Íconos

David Bowie y los nombres de su historia

Cincuenta años en el negocio musical lo relacionaron con un sin fin de músicos y productores que podrán decir, siempre, que trabajaron con David Bowie, el camaleónico inglés, el duque blanco, el extravagante e innovador creador, el incansable que le dio a su propia muerte, ocurrida hace un año, una representación artística, con música e imagen, para decir adiós sin llorar

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David Bowie le huía a las etiquetas, a la vez que se aprovechaba de ellas. Por eso se cambiaba el nombre, por eso asumía identidades mutantes, por eso experimentaba con los sonidos, por eso hablaba y luego se desdecía. Su vida es un recorrido por biografías propias y ajenas, todas en plural; por una reunión de nombres y relaciones que lo convirtieron en un influenciador global; y experimentos artísticos.

La historia de David Bowie, que nació sin serlo, es la de 50 años de música. Su cierre, un testimonio de creatividad, de ponerle música a las lágrimas, de ilustrar la partida de quien fue Bowie sin serlo, porque su nombre real era David Jones desde que nació el 8 de enero de 1947. Luego fue David Bowie, Ziggy Stardust, Mayor Tom, Starman, Aladdin Sane, Tao Jones, Halloween Jack, John Merrick y Think White Duke… hasta ser Lazarus, su última identidad, la que asumió para despedirse, para decirle adiós al mundo que solo comprendió ese mensaje luego de su último respiro.

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La historia de David Bowie cerró luego de una vida de provocaciones, de androginia, de mitos y leyendas, como su pretendida bisexualidad declarada a la revista Melody Maker en enero de 1972 cuando comenzaba a promocionar a su Ziggy Stardust, un alienígena andrógino símbolo del rock glitter, del rock glam. Luego en 1976, le dijo a Playboy que «es cierto, soy bisexual, pero no puedo negar que he utilizado este hecho muy bien. Supongo que es lo mejor que me ha pasado». A su lista de amoríos se sumaban Elizabeth Taylor, Bianca Jagger, Marianne Faithfull, Susan Sarandon y hasta alguna revolcada con Mick Jagger. Pero en 1983, confesó a Rolling Stone que lo de ser bisexual se lo había inventado para conseguir rodearse de un mayor misterio y habló sobre cómo fue siempre «un heterosexual en el armario». Ser transgresor ayudaba a las ventas.

Pero también es una vida que terminó dejando nombres regados. Sus primeros discos, los de su padre en realidad, fueron de Frankie Lymon and the Teenagers, The Platters, Fats Domino, Elvis Presley y Little Richard, a quien calificó como «Dios» la primera vez que escuchó la emblemática «Tutti-Frutti». Por su primo, conoció el jazz moderno, el de John Coltrane y Charles Mingus. En la escuela compartió con Peter Frampton, quien luego aportaría su guitarra en varios conciertos y se referiría a él como «mentor». Con una de sus primeras bandas, The Manish Boys, grabó «I Pity the Fool», una canción sin relevancia -como tantas otras que publicó en sus primeros años- pero en la cual se asoma la guitarra de quien luego se convertiría también en leyenda: Jimmy Page.

Tras cambiar su apellido a Bowie en 1966, en honor a un fabricante de cuchillos y para huir de conexiones con Davy Jones, el vocalista de The Monkees, publicó «Space Oddity», su primer himno, su primer éxito, donde los teclados fueron aportados por Rick Wakeman, futuro imprescindible en Yes —que volvió a tocar con él en el álbum Hunky Dory. Buscando el éxito, Bowie reclutó a Visconti, al guitarrista Mick Ronson, al bajista Trevor Bolder —quien pasaría a Uriah Heep— y al baterista «Woody» Woodmansey.

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Con ellos grabó The Man Who Sold The World y Hunky Dory, que pasaron por debajo de la mesa pero servirían de preludio al emblemático The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars, en 1972. Sería ese el primero en una racha envidiable de discos publicados a una velocidad impensable hasta 1977, y llenos de variedad e innovación como las que solo mostraban los Beatles. Así llegaron Aladdin Sane, Diamond Dogs, Young Americans, Station to Station y la trilogía de Berlín: Low, Heroes y Lodger. Además, hizo dos discos con Iggy Pop —The Idiot y Lust for Life— y hasta llegó al número 1 inglés con el insolvente Pin Ups. El nombre de su mujer en 1973, Angela Barnett, se convirtió en canción de los Rolling Stones, «Angie».

Cuando le dijo adiós a su banda, Mick Ronson fue sustituido por Earl Slick —que fue a trabajar con John Lennon y Yoko Ono— y luego por Carlos Alomar, quien coescribió con Bowie su primer éxito en Estados Unidos, «Fame», junto a John Lennon; y venía de integrar la banda habitual del Teatro Apollo de Harlem donde fue relevado por Nile Rogers —después fundador de Chic y colaborador de Daft Punk.

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En el disco Young Americans también intervino Luther Vandross, y en Diamond Dogs participó el bajista de Lou Reed, Herbie Flowers, responsable de la línea de bajo de «Walk on the wild side» —que Bowie produjo. En Station to Station tocó Roy Bittan, tecladista de Bruce Springsteen, tomando el lugar de Mike Garson, luego integrante de Smashng Pumpkins. En la trilogía de Berlín se incorporó el sonido de Brian Eno, y la canción «Heroes» contó con la guitarra de Robert Fripp, fundador de King Crimson, mientras que Adrian Belew, de Fran Zappa, puso la suya en Lodger.

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El último suspiro de la época «clásica» de Bowie, el disco Scary Monsters, tuvo entre sus participantes a Pete Townsend, fundador de The Who —un sueño para el duque blanco quien se había inspirado en ellos cuando tocaba con Lower Third, una de sus primeras bandas.

A comienzos de los años 80, cuando dejó la música para perseguir la actuación, David Bowie creó «Under Pressure», junto a Freddie Mercury, y grabó el coro de otra pieza de Queen que nunca se publicaría oficialmente, «Cool Cat». También grabó la innovadora «Cat People» con el genio de la electrónica alemana Giorgio Moroder. Además, en 1982, habiendo dejado la disquera RCA —que compartía con otro nacido el 8 de enero, Elvis Presley—, Bowie le pidió a Nile Rogers hacerle un hit, música para vender. Entonces, incorporando a un novato Steve Ray Vaughan, publica «Let’s Dance», su mayor éxito comercial. Además en 1985 se juntó con otros dos hombres: con Pat Menehy grabó «This is not America» y con Mick Jagger firmó -y bailó- «Dancing in the street».

En los años 90, Rodgers y Ronson volvieron para Black Tie White; y con Lenny Kravitz produjo el bello pero nada comercial The Buddha of Suburbia. Su suerte volvería al reencontrarse con Visconti y hacer Heathen, junto a Pete Townshend y Dave Grohl —Nirvava, Foo Fighters—, y Reality. En 2004, una gira interrumpida por motivos de salud sería su última y el comienzo de un sabático que duraría 10 años, con apenas invitaciones de Arcade Fire y David Gilmour —Pink Floyd—, hasta llegar al The Next Day de 2013 y a Blackstar, su corolario, su adiós, con dos discos considerados entre los mejores de sus 25 publicados.

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David Bowie se reinventó siempre, a él y al rock. Pasó de las lentejuelas a la sobriedad, de la extravagancia a la seriedad, siempre camaleónico, siempre reeditando. Del glam al rock puro. Del rock puro al pop. Del pop al baile. Del baile a las guitarras. De las guitarras a las nostalgias. De las nostalgias a las despedidas. De las despedidas al futuro.

Tres días antes de su muerte, el día de su cumpleaños 69, publicó su último disco, , escrito Blackstar pero identificado tan solo con esa figura. Un álbum anunciado por sorpresa a finales de 2015 cuando anunció ese vigésimo quinto trabajo de siete canciones apenas con el sencillo que le da nombre. Ese mes de enero llegó «Lazarus», el último videoclip de su carrera, el que lo muestra vendado, frágil y en una cama de hospital. Sus primeras palabras, rotundas y cristalinas —»miren aquí arriba, estoy en el cielo, tengo cicatrices que no se pueden ver»— quedaron como una admisión evidente de su enfermedad, más que una línea sobre la mortalidad.

De esa cama de hospital se separa flotando, como traspasando el umbral al más allá, abandonando su propia agonía. Un testimonio valiente. Pero también un Bowie sin venda, vestido de negro, parado firme y hasta bailando, aunque no menos frágil, toma un lápiz y se pone a crear mientras el otro convulsiona y una calavera lo observa, como si la muerte vigilara los últimos instintos creativos del músico, antes de que entre caminando de espaldas a un ropero, cual ataúd.

«Su muerte no fue distinta a su vida, una obra de arte», dijo el productor Tony Visconti. «Él hizo Blackstar para nosotros, su regalo de despedida. Supe por años que esta sería la manera, pero igual no estaba preparado», dijo quien lo acompañó desde hace cuatro décadas. Viconti se había convertido en su confidente, al punto de ocultarle a sus propios hijos que aquel 8 de enero de 2013 Bowie lanzaría un nuevo sencillo para acabar con una década de silencio. Nadie sabía siquiera que estaba grabando disco, no se había filtrado ni un solo rumor sobre aquel The Next Day que se presentó con «Where Are We Now», la canción que lo devolvió a las grises calles de Berlín que vieron nacer su mítica trilogía.

El último Bowie, el de las vendas con botones, es uno que desafió su propio final. «Si nunca vuelvo a ver el verdor inglés», «estoy cayendo», canta en la canción «Dollar Days» de ese último trabajo en la cual la voz del músico se va haciendo débil hasta el silencio repitiendo «estoy tratando, estoy muriendo». Pero la música no calla, sino que conduce a la siguiente pieza, «I Can’t Everything Away», la que cierra el disco, llena de referencias autobiográficas. Una real canción final.

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