Este miércoles 15 de junio, Theotiste Gallegos, nieta del novelista Rómulo Gallegos denunció, a través de su cuenta de Facebook, que la tumba de sus abuelos había sido profanada. De inmediato la información fue difundida también por Bernabé Gutiérrez, secretario general nacional de organización de Acción Democrática, quien precisó que los delincuentes habían hecho destrozos en monumento funerario, ubicado en el Cementerio General del Sur, Caracas, y se habían llevado el mármol, así como los restos de quien fue elegido presidente de Venezuela el 14 de diciembre de 1947, (con 871.764 de los 1.183.764 de votos sufragados), y su esposa Teotiste.
Rómulo Gallegos (1884-1969) conoció a Teotiste Candelaria Arocha Egui, en 1905, cuando él tenía 21 años y ella cuatro menos, había nacido en Charallave, el 2 de febrero de 1888. Tras una relación idílica, puntuada una abundante correspondencia en la que el escritor despliega todas sus recursos escriturales, se casaron en 1912. Ella sería su única novia, su única esposa y, según han confirmado sus contemporáneos, su única mujer. “Gallegos -decía su biógrafo Simón Alberto Consalvi- con toda probabilidad no tuvo ojos para ninguna otra mujer. El epistolario de aquellos años descubre a un hombre profundamente enamorado que no oculta ninguna emoción por ingenua que fuera, ningún detalle por nimio, ninguna confesión por cándida”.
“Idolatrada Tistecita mía”, la llamaba Gallegos al iniciar sus cartas. Ella sería su compañera y la vigilante de sus manuscritos. Por lo menos en dos ocasiones lo salvaría de perder libros completos. Ocurrió con El Forastero, cuya primera versión, de 1921, se salvó porque doña Teotiste, conocedora de las inconformidades del escritor, puso a salvo una copia al confiársela a Enrique Planchart. Finalmente, El Forastero se publicaría en 1942, con notables modificaciones. Gracias a Tistecita hoy tenemos las dos versiones.
La cultura venezolana le debe a ella la existencia, ni más ni menos, que de Doña Bárbara. En 1928, un año antes de que la célebre novela saliera de las prensas españolas, Gallegos la había entregado a su primo, el editor Juan Guruceaga, para que la publicara en Caracas. Pero en un rapto de perfeccionismo fue y la sacó de las máquinas, que ya habían comenzado a imprimirla. Por esos días, Teotiste se quejó de una severa dolencia de las rodillas y decidieron que lo mejor sería ponerla en manos de especialistas europeos. La pareja se embarcó con destino a Italia, y con ellos iba La devoradora de hombres. Durante la travesía transoceánica, Gallegos persistía en su trabajo corrección; y llegó un momento, ya en la mitad del Atlántico, en que se sintió tan inconforme que se acercó al ojo de buey del camarote con intención de arrojar las cuartillas al mar. “…pero iba junto conmigo -evocaría Gallegos después- la compañera de mi vida para quien nada mío podía ser sino precioso objeto de su amoroso cuidado y me la quitó del arrebato de aborrecimiento”. Por suerte, Teotiste andaba renca pero no tanto que le impidiera saltar a impedir que el marido cometiera aquel tonto error.
Mientras la enferma era intervenida y se recuperaba en Bolonia, Gallegos puso punto final a la versión definitiva; y fue así como al llegar a España ya Doña Bárbara palpitaba, acabada, en las finas carillas de papel de seda en que Gallegos escribió diez novelas y cuarenta relatos, con dos dedos que aporreaban a toda velocidad su máquina de escribir portátil. Y apareció, el 15 de febrero de 1929, con el sello editorial de Araluce.
La amada en su cripta
Con Teotiste y sus dos hijos, Sonia y Alexis, Rómulo salió al exilio tras su derrocamiento y detención por el Estado Mayor, el 24 de noviembre de 1948. Primero llegaron a La Habana y, tras una brevísima temporada en Miami, Gallegos y su familia se instalaron en México, país que lo acogería con generosidad.
Allí iba a morir Teotiste su primera muerte, antes de esta que viene a golpearla en una Venezuela abrumada otra vez por la opresión. Teotiste falleció repentinamente en septiembre de 1950. “Los meses siguientes -escribió el intelectual Juan Liscano- fueron de una desesperada meditación (para Rómulo Gallegos). Solía acudir con regularidad cotidiana al Panteón Español que guardaba el cuerpo embalsamado de su esposa. Se hundía con tenacidad enfermiza en la contemplación del querido despojo. Estaba pendiente de cualquier deterioro en su aspecto físico. Un día descubrió en el rostro una pequeña mancha negra. Alertó a todo el mundo, exigió que volvieran a embalsamar el cadáver. Costó trabajo tranquilizarle y demostrarle que los despojos de la extinta no se iban a descomponer”.
—Cuando mi mamá murió –relata Sonia Gallegos, que entonces tenía doce años- fue embalsamada y estuvo en un depósito varios meses, mientras se construía la cripta para enterrarla. Mi papá y yo íbamos todos los días a las siete de la mañana y nos quedábamos allí hasta las doce del mediodía. Mientras yo limpiaba los floreros y me estaba por ahí en silencio, mi papá abría la urna y la contemplaba a través de un vidrio. A veces llamaba al doctor Ricardo Pérez, el médico venezolano que la embalsamó junto con un profesional mexicano, para que la limpiaran, para que la cambiaran de ropa. Estaba pendiente del más mínimo cambio en el cuerpo de mi madre muerta. Eso día tras día, durante meses en los que yo no fui a la escuela. Mi papá se paraba a contemplarla. Horas después cerraba la urna, me tomaba de la mano, cogíamos un taxi y llegábamos a la casa donde él se encerraba en su cuarto. De ahí salía para comer y se clausuraba nuevamente en su cuarto hasta la hora de la cena. Así pasó mucho tiempo, en que no hablaba, no salía… nunca más se vistió de color.
El propio Gallegos en carta a Jesús Arocha Egui, hermano de doña Teotiste, del 20 de septiembre de 1950, anota: “Ella descansa, como si durmiera serenamente, en una capilla del Panteón Español de esta ciudad y allí, por lo menos, puedo verla, contemplarla, seguir contemplando todavía ‘su dulzura, su hermosura, su triste majestad’, conforme a las hermosas palabras con que la despidiera mi excelente y querido amigo Andrés Eloy Blanco…”.
La Doña ante esa tumba
Durante los años 50, hasta su regreso a Venezuela en marzo del 58, Gallegos mantuvo su residencia en México. Volvería a Caracas tras la salida del poder de Marcos Pérez Jiménez. No reincidiría en la política. En 1960 fue elegido comisionado y primer presidente de la recién creada Comisión Interamericana de Derechos Humanos, órgano de la OEA en Washington D.C., cargo que ejerció hasta 1963. Desde entonces vivió en Caracas hasta su muerte, acaecida en la capital venezolana, el 5 de abril de 1969.
Según el historiador Elías Pino Iturrieta, el expresidente Rafael Caldera aprobó el traslado de Don Rómulo al Panteón Nacional, una orden nunca cumplida por respeto al deseo del escritor de permanecer toda la eternidad junto a su amada Teotiste.
Antes de este espantoso ataque a la morada final de Rómulo Gallegos, profanación que según ciertos analistas fue perpetrada con el fin de entregar los huesos de la pareja Gallegos a los practicantes del rito palero, “la religión chavista”, según ha escrito el periodista David Placer, la residencia de mármol del expresidente había sido visitada por escritores y los cada vez menos liceístas que estudian su obra en las aulas del bachillerato venezolano.
Pero también había recibido una huésped que venía de lejos a tributarle cariño y respeto. Tal como contó el historiador del cine y la televisión de Venezuela, Ricardo Tirado, cada vez que la diva mexicana María Félix venía a Caracas se acercaba al cementerio a poner flores en la tumba de Gallegos “y a recitar por lo bajo la Oración del Tabaco”, que la actriz dejó grabada, con mucho histrionismo, en la versión cinematográfica de Doña Bárbara, dirigida en 1943. El propio Gallegos participó en la película como coautor del guión.
Cuando María Félix vino a Caracas, en 1970, para participar en algunos capítulos de la telenovela Chao Cristina, protagonizada por Marina Baura y Raúl Amundaray, en Radio Caracas Televisión, Ricardo Tirado, entonces jefe de Relaciones Públicas de esa televisora, acompañó a María Félix al camposanto. Y la oyó recitar de cabo a rabo el ensalme delante de una lápida, entonces intacta, que ponía el nombre de Rómulo Gallegos Freire.