Venezuela

Araya, la sal del mercado negro: sobreviviendo en el abandono

Los habitantes del municipio Cruz Salmerón Acosta en el estado Sucre tienen que acudir al tráfico de sal para sobrevivir en Araya, un pueblo devastado por la pobreza, la precariedad de los servicios públicos y la falta de comida

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El cuerpo de Cecilio López desapareció en las aguas entre Araya y Cumaná durante la madrugada del 10 de julio, mientras viajaba en el bote Don Ramón, un peñero que cargaba 2.000 kilos –o más- de sal procesada artesanalmente y que iba a ser vendida en el Mercado Municipal de la capital del estado Sucre por habitantes de la península de Cruz Salmerón Acosta.

Junto a Cecilio naufragaron otras ocho personas que tuvieron la suerte de ser rescatadas. Del bote aun no se sabe nada. Tampoco sobre el paradero de Cecilio, quien tenía 21 años de edad y era hijo de la directora de Protección Civil de Cruz Salmerón Acosta, el municipio peninsular del estado Sucre.

El naufragio del bote Don Ramón es una tragedia que se superpone a otra: la de tener que recoger sal en las Salinas de Araya, procesarla en molinos artesanales y traficarla hacia Cumaná para sobrevivir y no morir de hambre.

Araya era la tierra prometida en el estado Sucre, una región que por sus características geográficas tenía un potencial industrial que podría hacer reflotar económicamente a la entidad a través de la extracción y procesamiento de sal. La Laguna Madre del poblado representaba la mayor fuente de insumos para la empresa Enasal, otrora principal productora de sal para consumo humano e industrial en el país, ahora reducida a escombros y maquinaria chatarra.

En 1998 se produjeron aquí 441 mil toneladas de sal. Tres años más tarde, sin data oficial, se dice que ya estaba por debajo de las 300 mil. En junio de 2016 el gobierno aseguraba que la Empresa Nacional Salinera, Enasal, regresaría a la buena época de las 400 mil toneladas bajo la administración de Pdvsa. Nunca sucedió.

Muchos habitantes de la península acuden de madrugada a extraer el mineral. En su mayoría son personas que antes tuvieron un trabajo estable y hasta una profesión y que ahora ven en la extracción no controlada de sal una manera de sobrevivir al hambre que azota al poblado, devastado por la falta de empleo, alimentos y la precariedad de los servicios públicos.

José Molero es uno de ellos. Se dedica al contrabando de sal, tiene un molino artesanal en su vivienda y con ello gana algo de dinero para comprarle comida a sus tres hijos. Lo que antes era un secreto a voces y era el trabajo de unos pocos, se convirtió en una actividad generalizada para los arayeros.

“Yo antes trabajaba como bedel en una escuelita, pero ya no puedo. Prefiero irme de madrugada a la Laguna Madre y sacar la sal, molerla y venderla en el mercado, con eso al menos sé que traeré dinero a mi casa”, explicó.

La rutina de José empieza en muy temprano. Y es la de muchos: van hacia la fuente de sal, a las afueras del pueblo. Con un tobo de plástico y una pala recogen el mineral, lo llevan hasta sus casas en carretillas y allí lo ponen a secar al sol. Luego muelen la sal en molinos rudimentarios y la reparten en empaques de plástico, de esos que pertenecen a la empresa Enasal pero que, si se paga un precio en dólares por un rollo, se pueden conseguir en el mercado negro. Pero es sal sin control sanitario y sin los aportes de yodo y flúor, lo que trae aparejado un potencial problema de salud pública que debería ser tomado en serio.

Carmen Navas (nombre ficticio a petición de la fuente) también se dedica a la extracción y venta de sal artesanal. En la madrugada puede subir, sin problemas, sus bolsos con sal en una embarcación en el Puerto de Araya y trasladarla a Cumaná: “Antes nos perseguían, ahora si pagamos unos cinco dólares a un Guardia Nacional, nos dejan tranquilos”.

Contó que meses atrás hubo allanamientos a algunos habitantes que tenían molinos artesanales, pero que las autoridades los dejaron tranquilos y acordaron una especie de pacto para que seguir trasegando con la sal a cambio de una suma de dinero por cada vez que quisieran trasladar el mineral en un bote.

“El tráfico de sal no ha parado. El Estado tuvo que bajar la guardia porque se dieron cuenta que había demasiada pobreza, que era extrema y que esto lo hacemos para llevar alimentos a nuestros hijos, por el hambre que se vive en Araya”, dijo.

Carlos Marín, trabajador de la Enasal, explicó que la ruina en la que está sumergida la empresa es la causa por la que ya las autoridades se resignaron y dejaron de perseguir a los traficantes de sal. La debacle de la procesadora, aquella que proveía no solo el mercado nacional sino también el industrial y que comercializaba a países como Estados Unidos y Japón, entre otros, generó una serie de promesas del Gobierno regional de Edwin Rojas.

A los trabajadores les aseguraron que no solo le pagarían pasivos laborales pendientes, sino que les equiparían con maquinaria nueva, uniformes, insumos, una gerencia que realmente administrara la planta y que encabezaría la remodelación de una empresa en la que la destrucción de hoy se asemeja a la de un lugar acabado por una guerra.

Nada de esto ocurrió, contó Carlos. De hecho, cuando empezó a ser administrada por Corposucre, brazo empresarial del Gobierno regional, la empresa extraía, refinaba y procesaba la sal en empaques de un kilogramo.

“Ellos eliminaron esta modalidad y prefirieron llevarse la sal bruta en gandolas y procesarla en Cumaná, una situación que el sindicato y la Asociación de Jubilados de la empresa denunció. Luego le cedieron Enasal a una empresa llamada San Ignacio, la cual pertenece a Hugo Cabezas. Ellos dicen que hubo licitación pero podemos asegurar que no fue así. Son del mismo Gobierno y se pagan y se dan el vuelto”, aseveró.

El dolor de vivir en el mar

“Ahora es un pueblo venido a menos. Ahorita duele vivir aquí, pero antes era importante porque era atractivo turísticamente, las playas eran las más hermosas y tenía buenas fuentes de empleo con las Salinas de Araya”, recordó Belkys Moreno, una habitante del poblado.

Algunos familiares de Belkys se dedican al tráfico de sal, mientras ella intenta sobrevivir como puede, siendo ama de casa ayudada económicamente por sus hijos que migraron a Brasil. Pero, el tener esa fuente de dinero no la salva de padecer las inclemencias del pueblo.

“Parezco una loca, con un tobo de un lado a otro buscando agua, porque hay veces que pasa hasta un mes sin que llegue a mi casa. Buscando leña para cocinar porque un día te dicen que van a venderte una bombona de gas, pagas y pueden pasar hasta siete o nueve semanas antes de que la traigan a la casa. La luz se va todos los días. Si vas a comprar algo a un abasto, no puedes pagar porque no hay Internet y no funcionan los puntos de venta. Y si me enfermo, no me pueden llevar al hospital en Cumaná, porque no hay lancha ambulancia. Y el alcalde, el del Psuv, bien gracias. En campaña”.

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