Perfil

Gisela Kozak se siente viva aunque sin acento en el porvenir

Es la mujer de aplomo, aunque abuchea el plomo. Sus armas, con las que critica la actualidad del país y con las que urde historia, son otras: las palabras. Es la escritora que soñó ser, echonerías. Gisela Kozak siempre ha sido fiel a sí misma porque “ser feliz es el único oficio que vale la pena”

Fotografía: Lisbeth Salas
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Si bien es cierto que imaginar cómo será de adulto un niño es un ejercicio arduo y esquivo, no menos lo es tratar de imaginar a ese niño que devino adulto. Es que tratar de intuir cuáles de esos rasgos, ideas, gestos y actitudes del adulto de hoy son vestigios del niño que fue, es un curioso ejercicio de imaginación.

Lo es mucho más cuando ese adulto confiesa no solo haber tenido una infancia cortísima, sino también haber atravesado con prisa los laberintos de la atolondrada juventud. Tal es el caso de Gisela Kozak Rovero, una escritora, profesora universitaria, activista por los derechos LGBT y asesora cultural, cuya opinión del país político podemos leer con frecuencia en los espacios de El Nacional, Tal Cual y Prodavinci, entre otros medios.

Volvamos al ejercicio inicial. Vislumbremos a esa niña que iba a la escuela y que, como todos los demás chamos, se imaginaba en un rol distinto cada vez que se asomaba por la ventana del porvenir: ingeniera, veterinaria, matemática, aviadora… “Mi infancia resultó corta y jamás fui joven”, advierte y retoma el cabo suelto: “pero la vida me dio a cambio el privilegio de tener una madurez plena, disfrutada con una hondura capaz de permitirme intuir la felicidad natural de la juventud”, afirma con absoluta convicción.

Fue una estudiante promedio, no demasiado aplicada aunque siempre de buen desempeño. De hecho, no es difícil imaginarla abstrayéndose en medio de una aburrida clase, en alguna de esas calurosas aulas a las que le tocó asistir, ocupada en sus propias inquietudes. Estudió en varios colegios hasta que se graduó de bachiller en el Liceo Independencia, ubicado en la parroquia Santa Rosalía, de Caracas, cuya edificación “se inundaba cuando llovía y se caldeaba cuando había mucho sol”, rememora.

Logró pasar la adolescencia como una chica más, de esas que fuman en el baño y es presa fácil de los dos arrebatos distintivos de la juventud: rebeldía y risa. Se diferenciaba, sin embargo, de las otras porque, secretamente, tenía prisa por dejar atrás esa etapa de su vida. Y no era un asunto consciente, era que dentro de esa muchacha, que procuraba el anonimato entre el montón, había una persona que se aburría de las conversaciones de su edad. En no pocas ocasiones, debía fingir placer por actividades que “debían” gustarle. Sí, fingió, con mayor o menor éxito, el rol de “parrandera y ‘musiquera’”.

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Saberse solo en medio de la multitud forja el carácter.

Ya en la universidad se sintió más a gusto con la información que comenzaba a recibir, con el ambiente que le rodeaba, con las inquietudes que florecían. De esa manera, y con nuevos entusiasmos, se graduó de licenciada en Letras en la Universidad Central de Venezuela. Luego obtendría el magíster en Literatura Latinoamericana y el doctorado en Letras, ambos en la Universidad Simón Bolívar. En tanto se adentraba en la vida de adulta, la iba sintiendo más cercana a ella, comenzando a hacerse visible la persona que terminaría siendo.

“Tenía demasiadas aspiraciones y muchos límites en mi juventud, lo cual me dotó de un realismo si se quiere descarnado y duro”, comenta esa Gisela Kozak cuya mirada vive en permanente concordancia con el timbre de su voz: aplomada, firme y sin demasiado espacio para el titubeo. De hecho, aún cuando la acompaña su sonrisa, su mirada mantiene esa inquietante sensación de no permitirse descuidos, de estar siempre atenta al mundo que le rodea.

Eso que buscaba esa muchacha que se aburría, pareció encontrarlo, al menos parcialmente, en el ambiente de la UCV, donde transcurre buena parte de su día a día actual, como profesora titular de la Escuela de Letras y de las Maestrías de Estudios Literarios y Gestión y Políticas Culturales. Desde allí ordena sus ideas para entender el país que padece como un destino, el cual, más que amarlo, lo considera entrañable e inevitable: “como una familia insoportable cuyo amor es el único que conocemos”. Y es que para ella, esta Venezuela de hoy “es la cárcel en la que vuelo y mi cordón umbilical con ella es la Universidad Central de Venezuela. Ese prodigio de modernidad, valores y maravillas entrampado en su historia de populismo de izquierdas”. Esa es una razón de suficiente peso para ser profesora universitaria, a pesar de todo.

Además de educadora de corazón y convicción, Gisela Kozak es una prolífica ensayista y narradora. Ha publicado los ensayos Rebelión en el Caribe Hispánico. Urbes e historias más allá de boom y la postmodernidad (1993), La catástrofe imaginaria (1998) y Venezuela, el país que siempre nace (2007). En narrativa su firma está estampada en el libro de cuentos Pecados de la capital y otras historias (2005), y las novelas Latidos de Caracas (2006), En rojo (2011) y Todas las lunas (2012). También ha obtenido importantes reconocimientos literarios: la Bienal de Narrativa “Alfredo Armas Alfonso” (1997) y el Premio Silvya Molloy al mejor ensayo académico sobre sexualidad y género 2009, otorgado por Latin America Studies Asociation.

De niña siempre le gustó leer y escribir. En la adolescencia se interesó por la historia y la política y, más tardíamente, comenzó a interesarse en la poesía. Y aunque proviene de una familia de clase media baja sin intereses intelectuales ni dinero, en su casa había una biblioteca, “atesorada por los buenos oficios maternos”, cuyo destino era pertenecerle —junto a una colección de discos que reunían a Agustín Lara y Pedro Infante con Beethoven y Bach.

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La que descubrió la pasión por la lectura en la biblioteca de su madre, considera la literatura como “la intuición más radical que tenemos de que el mundo puede ser distinto, de que somos humanos porque el lenguaje nos permite vivir a fondo, a pesar de los inevitables límites de nuestra existencia”.

Es por esto que siempre tiene en mente un proyecto de escritura, literario o ensayístico y, según confiesa, no puede dejar de pensar en ello hasta que lo termina. “Escriba absolutamente todos los días o no, no hay paz ni respiro hasta que lo termino”, agregando que, como siempre tiene un proyecto en mente, “la paz y el respiro son infrecuentes”.

Su más reciente publicación: Ni tan chéveres ni tan iguales, el cual es una indagación sobre Venezuela y los modelos de conducta más populares entre nosotros. Ya lo dijo Maitena: “La gente inteligente no se aburre, se angustia”.

Gisela lee poesía, cuento y ensayo, pero su género favorito es la novela. Luego de esa confesión, es inevitable caer en el tópico de preguntarle acerca de sus libros favoritos. Pero, con la firmeza que la caracteriza, elude la numeración y lleva el asunto a un terreno más amplio.

“Libros no, pasiones literarias”, advierte, para luego pasar a señalarlas: “la visión histórica de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar; la ironía y la verba criolla de Ifigenia, de Teresa de la Parra; la visión caribeña y latinoamericana de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; el espíritu carnavalesco y dickensiano de Sarah Waters en su novela lésbica El lustre de la perla; la compasión profunda a la hora de entender las razones del extravío amoroso de Querido Diego te abraza, Quiela de Elena Poniatowska; el humor y de la reflexión estética de El Quijote, de Cervantes; el sentido de la literatura como compromiso radical y sin concesiones de João Guimarães Rosa en Gran Sertón: Veredas; la locura como sabiduría del ilegible Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; la obra de Ana Teresa Torres; la aptitud para la novela de tema político de Leonardo Padura y William Vollmann; la indagación sobre la condición humana de Amos Oz; y el gancho para hacer literatura de gran público que tuvieron los grandes realistas europeos del siglo XIX”.

Es deber indagar entonces acerca de las razones de ese visible distanciamiento estilístico entre su novela En rojo, publicada en 2011, la cual resulta más cercana a la temática que suele abordar en su obra en general, y la novela Todas la lunas, publicada apenas un año después, de tono más fantástico y feliz. Ella señala que En Rojo pertenece a la Gisela más afincada en su mundo y en su país. Es decir, a la misma Gisela que se decantó por la crítica cultural y la política, el activismo por diversas causas —entre ellas los derechos civiles para las mujeres lesbianas— y el estudio de las políticas culturales; mientras que Todas las lunas, novela de aventuras en un espacio y tiempo donde no existe el Estado ni se conocen límites a la creatividad personal, el amor y el sexo, pertenece a la Gisela que hubiera querido vivir en otro universo sin cortapisas nacionales ni históricas.

Es la otra Gisela que de niña soñaba con ingeniera, veterinaria, matemática, aviadora…

Pero Gisela Kozak, la de ahora, vive felizmente en pareja. Su sentido de familia está integrado, además, por una madre que goza de perfecta salud, dos hermanas, dos sobrinas, un sobrino-nieto, dos tías, la familia de su pareja y dos gatos. Es la Gisela que cocina —se jacta de su asado negro, lomo de cerdo, chupes de gallina y camarón y de sus cremas de diversos vegetales. No podría vivir sin la música. A su edad, puede darse el lujo de convivir con sus dudas.

Es la misma que sabe que una mujer práctica no hubiese hecho un doctorado en Letras ni escribiría narrativa: “pero a cambio de tanta insensatez, vivo una vida plena de sentido en un país profundamente desgraciado y herido, un país que me ha dado tantas amarguras pero en donde nacieron o viven las personas que me importan: mi familia, amistades y  la pareja con la que he sido más feliz y que, para mi fortuna, comparte mi día a día”.

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No se plantea visiones de futuro, “más allá del quehacer diario, pues en esta Venezuela que me ha tocado, pensar en el provenir es doloroso”. Y aunque advierte que no es optimista, proclama con absoluta convicción una sentencia que podría ir labrada en su escudo de armas: “Estoy viva, muy viva”.

Esa chica que ya era adulta cuando aún paseaba por los pasillos de los liceos a los que asistió, que devino mujer, mezcla de Lisa con Bart Simpson, como una vez le dijeron, señala que, al margen del país y de la situación que le tocara vivir, ser feliz es el único oficio que vale la pena en esta o en cualquier vida. “Y si hay vino y no hay que hacer dieta, pues mejor”.

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