Crónica

Dormir en la calle: nuevo perfil del inmigrante venezolano en España

La desesperación a veces impulsa a tomar decisiones apresuradas. Quienes huyen de un país en caos se encuentran con una dura realidad al otro lado del Atlántico. No es una situación generalizada, pero hay quienes han dormido en la calle o en albergues. El perfil de los que migran de Venezuela ya no es el mismo de hace cinco o dos años

Montaje fotográfico: Víctor Amaya
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En su propio país se sienten asfixiados por la inflación, la escasez, la inseguridad, la falta de oportunidades, la persecución política. Piensan en salir, huir del oprobio. Consideran España como opción de renovación. Alguien les dijo que podían conseguir los papeles con facilidad o que, pese a la falta de documentos de residencia, vivirían mejor que en Venezuela. A diferencia de los inmigrantes del pasado, esos que tuvieron arcas rebosantes cuando Cadivi aún existía, o aquellos que aprovecharon cambiar sus bolívares por dólares antes que se disparara a 3 mil, llegan con unos pocos euros, pero ricos en delirios. Si logran pasar por el aeropuerto de Barajas sin suscitar sospechas, se instalan. Pero las cosas no son como pensaban. La vida no es tan rosa como dice una canción. Al contrario, las adversidades y escollos saltan por doquier: es difícil conseguir trabajo, el dinero se acaba y las perspectivas son poco alentadoras. Pasan de vivir en un terreno conocido a dar pasos dudosos. El alma en vilo en un lugar extraño y sin comodidades.
Si bien no es común, a veces la intemperie, la calle y el frío como abrigo son las nuevas opciones. Los casos no abundan, pero es cierto que ha habido venezolanos en situación de indigencia en España. Lo que hace suponer que está cambiando el perfil del criollo preparado, título en mano y con divisas en los bolsillos, al menos para sufragar el cambio mientras se orza el rumbo del porvenir. La prensa castellana algo comenta y las historias del naufragio migratorio empiezan a escucharse. Como la de Carlos González Hoyo. Él vivió el vagabundeo en primera persona.
En noviembre de 2015, 10 meses después de haber llegado a Madrid, Carlos durmió durante tres días en la Puerta del Sol, entre el paso de los turistas, los espectáculos callejeros, los ruidos y movimientos de esta concurrida plaza del centro de la ciudad. Solo llevaba la ropa que tenía puesta. Antes de eso, se hospedaba en un apartamento compartido. Tras tener un desacuerdo con quienes vivían con él, salió de su casa y después no lo dejaron entrar. No pudo recuperar sus cosas, pese a que hizo la denuncia. Perdió todo lo que tenía y no contaba con dinero ni teléfono para avisarle a sus conocidos. “Finalmente, me vio un amigo que pasaba por allí y me quedé en su casa”, recuerda, mientras se toma un descanso en su trabajo como mesonero en un bar.
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Para Alberto Pérez Levy, presidente de la Asociación Civil Venezolanos en España y representante de Voluntad Popular, esos casos de exclusión social, de gente que tiene que dormir en las aceras, son muy puntuales. De todos modos, dan cuenta de una transformación en el perfil de quienes están migrando últimamente. “Antes venía mucha gente con doble nacionalidad, con visa de estudiante o casados con españoles. Tenían sus papeles en regla y un alto nivel educativo. Pero desde hace dos años, están llegando personas sin papeles y, en algunos casos, sin profesión. Muchas veces se trata de gente humilde que se gasta todo su dinero en un pasaje y que llega aquí sin nada”, señala.
El abogado José Antonio Carrero Araujo, que tiene cuatro años de ejercicio en España, agrega que quienes llegaban a España entre 2000 y 2005 aprovecharon el tiempo de bonanza e invirtieron y ganaron mucho dinero. Pero ahora la situación es distinta: los nuevos llegan con pocos ahorros, desesperados por abandonar un país que no ofrece seguridad ni calidad de vida. Por eso, se mantienen firmes en su decisión. A Carlos González Hoyo, por ejemplo, le afectó mucho quedarse solo en una plaza en pleno otoño, pero no mira hacia atrás: “Nunca me he arrepentido de haberme venido. Mis pensamientos están en Venezuela, sobre todo por mi mamá, pero yo no vuelvo sino dentro de 5 o 10 años”.
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Al borde de la mendicidad
Hay otros ejemplos más extremos, de los que se saben pocos detalles. Hace un par de meses, un hombre, cubierto con una cobija anaranjada, dormía en una calle de La Castellana, una exclusiva zona de Madrid. En la foto que circuló por las redes sociales se veía una caja de cartón a su lado con unas fotografías. Manuel Rodríguez, secretario general de La Causa R e integrante de la plataforma Ayuda Venezuela, lo encontró y supo que era venezolano porque vio su cédula de identidad. “Yo creo que tenía algún problema de drogas o alcohol, porque no hablaba y estaba un poco agresivo. Sabes que la calle saca lo peor de la gente”, cuenta. Y agrega que lo llevó a un albergue y después le perdió la pista.
En Barcelona también se reportó un caso a mediados de 2016. Un venezolano tenía, en ese momento, más de un año durmiendo en cajeros automáticos. Adriana Rubial, representante de SOS Venezuela en esa ciudad, supo la historia a través de una de las colaboradoras de la agrupación, que estuvo tratando de ayudarlo. Últimamente no ha tenido más noticias de él.
También están quienes han encontrado una cama en un centro de acogida. El Servicio Social de Atención Municipal a las Emergencias Sociales —mejor conocido como Samur Social— cuenta con ocho centros para personas sin hogar, del total de 54 alojamientos públicos y privados que, de acuerdo con datos de 2014 del Instituto Nacional de Estadística de España, existen en la Comunidad Autónoma de Madrid. Rodríguez, que además es colaborador de estos albergues, llevó allí a una venezolana que se acercó a una de las sucursales de Arepa Olé a pedir algo de comer para ella y sus dos bebés.
Le contó que se había quedado sin techo y sin capital. Se estaba alojando en un hostal, en el que pagaba 20 euros la noche, y una abogada venezolana le ofreció, por 400 euros, hacer el trámite para que obtuviera su estancia legal en España. Los pagó y no supo más de quien le hizo la promesa. Llamaba y no contestaba. Cuando al fin recibió contestación, le dieron una información falsa: que si denunciaba la estafa, la deportaban. Como ya no tenía suficiente para pagar la estadía, la botaron del hostal y andaba por la calle con sus hijos. Rodríguez dice que, como ella, hay alrededor de 15 venezolanos que están durmiendo en albergues, en esas literas dispuestas en salones amplios, sin privacidad.
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Hay otros venezolanos que, aunque pueden conseguir un sitio para vivir, se ven obligados a buscar comida donada en iglesias o instituciones. Rubial escucha constantemente de venezolanos que piden ropa de invierno porque no vienen preparados para el frío: “Tengo 10 años en Barcelona, y la verdad es que esto no se veía. Sí venía gente y la ayudábamos, pero esto no lo habíamos vivido”. Pese a ese panorama, al que se suma una tasa de desempleo en España de 18,91% —que se registró en el tercer trimestre de 2016—, cada vez son más: de acuerdo con el INE, en 2015 llegaron 17.224 venezolanos a territorio español, mientras que en 2014 esta cifra fue de 11.135.
De perseguido a refugiado
En ocasiones no hay tiempo para planificar, ahorrar o despedirse. Así le pasó a L., un joven venezolano que prefiere mantenerse en el anonimato. En Venezuela militaba activamente en un partido de la oposición, y por eso el Gobierno empezó a perseguirlo. Se queda en silencio. Prefiere no dar muchos detalles sobre las razones de su partida. Pero lo cierto es que a finales de 2015 llegó a España con 300 euros.
Se quedó en casa de una amiga por un tiempo, pero el dueño del apartamento no aceptó que se alojara allí más días sin pagar. Como ya había solicitado el asilo, pidió ayuda en un Centro de Acogida a Refugiados a cargo del Estado. Durmió allí durante tres meses. “No tengo ninguna queja. El problema es que uno no está acostumbrado. Lo bueno es que éramos dos personas en la habitación y que el otro muchacho también era venezolano. Ahí hay seguridad, te ayudan, te dan comida y atención médica, están los trabajadores sociales. No la pasé mal. Pero sí sé de un venezolano que estuvo en un refugio que llevaba una ONG y era más rudo. Me dijo que estuvo bien porque no durmió en la calle, pero que la convivencia era difícil. Había que adaptarse a estar con varias personas de distintas nacionalidades”, cuenta.
Quienes solicitan asilo —596 venezolanos lo hicieron en 2015, mientras que el año anterior fueron 124— pueden quedarse en estos centros durante seis meses. También es posible pedir una prórroga. L. no tuvo que hacerlo. Ya cuenta con el permiso de trabajo que se ofrece mientras deciden su caso, y vive en una habitación. “Si hace un año y un mes me hubiesen preguntado dónde quería estar próximamente, quizás hubiera dicho que en la playa, no sé. Nunca pasó por mi cabeza que tendría que irme de Venezuela. Esos primeros seis meses fueron muy difíciles, pero tengo seguridad personal, no me siento perseguido. Vivo sin miedo. Pero estoy lejos de mi familia, y hasta que no me den respuesta, no puedo salir de España”.
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Estudiantes sin dinero
Se trata de un drama ya conocido: el Gobierno no permite el uso de divisas para estudios en el extranjero. En septiembre de 2016, la Asamblea Nacional aprobó un acuerdo para declarar la emergencia migratoria de jubilados, pensionados y estudiantes en el exterior; es decir, un total de 37.000 personas. De ellos, 25.000 salieron del país para completar sus estudios, pero muchos han tenido que dormir en la calle.
Leonardo Hernández, uno de los coordinadores en España de Estudiantes Venezolanos en el Exterior, señala que el problema grave empezó en 2014. Como consecuencia, algunos han tenido que quedarse en centros de acogida o en el Metro. También son muchos los que buscan alimentos en las iglesias e instituciones de servicios sociales: “Son casos temporales y la solidaridad parece minimizar la gravedad, pero la crisis está allí, no importa si deben permanecer en la calle una noche o veinte. La causa de todo esto es un aparato represor. En dos años uno se busca la vida, pero no estamos hablando de la capacidad de salir adelante, sino de una situación absolutamente violatoria de los derechos”.
Los nombres se multiplican, las metas se frustran o congelan con los grados bajo cero del invierno. El sueño de partir por mejor calidad de vida se hunde en un atolladero de adversidad. ¿Quién dijo que era fácil emigrar? La ironía es otra: quienes se perdían en la apacible quimera de pasearse entre avenidas y parques libres del ojo inclemente de la violencia, encontraron hoy las camas tristes donde resuellan la ilusión de ser alguna vez feliz.
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