Venezuela

¿Cómo defiendo a Venezuela en el extranjero?

Viajé a República Dominicana y como ha sucedido desde que se hizo evidente el desastre económico del chavismo, la pregunta de criollos y extranjeros es una sola: ¿qué le pasó a Venezuela? La respuesta varía según el estado de ánimo.

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Es curioso lo que nos pasa a algunos venezolanos. Hay quienes, ante la ignorancia de la mirada desinteresada, tratan de recolectar adeptos. Yo, creo, reacciono contrario a lo que la experiencia me dicta. A pesar de que – en mi opinión- el chavismo le ha hecho un daño al país irreparable, intento explicar causas y consecuencias antes de centrarme en temas complejos como la escasez.

Intento elaborar un discurso mesurado, alejado del fanatismo y cuando el interlocutor se pone pesado – como sucedió con un italiano – evito el enfrentamiento. Aún así, que me vieran comprando leche y azúcar antes del retorno en lugar de souvenirs, fue revelador.

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Fue una semana intensa en la que pude hablar con representantes del gobierno dominicano sobre su pasado, presente y futuro. Pude ver la evolución de su economía -la de mayor avance en Latinoamérica- y también conversé con trabajadores informales. No se puede negar que hay pobreza y que los recursos no se distribuyen equitativamente. De esto saldrá un trabajo en los próximos días. Y, claro está, disfruté en las pocas horas que quedaban libres. Aunque terminaba cansado, era una labor por la cual estaría dispuesto a pagar y sé que muchos de ustedes que me leen, también.

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No vengo a restregarles lo bien que lo pasé en Punta Cana y Santo Domingo. Lo que me obliga a escribir estas líneas es reflexionar sobre cómo las desgracias cotidianas siempre terminan alcanzándote.

Quienes me conocen, saben que el plan de víctimas me fastidia. Por eso preferí no acudir a la entrevista de CNNE cuando me despidieron de la Cadena Capriles ni acepté una asesoría para tramitar el asilo en Estados Unidos que me ofrecía un abogado. Tampoco soy de un optimismo desmesurado. Creo firmemente que cuando las cosas van mal, pueden empeorar. Como hijo de emigrantes, lo he podido comprobar; como ciudadano venezolano, tras los desaguisados de Caldera, Carlos Andrés 1 y 2, Lusinchi y Luis Herrera también. Los nombro sin orden, da igual al lado de lo que nos ha pasado en los últimos años.

Hace un mes tuve que despedir a mi hijo. No tomé fotos en el aeropuerto ni hice pública mi tristeza en Twitter, Instagram o Facebook. Muy pocos amigos lo saben y seguro me reclamarán por enterarse por estas líneas.

Desde entonces, obviamente mis días son diferentes. Ya no vemos Hora de Aventura juntos ni discutimos cuál es nuestro capítulo preferido del Mágico Mundo de Gumball. Ya no tengo que tararear Warabe Uta, el tema principal de la Princesa Kaguya, tarea que me producía pena ajena porque mi voz es terrible, pero a él le funcionaba para dormir. O al menos eso parecía. A pesar de que tenemos Whatsapp y Skype, y recibo fotos diarias y notas de voz, mantengo en mi clóset un par de zapatos desgastados que le compré para un inicio de clases. Los dejó porque ya no cabían en su bolso y estaban maltrechos. No hay una razón mágica que me llevara a guardarlos. Simplemente me gustó verlos mientras me calzaba.

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Lo de mi hijo fue una decisión pensada y si bien lo extraño mucho, duermo mejor desde que abandonó un país que no reconozco, en el que estaba en riesgo diariamente. A días de partir, por ejemplo, le tocó presenciar en la camioneta como amenazaban a su madre y le quitaban la cartera a su abuela con «un cuchillo así de grande papá». Lo contaba extendiendo los brazos de extremo a extremo. No era la primera vez. En una oportunidad se armó una balacera cerca de la casa de su mamá y lo empujé al suelo, como si quisiera pelear con él. Tiene cinco años.

El día que lo despedí, regresé a casa cansado y hambriento. Decidí almorzar cerca de la calle donde vivo. Podía haber preparado algo, pero el haber diseñado todo un operativo de seguridad para embarcar muchas cosas en la madrugada, me dejó exhausto. Es un cansancio que nace del estrés. Porque viajar en Venezuela también es motivo de preocupación. Le temes a todo: hora, chofer, zona de estacionamiento, camino y ese largo etcétera que se construye con testimonios de víctimas conocidas.

Camino al apartamento, me detuvo el perrocalentero peruano que lleva toda una vida en la zona y que por cierto lleva años tratando de vender su puesto para volver a su país. Fue el primero en advertirme que habían robado en el edificio. La conserje me explicó luego que tres personas forzaron la reja y la puerta de uno de los habitantes de la planta baja y «lo mudaron». Irónicamente, usaron las maletas de viaje del propio alquilado. Un taxi los esperaba afuera. Eran las tres de la tarde. Nadie sospechó. Los delincuentes salieron con tal tranquilidad que quienes los vieron, creían que eran familiares de nuestro vecino. Si yo no hubiera decidido almorzar afuera, los habría encontrado en plena faena.

Desde entonces, el estacionamiento de mi residencia se ha convertido en una fiesta para los ladrones de baterías y cauchos, consecuencia del robo comentado (también se llevaron un control del estacionamiento). La junta de condominio ha tomado medidas extremas, que incluyen un recambio de todo el sistema de llaves. Pero es costoso y no todos pueden pagar al mismo tiempo. Lo que complica la solución. Un día de retraso aumenta el presupuesto. Porque así es la inflación. Porque así están las cosas. Entonces seguimos indefensos.

Estando en Dominicana, el chat del condominio fue el más activo. Mucho más que el de mi hijo, madre y hermanos. Me enteré de más vidrios rotos de automóviles, intentos de hurto, discusiones entre los que han pagado y los que no, recomendaciones para el cierre de las puertas y sorteos para escoger al que colocará cadenas extras y candados.

Así que el viaje a Dominicana, que esperaba fuera un break por la reciente separación de mi hijo, no sirvió para alejar los monstruos que nos asechan. Ni siquiera por cinco días. Por el contrario, fue como seguir por GPS la guerra nuestra. Abría el chat para cerciorarme que mi apartamento seguía como antes de viajar.

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Retorné el jueves 15 de septiembre en la tarde. Quedé en verme con un amigo al llegar. Luego de compartir hasta las nueve de la noche y a pesar de estar a sólo cuadras de nuestros hogares, decidimos tomar un taxi. Recién emprendido el viaje, pasaron por mi costado dos muchachos corriendo, uno de ellos con la mano en el koala del que sobresalía la culata de pistola. Habían atracado a una persona cerca de la panadería. A dos cuadras del suceso y al mismo tiempo, la policía buscaba a tres sujetos que atacaron a un taxista, simulando una pistola con un tubo. El chofer descubrió el engaño y acuchilló a uno de los delincuentes. Todo esto en apenas seis horas desde mi llegada a Caracas.

Periodistas de México, Argentina y Estados Unidos, en Dominicana, me preguntaron si era seguro viajar a Venezuela porque los precios en los pasajes parecían muy baratos. Y así es. El mío, por ejemplo, según me explicó el encargado de invitarme, costó $50 y el del sureño, $1.000. Yo les había comentado de las maravillas de Mérida (venía de trabajar en el Venezuela-Argentina), la Gran Sabana y Los Roques. Es una defensa natural cuando sentimos que los foráneos sólo acumulan referencias negativas. Les dije que conociendo a las personas indicadas, no deberían pasar por malos ratos. Pero es obvio que ni todas las previsiones del mundo pueden salvarte de esta realidad: la delincuencia -organizada o no- sabe que Mahoma ya no va a la montaña. Ellos son la montaña. Van directo a nuestro círculo seguro y lo destrozan. Llegado a este punto, no creo que realmente nuestras bellezas naturales valgan ese riesgo. Y es una confesión que me entristece porque siento que estoy bajando los brazos y que estoy más cerca de rendirme.

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