Cultura

Falleció el periodista y escritor Alejandro Rebolledo

El escritor y periodista venezolano Alejandro Rebolledo falleció el miércoles en la ciudad de Barcelona, España. Su novela "Pin Pan Pun" fue la gran revelación literaria de su generación y sus reportajes describieron los tiempos de oro de la nocturnidad caraqueña durante la década de los 90

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Aun sin conocerse los detalles de su trágica y repentina muerte, Rebolledo fue una figura clave de la vanguardia joven y las tendencias de su época: redactor estrella del Diario El Nacional y la revista Feriado, fundador del semanario Urbe y el portal web www.loquesea.com, también escribió para El Mundo entre otras muchas colaboraciones y publicaciones. “Enfant terrible” de la noche caraqueña fue también promotor de la cultura House y Technno destacándose como dj durante varios años principalmente desde la emblemática disco caraqueña The Flower. Sus familiares, allegados y numerosos amigos lo van a extrañar por siempre.

Con motivo del lanzamiento de la reedición de su novela Pim Pam Pum por la Editorial PuntoCero, Eric Colón Moleiro, amigo cercano de Rebolledo había escrito éstas palabras en el año 2010:

Alejandro Rebollledo “El único finalista del premio Rómulo Gallegos que nunca se leyó Doña Bárbara”, era el slogan con el que se promocionaba Pin Pan Pun (con n) hace ya más de 10 años cuando salió por primera vez a la luz… El slogan aún sigue siendo bueno pero de repente perdió el efecto que escandalizaba en aquel tiempo. No tanto porque Alejandro se haya o no leído Doña Bárbara en estos últimos años, sino porque Pin Pan Pun se convirtió insospechadamente y en menos de una década, en un objeto de culto literario, en un fetiche prohibido para cientos de estudiantes de periodismo, nuevos escritores, compiladores y hasta falsificadores de oficio.

Hace como 4 años Alejandro me llamó conmocionado porque había un mercado negro de pin pan punes en los centros de copiado de la UCV, que se la pasaban de mano en mano y hasta que había una materia electiva en la escuela de Comunicación Social, donde se discutía y analizaba la novela con las mismas rigurosidades académicas con que se estudiaba a los clásicos. Hoy hasta podríamos decir: Rómulo Gallegos, el único escritor venezolano que nunca se leyó Pin Pan Pun.

Sobre la novela se ha dicho de todo, que es el retrato perfecto de una generación, que abrió la puerta a una nueva ola de escritores locales, que inspiró tal o cual película. También, como siempre sucede frente a los nuevos hallazgos, se llevó su cuota de detractores que han querido restarle mérito y legitimidad a una obra que –hoy está más claro que nunca– fue la mayor y más estrambótica rareza de la literatura venezolana de finales de siglo.

Estoy seguro que Alejandro jamás quiso que fuera así, jamás, pero el tiempo modifica la óptica de las cosas y la valoración del hecho casual siempre termina convirtiéndose a la larga, en anécdota histórica.

Tenía poco tiempo trabajando con él cuando estaba escribiendo la novela, desde las trincheras de aquel semanario Urbe que descifró el mapa de una época. En ese momento, escribir una novela no estaba de moda. No era una opción viable de fama instantánea, ni aseguraba dividendos de ningún tipo. Como todo lo que se fabricó en ese bunker de terrorismo mediático juvenil que era en realidad las oficinas de esa redacción, la novela de Alejandro era el arma secreta de un ataque masivo que pretendía conmocionar a la sociedad y dibujar el curso de eso que llamábamos las nuevas tendencias. Aún me sigue resultando curioso cuanto han cambiado las cosas en tan poco tiempo, hoy, en pleno revival de los noventa, aquel grito ensordecedor que usábamos como mensaje no tiene mucho sentido y hasta puede resultar ingenuo. Sin embargo, la historia de Julián, Caimán, Chicharra, Luis o Juan Power es la historia de muchos de los que estamos hoy aquí y de los que vendrán más allá. Es cómo el loop de una tragedia griega infinita y universal, una canción eterna que sigue recordándonos siempre la misma melodía.

Al mismo tiempo, Pin Pan Pun es el sustrato concentrado de la propia experiencia de vida de su creador, ahí coinciden, lugares y situaciones que se desprenden del ejercicio contemplativo de su propio entorno, de su momento. Como dice Bret Easton Ellis no hay una línea que separe lo biográfico de la ficción porque la experiencia de vida es una sola. Poco tiempo después de que salió el libro no fueron poco los incautos lectores que se acercaron a Alejandro a preguntarle: “Chamo, ¿esta que sale aquí es mi jeva?, que bolas tienes tu…”, o peor aún: “¿Es verdad que te acostaste con el peluquero?”, incluso recuerdo a un Alejandro preocupado por extrañas amenazas anónimas en algún momento. Diría que hasta más que preocupado, en esa suerte de histeria glorificadora que lo caracteriza cuando sus actos de provocación cumplen su cometido. Los mismos que le han causado enormes reconocimientos y otras veces también, odios innecesarios. Sin embargo, frente a todos ellos, el parece siempre tener la misma respuesta: “Me cago de la risa”.

Conocí a Alejandro mucho tiempo antes de Pin Pan Pun, en una época en que el nihilismo que lo perseguía se parecía demasiado al de ciertos personajes de esta novela. Desde que yo era una adolescente, fui un apasionado de leer todo lo que escribía en El Nacional, en aquel Feriado tabloide y legendario que luego se convirtió en revista: la historia de John Holmes, el actor de las películas pornográficas de los setenta que extrañamente, lo perdió todo por tener un pene de 33 centímetros, el caso de un punketo neonazi que era negro y vivía en Quebrada Honda, el Dj que se transformaba en vampiro con una capa no sé en que local de los ochenta, el escándalo de drogas de un grupo de rock sinfónico que ensayaba en El Cafetal. Me volví un fanático de aquellas historias que siempre identificaba instantáneamente. Donde había secretos retorcidos, modas inexplicables o crónicas sobre la ruina chic, ahí estaba la firma de Alejandro. Siempre. Siempre.

Después con el tiempo y ya adentrado en los terrenos de la ficción esas historias se volvieron cada vez más extravagantes: lesbianas androides, alienígenas atacando el Parque Central y ese cuento que tanto me cautivó sobre las andanzas de Fliflí y Flofló, una pareja de delfines enfermos atrapados en un circo ecuatoriano. Así de insólitas han sido siempre sus historias, las de antes, las de hoy, las inventadas y las más auténticas y personales también.

Hace un par de semanas me enteré de que se iba a reeditar Pin Pan Pun y me pareció una noticia fantástica en medio de tanta desolación. Los que conocemos a Alejandro sabemos que tiene varios manuscritos perdidos en algún cajón, por ahí hasta hay un poemario que se llama Romances del distroyque es toda una sensación en internet. Pero que Pin Pan Pun esté otra vez a la venta gracias a la iniciativa de Ulises Milla y la editorial Puntocero es reconfortante.

En este instante, esta novela está traspasando la frontera generacional. Sin señales de deterioro, el texto sobrevive intacto al paso del tiempo y resucita –después de un poquito más de 3 días– con esta nueva edición. Estamos frente a un síntoma inequívoco de la necesidad en la búsqueda del discurso, de un discurso, de cualquier discurso.

Pin Pan Pun reaparece en un tiempo hueco y reguetonero, del que todo lo que podemos decir no vale la pena ni decirlo porque ya esta dicho en Wikipedia o mañana seguro lo dicen en Twitter. De lo que si estoy seguro es que Alejandro nunca se quedará sin decir nada. Creo que fue ayer cuando le dije a mi querido amigo que quizás los lectores no iban a recibir muy bien que hubiera cambiado el título de la novela sustituyendo las “enes” por las “emes” y me respondió con lo mismo de siempre:

“Que no sea marico nadie”.

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