Cultura

CULTURA PARA ARMAR/ "Esos ojos que nos miran"

Uno como que aprende con los años, no de otra manera, al menos en toda su dramaticidad, que además y después de la muerte hay un estadio constante en la existencia humana que es el olvido. Se dirá que a diferencia de ésta no es universal y no pocos seres han permanecido, hasta por milenios, en la memoria de la especie o parte de ella. Por ahora digamos que es una minoría tal que cabe en un diccionario y habría que indagar qué significa recordar, sus formas y maneras.

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Por Fernando Rodríguez AFP PHOTO / Brendan Smialowski

Sin duda hay un intenso duelo, en muchos casos el más doloroso que puede soportar la sensibilidad humana, por la pérdida de un ser amado. Tan fuerte que a veces es irreparable; otras, las más, es muy aliviado o sanado por el tiempo y hasta se puede ayudar ese proceso con algunas técnicas elaboradas al respecto por el doctor Freud, vienés realmente memorable (no vaya a creer al respecto en resiliencias y otras baratijas del consumismo y el hedonismo actuales).

Pero digamos que atañe, hablamos de muerte pero por supuesto hay otras pérdidas, a un grupo reducido de gente, familiares y amigos ciertos que, a su vez, se irán evaporando del Ser y olvidando. Hasta el punto que nada queda de ese dolor una vez directo y abrazador.

En un libro de Ernesto Sábato sobre su familia, alude a algunas fotos de ancestros que quiere legar a su descendencia, pero que ya no son reconocibles por nadie, ni por los mayores de la tribu, y que quedarán allí incognitos para toda la eternidad, con sus caras sonrientes y sus elegantes trajes para posar debidamente.

Por eso Roland Barthes habla de un inevitable fondo de tristeza que acompaña toda fotografía, inútil intento de detener el tiempo y la caducidad. Quizás sea un buen ejemplo de lo dicho sobre el olvido de los cercanos.

Pero hay el olvido de los lejanos, por importantes que hayan sido. Para empezar es siempre un dolor abstracto. Salvo que afecte nuestros intereses más tangibles, muerto el ministro pierdo el cargo, se siente un curioso movimiento afectivo que puede ir desde unos breves instantes cuando nos enteramos en la TV que murieron quince chinos por descarrilamiento de un tren, mientras desayunamos. Hasta la mediáticamente estremecedora muerte del gran escritor a los noventa años, que realmente era bueno, y estupenda aquella novela suya. Pero no es cuestión de llorar ni dejar de asistir al bonche para celebrar a la suegra. Es más bien un tema de conversación.

Pero yo lo que quería subrayar de tema tan inagotable, es que sucede con mucha mayor rapidez, al menos en estos tiempos en que reina la proliferación incesante de sucesos, por el imperio de la comunicación masiva. Uno ve un fulano tan flamante, tan poderoso, tan aclamado, tan entrevistado, tan sarcástico y suficiente que le da un infarto masivo, hay un ruido de dos o tres días y algunas frases grandilocuentes, siempre muy parecidas, y al mes ya ni se nombra y no mucho después uno dice: cómo es que se llamaba aquel tipo que fue gobernador, muy hablador él…Es triste pero es así.

Vivimos fugazmente, nos marchamos el día menos pensado y dejamos o ninguna o alguna huella impersonal y sin lágrimas y eso cuando descubrimos la relatividad, inventamos el cubismo o ganamos la batalla de Jena.

Por eso es tan grotesco, tan necrófilo en el peor sentido de la palabra, tan fetichista y plagado de oscura y siniestra magia el esfuerzo por mantener vivo a alguien para que nos ayude a mantener cierto poder. Para empezar es terriblemente antiestético y éticamente torvo y degradante ese incesante rito funerario para hacer vivo lo inerte y descompuesto. Asunto de piaches falsarios y saqueadores de la humana condición. Indica, como pocas cosas, la ignominia de una estructura de poder esa vuelta al reino de la momia. Los venezolanos lo padecemos a diario, entre otras cosas más terribles, porque algo de divertido y muy kitsch hay en el fondo de toda esa misión sin destino.

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