Cine y TV

El cine venezolano llega a una esperada e inteligente madurez

En la película “Jezabel” de Hernán Jabes, Venezuela es un país irreconocible y toda la trama transcurre alrededor de un escenario distópico, hipertecnificado y elegante. “El año de la persistencia” de Sergio Monsalve, muestra en formato documental las dificultades a las que se enfrentó el cine venezolano en medio de la pandemia. Ambas propuestas son ejemplo de los pasos del mundo cinematográfico venezolano hacia nuevos horizontes, propuestas y una refinada mirada a la realidad

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En una de las escenas del documental “El año de la persistencia” (2022) de Sergio Monsalve, la cámara contempla una sala de cine vacía. El paisaje tiene una apariencia dolorosa. Pero para el realizador y narrador de un documental que profundiza en el parón como consecuencia de la pandemia, se enfrenta al vacío del público con una premisa: ¿Cómo lograr evitar la muerte del cine en un país que atraviesa docenas de conflictos distintos? “El cine es una experiencia” plantea Monsalve. “Y recuperarla es esencial”.

El documental, que estará en las salas del país en el mes de julio, se hace preguntas de profundo interés sobre el estado del mundo cinematográfico local. Pero a la vez demuestra la profunda madurez del diálogo del cine venezolano con temas novedosos. Atrás quedó la época del costumbrismo, la atención a los espacios locales y en especial, la noción sobre el país en la pantalla como una reinvención cruda de la realidad. En realidad, “El año de la persistencia” con su estética minimalista y aire de cine guerrilla, es una entusiasta versión sobre el documental que toma los espacios desde lo directo.

Monsalve atraviesa las reflexiones de críticos, distribuidores y rostros reconocibles de la escena del entretenimiento de Venezuela, para narrar un tema universal. ¿Puede el cine estar condenado a muerte?, ¿es la experiencia cinematográfica un espacio en blanco en una cultura herida por la inmediatez? “El año de la persistencia” es más que una instantánea del país en crisis, como podría suponerse. Es una mirada filosófica acerca de la cultura venezolana. Y su lenguaje visual responde a eso.

La directora de fotografía Malena Ferrer evade lugares sencillos y enfoca con una frontalidad dolorosa a sus entrevistados. Desde una aún estoica Margot Benacerraf que insiste en que “hay que seguir”, hasta la firmeza de Bernardo Rotundo, presidente del Circuito Gran Cine, que conmueve por su voluntad de “persistir porque el cine lo merece”. El documental de Monsalve es un homenaje a la terquedad de un sector usualmente abandonado e ignorado por sucesivos gobiernos. También a los que insisten en sostener la producción, distribución y proyección en las peores circunstancias.

“Sin tener una industria como tal, seguimos adelante” puntualiza la crítica Odalin Martin. “Somos sobrevivientes, apostar a la esperanza, es nuestro negocio” pondera el periodista Rafael Urdaneta.

Una y otra vez, el documental se empeña en demostrar hasta qué punto es necesario el reconocimiento de los esfuerzos mínimos, de la convicción del cine venezolano de su capacidad para sostenerse en la precariedad. “Quiero pensar que esto que hacemos será una herencia”, dice el director y productor Edgar Rocca. La cámara le enfoca, como un oyente atento: “Al final, el cine es eso ¿no?”.

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“El año de la persistencia” es toda una rareza en el panorama cinematográfico del país. Autocrítico, profundo, paciente, necesario. Memoria convertida en un recorrido por todo lo que la historia audiovisual del país es y será. Con evidentes lazos con el nuevo documental contemporáneo y en especial con inspirados intentos como “Once upon a time in Venezuela” (2020) de Anabel Rodríguez Ríos, el largometraje de Monsalve se atreve a un análisis sobre la cuestión del cine en un país sin industria.

Ese que depende del financiamiento extranjero, o en el peor de los casos de la burocracia inevitable de un espacio político manipulador. Entre la urgencia de contar y la necesidad de conservar la idea general sobre lo que el cine en el país puede ser, el documental sorprende por su contundencia. También por su ingenio y su capacidad para entablar vínculos con temas mucho más grandes. Un paso adelante hasta lo que ahora había sido el arte de ficcionar la realidad en el país.

La turbia belleza de las ninfas urbanas 

“Jezabel” (2022) de Hernán Jabes, es el primer intento formal del cine venezolano de distorsionar la realidad a través de futuribles. Basada en la novela del mismo nombre del escritor Eduardo Sánchez Rugeles, la película sorprende por su tono adulto, contemporáneo y frío. Con las manerasde un thriller policial al uso, es también una reflexión de la falibilidad de la memoria, del horror convertido en trasfondo y del amor desvirtuado y convertido en crueldad. Todo, con la Caracas de la segunda década del milenio de fondo y después, en medio de un escenario a treinta años en el futuro.

Es la primera vez que una producción venezolana apuesta a la predicción temporal. La primera vez que muestra a una Caracas estilizada, sobria, con calles en las que transitan Teslas, en las que vemos pantallas digitales a gran escala. “Jezabel”, que profundiza la idea sobre el narrador poco fiable y lo transforma en una línea de horrores cada vez más dolorosos, es una criatura singular y vital.

La película, mucho más emparentada en estética y temática con la controvertida serie “Euphoria” que con el cine venezolano, posee un riesgo discursivo que sorprende por su contundencia. Con el telón de fondo del dolor, el desenfreno y el deseo juvenil, la película atraviesa varias regiones inéditas para el largometraje nacional. Lo hace con una estética exquisita, la concepción sobre el privilegio casi violento y también, con la huella de la crueldad como algo más elaborado y rotundo. El resultado es una película complicada de digerir y profundizar, pero también, una pequeña joya en un nuevo tipo de discurso elocuente que desconcierta.

En especial, cuando es evidente que los referentes de Hernán Jabes van desde Bertolucci hasta Mamet. “Jezabel” emerge de las páginas de la novela homónima con un radical poder para provocar. La cámara mira a sus jovencísimos personajes con atención, les detalla, les hace florecer y después los transforma en monstruos. Todo mientras el mundo adulto desaparece y se deshace, la Venezuela en decadencia se derrumba a pedazos y al final, se consume en la violencia como un espectro vacío. 

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“Jezabel”, al igual que “El año de la persistencia”, muestran la evolución interna de la mirada del venezolano sobre el venezolano. También la consideración de la cámara como un vínculo que se enlaza en una versión elaborada y consecuente sobre el tiempo y el músculo narrativo nacional. Finalmente, el cine del país parece recorrer espacios que le emparentan con búsquedas e inquietudes contemporáneas. Un recorrido largo, extraño y visceral que llevó a los realizadores, guionistas y productores venezolanos a nuevas preguntas, premisas y circunstancias.

Desde “Araya” de Margot Benacerraf, “Soy un delincuente” de Clemente de la Cerda; “El pez que fuma” de Román Chalbaud; “Oriana” de Fina Torres; “La casa de agua” de Jacobo Penzo Dorante;hasta experimentos más audaces como “Secuestro express” de Jonathan Jakubowicz; “Infección” de Flavio Pedota; “El Inca” de Ignacio Castillo, “Azul y no tan rosa” de Miguel Ferrari; “Infieles” de Edgar Rocca; “Que buena broma, Bromelia” de Efterpi Charalambidis; “Hermano” de Marcel Rasquin y otras tantas, el cine en Venezuela ha creado su propio espacio y cualidad de fenómeno cultural.

En el 2022, parece, además, dar un salto longitudinal hacia un espacio de debate en el que confronta una nueva percepción acerca de su importancia. Sin duda, lo más importante en un viaje desigual, a menudo ingrato y finalmente poderoso, de una mirada potente sobre la identidad de un país y su historia.

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