Íconos

Un tal Juan Rulfo

Nació hace cien años y marcó la historia de las letras latinoamericanas con su Pedro Páramo. Pionero de una manera de narrar, pilar de lo que luego construiría la narrativa macondiana de García Márquez, su obra está llena de paisajes y de poesía. Ahora se hace una lectura, con repaso y reposo, para valorar de nuevo esas líneas, sin más que la entrega a las sensaciones

Fotografía: Fundación Juan Rulfo
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JUAN RULFO
16 de mayo de 1917. Esta es la fecha natal del autor que escribió estas líneas. Cien años, pero no los de Cien años de soledad, sino los del autor de una novela magistral, brevísima, enigmática, compleja y perfectamente unitaria.
Hace cien años nació en Sayula, Jalisco, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno… Juan Rulfo, el autor de Pedro Páramo.
—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso.
¿Qué decir? No soy experto, sé pocas cosas de él. Pedro Páramo, eso sí, fue un hito fundamental en mis lecturas de juventud, y hoy día sigue estando presente en mi horizonte estilístico. Pero ciertamente no soy un conocedor de su obra.
En cuanto a al escritor, a su figura, siempre me hice a la idea de un hombre de silencios y tristezas, un hombre que nunca estaba por completo en ninguna parte, sino más bien dentro de él mismo.
Se ha dicho ya tanto de Juan Rulfo y de su obra. Yo acá, apenas hago algunos trazos, algunos dibujos. Dibujos como fotografías, atmósferas, instantes apenas de un hombre silencioso, y de novela igual de callada, calladamente poética.
piensa
—Hace calor aquí —dije.
—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
Juan Rulfo fue primero que García Márquez. Leer Pedro Páramo es entender que Cien años de soledad es hija de Rulfo, algo así como una versión light de su obra maestra. Con esto no quiero decir que me desagrade Cien años de soledad o que la considera poca cosa, todo lo contrario; sólo quiero expresar que Pedro Páramo es la novela. El mismo García Márquez llegó a decir: «Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía ni volvería a escribir nunca en mi vida».
Pedro Páramo fue publicada en 1955. Se sabe que fue escrita entre 1951 y 1953 gracias a dos becas consecutivas del Centro Mexicano de Escritores. Si se piensa en el boom como dimensión referencial, Pedro Páramo se dio a conocer a los lectores ocho años antes de Rayuela y doce antes de Cien años de soledad. García Márquez obtuvo el Nobel en 1982, Rulfo el Príncipe de Asturias en 1983. No sé decir si García Márquez corrió con mejor suerte, o si le tocó un momento de mayor auge editorial de la literatura latinoamericana, o si era más carismático o, en todo caso, si Cien años de soledad es una novela un tanto más potable que Pedro Páramo.
Juan Rulfo es unos de los merecidos padres de los grandes escritores latinoamericanos del llamado boom. Pero yo siento que, a la luz de hoy, su escritura, su estilo, su manera de entender la poesía de lo narrativo está más cercana a mí que Cien años de soledad o Rayuela. En un texto publicado recientemente en El País, Villoro habla de una renovada actualidad de Rulfo en los escritores contemporáneos de México —¿y por qué no de Latinoamérica? No sólo en el estilo, sino también en las representaciones de la realidad: allí, en Rulfo y en esos autores, dirá Villoro, están la violencia, el ultraje, la traición y el sentido gratuito de la muerte. Pienso en Venezuela, pienso nuestros tiranos de la mala hora, en la delincuencia desatada que siembra muerte a gusto, en el hambre que nos devora si fuese un desierto voraz, y no puedo menos que pensar en estas palabras de Villoro en relación a Rulfo. El infierno de Comala también está en Venezuela.
El camino subía y bajaba; «sube o baja según se va o viene. Para el que va, sube; para el que viene; baja».
Esa frase no se me olvida. Leí Pedro Páramo por primera vez hace muchos años, y esa frase se quedó conmigo. Recuerdo que la decía cada vez que me parecía que encajaba en alguna conversación. Aquello del camino que subía, que bajaba, que todo dependía no tanto de quien lo mirara sino de quien lo hacía. «Para el que va, sube; para el que viene; baja». La frase, decirla, me hacía sentir sabio, me hacía sentir, no sé, inteligente. Cosas de muchachos.
—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté.
Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
—¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó él.
Trajinaba, no paraba. Su padre murió cuando él tenía seis, su madre cuando tenía diez. Los huérfanos de algún modo, no tienen lugar en el mundo, y deben hacérselo a fuerza de pasos, afuera, adentro. Viajar, o más bien trajinar, quizás sea una forma de buscar a los padres. Allí, podría, anida una especie de rencor que puede destruir y crecer para bien hacia cosas buenas. En el joven Rulfo, esa búsqueda irreconciliable se hizo viaje y escritura.
De joven se dedicó al montañismo, y también comenzó a practicar fotografía. Luego se movió por una buena parte del país como agente de los servicios especiales de inmigración. Su trabajo consistía en localizar extranjeros que se habían ido a vivir a México sin documentación. No era exactamente un oficial o un policía. Su trabajo consistía en dar con esas personas y llevarlas a la Secretaría de Gobernación para que legalizaran su situación. Por lo general, eran guatemaltecos desesperados y norteamericanos que creían que en México podían andar como por su casa. Pienso que ese trabajo se parecía un poco a lo que llevaba dentro. Encontrar a alguien, convidarlo a que se haga un lugar en el mundo, a que porte un rostro reconocible; eso hacía Rulfo en esas labores: darle identidad a las almas perdidas, huérfanas de patria.
Después fue capataz de obreros en la Goodrich-Euzkadi, pero más temprano que tarde no pudo soportar tal labor y pasó al departamento de publicidad, donde se hizo vendedor ambulante de cauchos para la compañía. Rodaba y, de algún modo, vendía caminos, rutas, destinos, la ilusión de una vida que vale la pena en el viaje. Posiblemente en aquellos tiempos fue recogiendo historias populares cargadas de fantasmas, de miedos, de violencia, de belleza; pero también miraba, contemplaba, experimentaba el aire y los paisajes de México, los pequeños poblados, las grietas de los caminos de tierra, las ruinas, las viejas iglesias, el olvido de los templos mayas, las paredes carcomidas, la fila de los magueyes y su sombra… Con su inseparable Rolleiflex fotografiaba lo que iba encontrando por aquellos caminos. Luego, pues luego escribió Pedro Páramo.
—Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con el remordimiento. ¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, no?
Ellosson
Tomaba fotos. Al igual que Atget, capturaba formas, arquitecturas, lugares, atmósferas. Ninguna persona o pocas, aunque siempre con predominio, con protagonismo del lugar. En las fotos de Rulfo, la atmósfera es la historia. Pedro Páramo, por esta vía, me resulta una extensión de las imágenes, de las fotografías de Rulfo. O mejor, una extensión de las atmósferas de sus fotografías. Pedro Páramo es eso: una gran atmósfera detenida, una foto capturada en el tiempo y que se pliega sobre sí misma y se cuenta y vuelve a contarse. Una foto sin gente, porque toda la gente está muerta y son nada más que fantasmas que intentan retratarse y contar su historia, cada uno por su lado, cada uno en su mundo, superpuestos en un mismo espacio pero en diferentes dimensiones, como si se tratara de transparencias que vas dejando caer sobre la tierra. Pedro Páramo es la fotografía de un paisaje arrasado. Fantasmas y cosas, todos son personajes que flotan y sienten y vibran en el calor y en la noche. Y es así como el fantasma de un caballo padece remordimientos, y vuelve una y otra vez al mismo instante donde se recrea la escena opaca de la muerte de Miguel, el hijo de Pedro Páramo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente desecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
Trazos de belleza. Eso son las descripciones de Pedro Páramo. Como en mucha de la mejor literatura, como Chéjov alguna vez lo hizo, las descripciones de la novela son breves líneas de poesía depurada, fogonazos que se abren y dejan ver la magia. La palabra se vuelve paisaje, moviéndose hacia adelante, tomando vuelo.
Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la orilla del mar.
Y allí está el mar. Es que uno piensa en Comala y ve un desierto, desolación, resequedad, fisuras. Pero en Pedro Páramo descubrí que también está el mar. Susana San Juan, el amor imposible del tirano de Comala, trae el mar, se baña desnuda en el mar, ella misma es el mar.
El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.
Y también hay poesía. En realidad Pedro Páramo es poesía. Hay párrafos de la novela que son poemas perfectos, insoslayables. Poemas escritos en prosa, de mar, de paisajes, de amor carnal y amor sublime. Allí, donde también está ella, de nuevo Susana San Juan.
Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente amor, hirviendo de deseos, estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?
Sólo esto tengo que decir. Sé poco de Juan Rulfo, ya lo he dicho. Así que escribo desde la sensación, desde el recuerdo de lo experimentado hace años, desde la juventud y de las lecturas renovadas en el reposo de los años. Porque ha sido así: un asunto de repaso y reposo. He vuelto sobre algunas páginas de la novela, con gusto me he demorado en ellas y me he dejado reposar. En su poesía, en la maravilla de sus silencios.
¿Era Juan Rulfo un hombre de pocas palabras? Eso dicen, que era callado, tímido. También dicen que no escribió más, por lo menos novela no, aunque siempre, incluso públicamente, se propuso volver. La depresión, su alma triste, las ocupaciones laborales y la fama no le permitieron retomarse. Así callaba, pero también, de algún modo, seguía diciendo, pero desde sus lectores, desde la entrelínea de su obra. Los hombres, todos los hombres, somos huérfanos de la comprensión del mundo. Buscamos respuestas en la literatura, en la poesía, en ese tipo de escritura que comprende que dejar un espacio para los silencios es también una forma de escribir y comprender el mundo. Así era Juan Rulfo, así es su obra.]]>

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