Política

La huella imborrable de la bota militar

Paula Colmenárez se fue a Altamira el 10 de julio de 2017 sin pensar que ese día cambiaría su vida. A un año del inicio de las protestas, la joven de 18 años no se permite olvidar lo ocurrido en más de cuatro meses de manifestaciones callejeras. Una cicatriz en su palma derecha y una imagen inmortalizada del momento en que la bota militar le modificó su futuro tampoco la dejan

PORTADA: EFE, MIGUEL GUTIÉRREZ (ARCHIVO) | FOTOGRAFÍAS EN EL TEXTO: MIGUEL GUTIÉRREZ y VALERIA PEDICINI
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Me confié porque pensé que la guardia se iba a retirar, pero vinieron por nosotros y la gente salió corriendo. Yo también empecé a correr. Cuando volteé, los tenía prácticamente encima. “Ya, ya la agarramos”, escuché que se dijeron dos funcionarios entre ellos. Yo solo pude pensar: “Aquí fue”.

Para Paula Colmenárez es importante recordar, aunque sea doloroso. Las escenas van y viene en su cabeza, aunque muchos momentos no consigue evocarlos con tanta precisión como quisiera. Lo único que no olvida, después de tantos meses desde que una bota militar la pisó por la espalda, son las voces. Las amenazas y los insultos que los funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) vociferaron en su contra no salen de su memoria. No recuerda caras. Igual no hace falta.

Paulacita5Las palabras continúan grabadas en la joven de 18 años, así como la cicatriz que le recorre la palma de la mano derecha. Una marca del 10 de julio de 2017, cuando efectivos de los cuerpos de seguridad del Estado la aplastaron contra el asfalto para luego, rápidamente, montarla en una moto y llevarla detenida hasta la Base Aérea La Carlota, donde permaneció más de seis horas. “Mi vida cambió drásticamente”, afirma ahora.

Bajo la bota militar

Ha pasado un año desde que comenzó el ciclo de protestas que se extendió por cuatro meses, y dejó miles de detenidos y heridos, además de más de 150 muertos. Pero las cicatrices no son solo físicas, sino emocionales. “En estos meses comienza el recuerdo de todo y es imposible creer que hayan pasado 365 días y las heridas de lo que pasó sigan presentes. Recordar es la mejor conmemoración de la lucha”.

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El 10 de julio de 2017 la oposición convocó a un “trancazo” de 10 horas, desde las 10:00 am hasta las 8:00 pm. Durante la jornada, los cuerpos de seguridad del Estado no dudaron en reprimir con bombas lacrimógenas a los manifestantes en varios sectores de la ciudad. Ese día Paula, todavía menor de edad, había asistido a la Universidad Central de Venezuela (UCV) para ir a sus clases de Derecho. Pero no hubo cátedra y se fue directo a la plaza Francia de Altamira. Cargaba una bandera, su celular, una Constitución y sus zapatos de goma. “Yo estaba sola en Caracas porque toda mi familia es de Barquisimeto. No estaba viendo casi clases y lo menos que podía hacer era participar todos los días de forma activa y pacífica”. En grupo, guapa y apoyada, bajó junto al otros manifestantes hasta la autopista Francisco Fajardo, que intentarían obstruir.

Entonces, escuchó la fuerte detonación que un artefacto casero hizo al explotar cuando funcionarios de la GNB se trasladaban en motos por Altamira Sur. Al menos siete resultaron heridos, en un momento que quedó registrado en video.

“Yo estaba del otro lado. Había alrededor de 15 motos y desde ahí nos lanzaban bombas lacrimógenas. Me confié porque pensé que se iban a retirar después de la explosión, pero al rato subieron por esa misma calle y la gente salió corriendo”. Piensa que, tras el estallido, los uniformados querían hallar culpables.

Aún sobre el Distribuidor Altamira, la mujer intentó huir pero era tarde. La alta cilindrada se impuso. Sintió miedo. “No sabía qué podía pasar, me podían haber disparado un perdigón si les daba la gana o cualquier cosa”. La GNB le hizo la zancadilla, la joven perdió el equilibrio y cayó sobre el pavimento apoyada en su mano derecha. “En el piso había mucho vidrio y uno de esos se me metió en la mano, pero yo no sentía nada por la adrenalina”.

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El evento inmortalizado por el fotógrafo Miguel Gutiérrez en el Distribuidor Altamira, cuando Paula aparece tendida sobre el suelo y con una bota militar sobre la espalda, no lo distingue con precisión en su memoria. “Días después me dolía muchísimo la espalda y el cuello, pero no recuerdo el momento exacto en el que estoy en el piso con la bota encima. Esa foto está, pero todo fue muy rápido y no lo recuerdo”.

Lluvia de insultos

El largo repertorio de ofensas comenzó. “Agarra y róbale todo a esa maldita”, gritó un GNB a otro mientras registraban el morral de Paula. Se embolsillaron el teléfono Samsung y el bolso lo dejaron tirado en La Carlota. En el camino, un funcionario le tocó el pecho por encima de la ropa. No había nada que ella pudiera hacer, estaba indefensa.

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A la base militar entró con las manos atadas, y allí permaneció al menos seis horas junto a 13 jóvenes más. “Estuvimos como tres horas acostados en el piso. Nos metían terror psicológico. Nos decían que nos iban a lanzar al Guaire. Me jalaban del pelo, se burlaban que iban a buscar una tijera para cortármelo. También dijeron un montón de insultos, de puta para arriba”. Las intimidaciones sexuales fueron las que más atemorizaron a Paula. “Estaba muy asustada porque era la única mujer entre puros hombres, incluso los detenidos. Amenazaban con violarme y con que me llevarían al baño”.

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Una frase recuerda con nitidez, y aún se le llenan los ojos de lágrimas al repetirla con voz entrecortada. “Me dieron unas patadas en las costillas y me dijeron que me arrastrara hasta la pared. Yo estaba nerviosa y no reaccioné. Y repitieron: ‘Arrástrate hasta la pared como un gusano’. Esas son cosas que a uno le quedan grabadas y así como me trataron a mí, peor trataron a los demás”.

La presión de las ataduras y su ropa teñida de rojo le hicieron percatarse de la herida. Le pidió a un funcionario que le quitaran el tirrá y antes de hacerlo, otro exclamó: “Por lo menos si le vas a cortar eso, vamos a echarle un poquito de gas pimienta ahí para que se ahogue”. Le preguntaron de todo: dónde vivía, cuantos años tenía, incluso si le habían pagado por ir a protestar. “Dijeron que tenía la mano rota porque seguramente yo era quien había lanzado el mortero que hirió a los guardias”.

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Un general de la Aviación, como se identificó el hombre, pidió que la llevaran a un CDI para curarle la herida. “El que me atendió era cubano y me dijo que me iba a dejar una cicatriz con la C de Cuba”, relata. El terror constante.

Luego le anunciaron que sería llevada a Plaza Venezuela, hasta el Abasto Bicentenario que servía de centro de operaciones a la represión. “Estaba muy asustada porque estaban decidiendo si me iba con los demás. Yo estaba entre la espada y la pared, porque si yo me quedaba los demás se iban”. Pero finalmente el traslado no se produjo. Al contrario, le permitieron una llamada telefónica y se comunicó con su padre, en Barquisimeto. Entonces un amigo de la familia, el padre Raúl Herrera de la cátedra de Derechos Humanos de la UCV, la fue a buscar hasta La Carlota. “Me dijeron que afectó el tema de que era menor de edad, pero había otro muchacho menor de edad y estuvo 48 horas detenido. Yo creo que en realidad lo que impulsó que yo saliera fue que se hizo demasiado viral la foto”.

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Cuando estuvo libre, la impotencia la seguía atormentando. “No se puede decir que no fue mayor cosa porque no se puede justificar lo que ellos hicieron, aunque no se compare con lo que le pasó a mucha gente. No podía dormir sobre todo porque los demás todavía estaba detenidos y yo estaba afuera. A pesar de que no era mi culpa, yo no podía hacer nada”.

El día después

Paula Colmenárez formalizó una denuncia ante el Ministerio Público, asistió a una que otra consulta psicológica y se fue a Barquisimeto a pasar unos días con su familia. En Lara enfermó con hepatitis tipo A y perdió el semestre de Derecho, la carrera que cursa en la Universidad Central de Venezuela. El desánimo por tener que repetir el año, así como la imposibilidad de costear la residencia en Caracas, condujo a congelar el cupo en enero de 2018.

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Ahora espera por el día en que le toque hacer vida en otras fronteras, aunque nunca fue su idea. “Siempre fueron los planes de mi papá. Yo diría que, sin él decirme nada, lo empezó a planear todo al momento de mi detención. Empezó a meterme la idea de que esto es lo mejor que puede pasar. Tampoco me puedo quedar aquí sola”. Su padre cruzó el mapa hasta España, desde donde la ayudará a salir de Venezuela a mediados de mayo o junio.

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“No me arrepiento de nada. Gracias a Dios estoy sana y salva. Salí con la misma convicción que tengo ahorita, convencida de que quiero un país en libertad y democracia. Yo no cometí ningún delito, yo estaba protestando por mis derechos”. Paula Colmenárez no olvida. Y cómo hacerlo. “Es muy diferente cuando te toca vivir algo así, en primera persona, teniendo a alguien frente a ti que te mira con odio y te hace daño. ¿Qué los mueve, cuál es el odio? Un montón de preguntas que hasta el sol de hoy no le consigo respuestas”.

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