Ciencia

Beauperthuy, Cumaná, el Canal de Panamá y las paradojas de la historia

El próximo mes de agosto se cumplirá un nuevo aniversario del natalicio del ilustre Dr. Luis Daniel Beauperthuy: médico y científico de origen francés, nacido a tan solo 600 kilómetros de las costas venezolanas, en el archipiélago de Guadalupe.

Beauperthuy
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El nombre Luis Daniel Beauperthuy recuerdo haberlo escuchado desde muy temprano en mi infancia, cuando oía a mi papá decir que había sido este célebre médico guadalupeño, nacido en la ultramar francesa, quien había descubierto que el agente transmisor de la fiebre amarilla era un mosquito.

Logré saber así -de la mano de mi progenitor y en un tiempo en el que todavía no existía el sabelotodo Google- que Beauperthuy se había graduado de médico en la prestigiosa Facultad de Medicina de París, en 1837; y que cuatro años más tarde, había decidido fijar su residencia en Cumaná, en el oriente de Venezuela.

Vocación de servicio

De todo esto fui informado gracias a que mi papá era médico especialista en virología, además de un formidable “cazador de microbios”, como lo distinguiere, en alguna ocasión, el Dr. Irán Rodríguez, en una semblanza que gentilmente escribió este
renombrado galeno venezolano sobre mi viejo.

Sin embargo, para la época en que se desarrollaban estas tertulias, mi papá era ya un profesor jubilado de la Cátedra de Microbiología de la Universidad Central de Venezuela.

Por eso, cada vez que me hablaba sobre virus, científicos y descubrimientos, no dejaba yo de pensar cuánto debía extrañar él a sus alumnos de la Escuela Vargas.

Según mi papá, Beauperthuy había hecho de Venezuela su propia patria, y su grandeza no se la debía a ningún reputado hospital o puesto político que lo hiciera visible, sino a su propio esfuerzo, a sus innovadores aportes científicos y a una invariable vocación de servir en donde más lo necesitaban.

Beauperthuy

Precursor no reconocido

Pero también recuerdo cómo entre sus relatos sobre este célebre médico antillano, había un momento en el que la voz de mi papá cambiaba de tono y comenzaba a oírse un poco más agitada: era justamente cuando llegaba el momento de contarme cómo fue que los hallazgos de Beauperthuy sobre la trasmisión de la fiebre amarilla, habían sido ignorados por buena parte de la comunidad científica internacional; y cómo todos los honores y reconocimientos en ese sentido, habían recaído, finalmente, sobre el médico cubano Carlos Finlay.

Nada podía ser más injusto, porque los descubrimientos de Beauperthuy sobre la trasmisión de la fiebre amarilla, habían sido publicados en la Gaceta Médica de Cumaná, en 1854, mientras que Finlay no dio a conocer sus estudios, sino hasta 1881.

Ahora bien, por esas cosas que nos tiene reservado el destino, de adulto me tocó mudarme a la Ciudad de Panamá, en cuyo casco antiguo se rinde un homenaje -precisamente- al Dr. Finlay, a través de un monumento histórico que reposa en la Plaza de Francia, y sobre el cual se encuentra grabada la siguiente inscripción:

“El descubrimiento de la trasmisión del germen de la fiebre amarilla por el Dr. Carlos J. Finlay en 1881, no solo marca una época en la historia científica del mundo, sino que es de especial significación para Panamá.

Sin este descubrimiento que hizo posible el saneamiento de las zonas tropicales, la gran obra del canal de Panamá no habría podido hacerse sin ingente sacrificio de vidas. El pueblo y Gobierno de Panamá agradecidos del ilustre sabio cubano perpetúan su recuerdo”.

El mérito Finlay

La estatua forma parte del Conjunto Monumental de las Bóvedas: uno de mis lugares preferidos de la ciudad, no solo por su especial belleza y por el ambiente colonial que lo rodea, sino porque cada vez que me paro frente al retrato en relieve del Dr. Finlay, vuelven a mi memoria aquellas inolvidables conversaciones con mi padre.

Beauperthuy y el canal de Panamá
El Canal de Panamá, un legado de la ingeniería y la ciencia médica

No puedo culpar a los panameños por rendirle un merecido homenaje al Dr. Finlay, aunque parte de la inscripción de su monumento no sea del todo correcta. El descubrimiento de la trasmisión del germen de la fiebre amarilla la hizo Luis Daniel Beauperthuy, en la ciudad de Cumaná, en 1854.

Pero, indudablemente, y como bien se dice en el epígrafe del monumento a Finlay, fueron los trabajos del médico cubano -y no los de Beauperthuy- los que guiaron al doctor norteamericano Wiliam Gorgas, en las labores para la erradicación de muchas enfermedades en el istmo; y los que posibilitaron también que los Estados Unidos de América lograse construir el Canal de Panamá.

Lo que sí no deja de ser sorprendente, es cómo los franceses pudieron ignorar los trabajos de Beauperthuy, cuando intentaron -sin éxito- construir la vía interoceánica, 20 años antes a que lo hicieran los gringos.

Zancudos contra el Canal

En efecto, resulta paradójico, por decir lo menos, que entre las principales causas del fracaso de los franceses, hayan estado, precisamente, la fiebre amarilla y la malaria, cuando casi tres décadas antes al inicio de las obras y en una localidad tan cercana como Cumaná, su propio compatriota Beauperthuy había encontrado ya la causa del problema.

A pesar de ello, los franceses se enfrascaron en la falsa creencia de que las personas se contagiaban a través del aire contaminado o por la suciedad. Y por eso, jamás lograron controlar las epidemias, ni mucho menos evitar que tanto la fiebre amarilla como la malaria, matasen a unos 22.000 trabajadores.

Por cierto, algunas de las muertes más emblemáticas tuvieron lugar en la familia de otro ilustre francés de nombre Jules Dingler, quien había sido nombrado, ni más ni menos, como el ingeniero en jefe para todas las obras del canal, entre los años 1883 y 1885. Jules perdió a su esposa, a sus dos hijos y al prometido de su hija, en apenas dos años, a causa
de la fiebre amarilla, a pesar de que antes había dicho que únicamente los borrachos y los libertinos morían a causa de esta enfermedad.

Zancudos como el aedes aegypti son los animales más letales para la especia humana. Foto PAHO

Dingler, como la mayoría de los franceses, se confió en las falsas teorías que afirmaban que el contagio se producía mediante las aguas negras o los cadáveres putrefactos; y no a través de un zancudo, como lo había afirmado con meridiana claridad Beauperthuy, desde la Primogénita de América.

Criaderos en hospitales

El precio pagado por los franceses fue considerable, porque al mismo tiempo que Dingler partía hacía Francia, dejando a toda su familia enterrada en Panamá, sus compatriotas fracasaban en la tarea de construir la obra de ingeniería más ambiciosa de la época.

Y lo más paradójico de todo esto, es que -según cuenta David McCullough, en su libro: “Un camino entre dos mares”- mientras que la gente moría de mengua en Panamá, como consecuencia de la fiebre amarilla y de la malaria, miles de platos de barro repletos de agua, rodeaban los hermosos jardines de los hospitales, para proteger a las flores de las
hormigas.

Fue así como los franceses, no solo no pudieron erradicar las enfermedades que mataban a sus trabajadores, sino que le proporcionaron a los mosquitos el hábitat perfecto para que se siguieran reproduciendo, ignorando por completo las advertencias que había formulado el médico guadalupense.

Otro merecido homenaje

Jamás sabremos lo que habría sucedido si los franceses hubiesen conocido y tomado en cuenta las investigaciones de Beauperthuy: quizá el Canal habría sido construido por ellos y no por los norteamericanos; o tal vez la estatua que hoy se exhibiría en la Plaza de Francia de Panamá, sería la de Beauperthuy y no la de Finlay.

Poco antes de morir, mi papá vino a visitarme al Istmo. Y, desde luego, lo llevé al casco antiguo para intentar tomarle una foto al lado del monumento de Carlos Finlay. Quería guardar ese recuerdo conmigo, como un pequeño homenaje a quien desde el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas y la Universidad Central de Venezuela, hizo
un modesto aporte a la microbiología de Venezuela.

Sin embargo, al aproximarnos a la plaza, bajo un sol incandescente y un calor sofocante, papá me pidió entonces que solo mirásemos el monumento desde el carro. Jamás sabré si su rechazo a la foto que quería tomarle, se debió a los 88 años que ya tenía a cuestas, o si ese fue su último tributo a Luis Daniel Beauperthuy.

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