Nuestros hábitos alimentarios no son ajenos a estas particularidades del gusto. La cocina venezolana cuenta con una extensa y diversa lista de preparaciones que documentan ampliamente el capítulo dulce de nuestro catálogo culinario. Ejemplos de ello encontramos en el libro de Rafael Cartay, Entre gustos y sabores (Caracas, 2010) que registra el inventario de las costumbres gastronómicas de Venezuela. En sus páginas, con peculiaridades regionales y valoraciones nacionales, destaca la dulcería como protagonista consentida de la mesa criolla. Por su parte, Armando Scannone referencia insoslayable cuando del comer venezolano se trata compila 178 recetas en la sección de postres de la edición revisada de ‘Mi cocina a la manera de Caracas’ publicada el año pasado.
Ni comensales ni cocineros ponen en duda la importancia del dulce en nuestra dieta y, al indagar en el azucarado repertorio, sobresale la variedad de frutas en almíbar que, por siglos, han encantado a los paladares de este territorio. Sin embargo, desde hace algunas décadas, parecen relegadas a un segundo plano y son otros los placeres golosos que seducen a las nuevas generaciones.
Sólo en Navidad podemos estar seguros de que nos ofrecerán un dulce de lechosa como parte del menú. ¿Por qué? ¿Por qué no sorprendernos a media tarde, o al final de una comida, con un dulce de cabello de ángel o de merey en almíbar? ¿Por qué no rescatar y conservar una tradición gastronómica que corre el riesgo de diluirse en la memoria como el azúcar en el agua?
Manos femeninas
En el complejo proceso de mestizaje de nuestra historia cultural, ingresaron a nuestro patrimonio culinario todo tipo de tortas, bizcochos, conservas, jaleas, golosinas, confites y dulces, cuya elaboración era asunto de mujeres.
Dentro de esta tradición dulcera, fue una constante la presencia de frutas en almíbar. Manzanas, peras, albaricoques, higos, duraznos, ciruelas; lechosas, hicacos, parchitas, guayabas, piñas, guanábanas. Procedentes de lejanas tierras o encontradas en el Nuevo Mundo, las frutas cocidas en agua almibarada, con papelón o con azúcar, se transformaban en exquisiteces que llegaban a los salones como celebrados epílogos de almuerzos y cenas, o como convidados de postín en vistosas mesas de merienda.
Era costumbre que las féminas venezolanas prepararan dulces para su disfrute o para ofrecerlos como parte del rito de las visitas sociales, pero también los hacían para vender, encontrando en esta práctica una forma digna de ayudarse económicamente.
Desde mediados del siglo pasado, los centros urbanos experimentaron notables transformaciones que se extenderían luego al resto de la sociedad venezolana. La llegada de inmigrantes que portaban otras formas de comer en el equipaje, y la incorporación de la mujer al mercado laboral, fueron factores que incidieron en los patrones alimentarios.
Los oficios del hogar dejaron de ser el centro de la actividad para una gran parte de la población femenina y dedicarle tiempo y paciencia a confitar frutas para complacer antojos se percibía como una tarea laboriosa que fue haciéndose cada vez menos recurrente.
Es comprensible entonces que la elaboración de postres criollos quedara confinada a ocasiones especiales, a ventas ambulantes, principalmente en el interior del país y a modestos negocios, caseros y familiares, que se sostenían con la preparación y comercialización de dulces a pequeña escala.
La aparición en el mercado de golosinas y confites de procedencia extranjera, fácil adquisición y costo asequible, fomentó además la competencia desigual. Expresiones autóctonas de nuestra culinaria fueron perdiendo gradualmente su lugar en nuestras mesas, su registro en el paladar y en la memoria.
En ese contexto, despunta como ejemplo de resistencia el caso de las dulceras de San Juan Bautista en el estado Nueva Esparta. Un pueblo pintoresco, de pocas calles y mucha calma, alberga una tradición gastronómica que se niega a desaparecer. Cual guardianas anónimas de una herencia centenaria, algunas de sus habitantes colocan frente a las puertas de la casa una mesa con muchos envases de plástico que contienen dulces de mamey, pomagás, dátiles, cerecita, lechosa, hicaco, piña con cabello de ángel, mango, y pare usted de contar.
Uno mejor que otro. Suculentos, generosos y con el punto justo de azúcar o papelón, se ofertan, con sencillez y sin alharacas, a los privilegiados que se internan por las entrañas de la isla en busca de estos tesoros comestibles, pruebas incontestables de la maestría para hacer dulces, a la manera de Margarita.
Los dulces de Nina
Los desarrollos modernizadores que se produjeron en Venezuela durante el siglo XX alcanzaron –obviamente- al sector de alimentos. Productos industrializados, importados o hechos en el país, llegaron a los anaqueles para hacer la vida más fácil a los consumidores y particularmente a las amas de casa, cuyas rutinas sufrían cambios importantes derivados de la agitación de la vida moderna.
A principios de los años sesenta, José Santiago Rodríguez y su esposa Trina de Rodríguez, conocida como Nina, hacían dulces de lechosa y de higos para la venta. Pocos años después, el modesto negocio fue adquirido por Howard Winston y Willi Schmiederles quienes en 1964 fundaron Alimentos Nina, industria de alimentos procesados que se mantiene activa hasta ahora. El portafolio de productos que ofrecen al consumidor ha crecido y, a los ya mencionados, se han incorporado los dulces de toronjas, duraznos y cascos de guayaba, además de otros rubros.
En más de una ocasión, hemos estado sentados ante una mesa donde se ofrecen frutas en almíbar servidas en una elegante dulcera de cristal. Al preguntar quién hizo el dulce, la anfitriona responde con picardía: “Pues Nina, ¿quién más?….”
No podemos negar que es un hecho positivo la existencia de industrias que comercialicen estos manjares, sin embargo ello no favorece la práctica de preparar nuestros propios dulces con las bondades que conllevan las elaboraciones artesanales y, sobre todo, caseras.
Costumbres gastronómicas familiares, recetas, secretos que se transmitían de madres a hijas podrían extraviarse en la conveniencia del progreso. Como bien reflexiona Felipe Fernández-Armesto en su Historia de la comida (Barcelona, 2004), “En lugar de ser un vínculo, las comidas se están convirtiendo en una barrera. La ‘comodidad’ disfruta de una mayor prioridad que la civilización, el placer o la nutrición.”
Epílogo con su punto de azúcar
Aunque son muchos los factores que atentan contra la conservación de nuestro patrimonio gastronómico -dentro del cual ocupan papel protagónico nuestras frutas en almíbar- también hay signos auspiciosos que auguran un dulce futuro en este ámbito.
El interés por nuestra gastronomía dio un giro inesperado y determinante durante los años ochenta con la primera edición del Libro Rojo de Scannone, la creación de la Academia Venezolana de Gastronomía, la fundación del Centro de Estudios Gastronómicos CEGA y la publicación de la Historia de la Alimentación en Venezuela (Caracas, 1988) escrita por el historiador José Rafael Lovera. La mirada hacia nuestra cocina, la toma de conciencia de la necesidad de rescatarla, preservarla, documentarla, aprenderla y difundirla, sin duda alguna, ha dado beneficios.
Desde hace algún tiempo, nuestra literatura culinaria vive momentos de esplendor y, como consecuencia de ello, se han publicado numerosos recetarios nacionales y regionales que recopilan las formulas de estos platillos. Por citar un ejemplo, mencionemos el libro Cocina tachirense de Leonor Peña, (San Cristóbal, 2011) cuyo extenso capítulo de postres incluye más de veinte preparaciones de dulces de frutas en almíbar.
También es pertinente señalar que el acceso a la información, a través de medios digitales como Internet, favorece la posibilidad de ubicar coordenadas para conocer y preparar dulcería criolla, contribuyendo de esta manera a la conservación de nuestras tradiciones en el plato.
En los tiempos que corren, las mesas públicas honran la culinaria del país y una pléyade de cocineros profesionales no sólo incorporan opciones venezolanas a las cartas de sus restaurantes, sino que trabajan con entusiasmo y respeto el repertorio criollo. En este movimiento a favor de promover nuestra identidad en la mesa, nuestras frutas en almíbar saltan a la palestra. En más de una oportunidad, hemos sido halagados –y también sorprendidos- con un dulce de piña o de merey ejecutado por prestigiosos chefs del patio y servido con orgullo en comedores de mantel largo.
Más temprano que tarde cabría esperar que el aroma embriagador de la guayaba o los algodones perfumados de la guanábana, nos sirvan de estímulo para preparar estos manjares y ofrendar a nuestros seres queridos con dulces venezolanos, generosos en sabores y en significados, expresiones genuinas de esta Tierra de Gracia.
La voz de los que cocinan
“Crecí con los perfumes de las frutas puestas al fuego y bañadas en almíbar. Aprendí de forma cotidiana las transparencias de la guayaba en delicada, las texturas de los mangos convertidos en jalea y el secreto batido de las claras escogidas para los postres. Disfruto la belleza del cabello de ángel como disfruto la permanencia de la infancia en la memoria” María Fernanda Di Giacobbe
“Este país le da poco valor a sus tradiciones. Si de buenas a primeras nos metemos a moleculares, ponemos la torta. Hay que hacer primero decenas de aliados y coquitos, como lo hacían las abuelas, antes de agarrar el sifón” Wendoly López
“El restaurador no le da valor al postre como debería. Por eso la oferta termina siendo repetitiva, aburrida. He estado en sitios buenísimos hasta que llega el postre. En ese momento, de golpe, te ves en otro restaurante” Pascal Chérancé
“La gente quiere comer, y bien. Los restaurantes que venden asombro están llenos, pero a esos se va una sola vez. A diario lo que uno agradece es que lo emocionen con cosas ricas. El ‘hit’ está en lograr llevar a la gente p’atrás, hacia el recuerdo” Mercedes Oropeza
(Los textos de cocineros aquí citados son de Nuestra cocina a la manera de Caracas, Sasha Correa, Ivanova Decán Gambús, Caracas, 2013)