenza, promesa incumplida, insatisfacción y un odioso nunca tallado en el inconsciente colectivo, cuando pudiera ser gozo y belleza a lo largo de la ciudad, así como sus afluentes, quebradas vistosas, no baúles. Una pasarela de escaleras en rizo, no apta para discapacitados y padres con cochecitos, distancia de la tierra que reverencia al automóvil, conduce por fin al broche, de nuevo de oro, con que cierra la experiencia.

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La voz del arquitecto Rafael Pereira, profesor de la UCV y cada vez más sabio en materia de arte del maridaje que éste hace con la arquitectura, es santa palabra frente a suculento milagro que es la escultura colosal de Jesús Soto: los Penetrables que penden del edificio que inicia Eduardo Gómez  y termina Philip Johnson, el Cubo Negro de Chuao. “Solo en Brasil y Venezuela el arte y la arquitectura han hecho esta simbiosis, esta amalgama, esta compacta compañía de años”. Las varillas de Lluvia están amarradas del techo de manera tal que no chocan ni se desgastan con la fricción. “Cada una de las piezas traza un ruta en el aire, se mueven sin tropezarse, tienen el espacio que Soto les da, según calcula el vaivén tras el ingreso del viento”.

El erudito catedrático estremece con una revelación. “Danza que es un homenaje a Marce Cunningham, el coréografo que fue pareja del músico Jhon Cage, cada uno defendía su espacio, cada uno con la música en los poros, en el cuerpo, expresada distinto: esta coreografía también tiene esa narrativa, es una composición musical con ritmo y a su aire, el edificio en su centro convoca fuerzas centrípetas y la obra de Soto, al contrario, es centrífuga”. Pereira, que ofrece una clase magistral sobre la evolución de Soto, profiere: “Cuando Denis Rene, la famosa galerista del movimiento cinético, vino a Caracas a ver esta obra, dijo extasiada: esta es la Capilla Sixtina de la modernidad”.

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