Cine y TV

"Napoleón", un monstruo de dientes romos

“Napoleón” de Ridley Scott, tiene más de epopeya romántica que una que de exploración de la personalidad de un déspota. Con un guion que enlaza con torpeza el poder, el deseo y la voluntad, la cinta convierte al autócrata en una combinación de espectáculo y ferocidad, más cerca de la actualidad de los líderes con tendencias autoritarias 

napoleón
Publicidad

Ridley Scott es un veterano en crear grandes épicas que terminan desinflándose por su incapacidad para sostener su sentido del propósito. Esto es: lo que podría haber más allá de las batallas, sangre derramada y grandes luchas a campo abierto bien filmadas. Apenas evitó que le ocurriera en “Gladiador” (2000), pero el desencanto fue muy visible en “El último duelo” (2021), en la que convirtió una historia de violación en una lucha campal entre dos desabridos enemigos. Entre ambas cosas, se encuentra “Napoleón” (2023), una obra extraña, con tono inclasificable y que es la pesadilla de un historiador.

En este biopic del dictador francés, el personaje es alto y esbelto, aunque el juego de escalas intenta empequeñecer a Joaquin Phoenix, sin lograrlo. Eso, mientras, narra la historia del militar que se convirtió en emperador y lo hace desde la oscuridad: sus malas decisiones, errores tácticos, mal carácter y curiosamente, desde el amor.

No obstante, la película parece hacer equilibrio sobre una línea muy fina. El drama épico — que Scott maneja al dedillo y ofrece escenas asombrosas — y la exploración íntima, que no le resulta muy bien. De hecho, el Napoleón que emerge entre la pésima edición de la película y los golpes de efecto de recreaciones pictóricas que rodearon la vida de la figura histórica, es frío, sin personalidad. Pero también es una criatura violenta, en perpetuo descontrol de sus impulsos y rendido de amor por su Josefina (una espléndida Vanessa Kirby, en una posible nominación al Oscar)

Ahora bien, el problema real que atraviesa el guion de David Scarpa, es que la cinta intenta usar la imagen del militar y del monarca a fuerza para hacer un comentario político moderno. Lo cual no estaría mal — ni sería del todo desdeñable — a no ser por un específico escollo en el desarrollo. Phoenix interpreta a un Napoleón enfurecido, que apenas lanza diatribas con los dientes apretados de furia. Un hombre marginal — en la ficción, se hace hincapié a su origen corso — que sabe exactamente qué es lo que desean escuchar los hombres que le siguen.

Dos puntos de vista que nunca se unen

La eventualidad hace que el largometraje de Scott parezcan dos historias que no terminan de encajar entre sí.

Por un lado, está la del hombre que lidera un país a la victoria. Por el otro, el atropellado que murmura y gesticula en pleno paroxismo de cólera. Al extremo de todo eso, el amante, embobado por la belleza y la energía de la mujer en su vida. Y por último, el personaje que creó a través de todas esas cosas y que se elevó a un pedestal a fuerza de coraje, audacia y una evidente incapacidad para escuchar a la sensatez.

Napoleón, visto por Scott, está más cerca de la locura que de la genialidad. Un extremo inquietante que arrasa todas sus diatribas con la historia y convierte a las escasas seis batallas — de 61 — que, por razones nunca explicadas, el director llevó a la pantalla.

Es evidente que el realizador intentaba salirse del molde de la biografía dramatizada y presentar una paradoja de carne y hueso acerca del mal uso del poder y la forma en que la arrogancia, puede convertir cualquier tentativa de conquista — o estrategia de habilidad intelectual — en polvo. Lo deja entrever en un Waterloo oscuro con tintes de invierno (a pesar de que, en el momento real, llovía y el pantano de color cobre de la zona signó la lucha) o en los momentos introspectivos. Muchos de ellos, filmados en planos cerrados para mayor gloria de Napoleón, sobrepasado, cansado y, por último, iracundo contra todo a su alrededor.

No es casual que en esas escenas Napoleón sea más moderno que la figura de escrutinio ficcional ajustado a la Francia republicana. Con mucho de líderes hechos a sí mismos y llevados por el camino del drama y el histrionismo, que saben que dependen justamente de ese músculo melodramático para funcionar y hacerse obedecer. Pero la sugerente idea — como otras tantas cosas en la película — no se explora lo suficiente como para ser atractiva. En realidad, la historia parece cortada a partes, fileteada con mano torpe y vuelta a coser por conveniencia del humor de cineasta.

El resultado es una rara mezcla entre muchas cosas, sin que ninguna resalte especialmente.

Agua, tierra, sangre y triunfo

Por supuesto, “Napoleón” es de una envergadura enorme. La cámara de Scott es hábil y en las seis batallas que recrea hay mucho de lo aprendido en el género dramático y épico en décadas anteriores. Es una epopeya que aspira a tanto, que cuando se desinfla se lamenta que todo quede en un anuncio.

Poco a poco y a medida que la trama avanza con dificultad a lo largo de dos horas y tantos minutos de metraje, el foco de interés de la cinta va de un lado a otro. El político emerge, el gran líder, pero de nuevo, Scott empalma con el hombre amante que corre desde Egipto, enfurecido de celos.

“Napoleón” es muchas cosas, pero en ninguna forma coherente. En el mejor de los casos, un anuncio de algo que no fue. Pero para el recuerdo, el Napoleón que parece el génesis de todo tipo de líderes nocivos, enajenados e irresistibles, es todavía el elemento más rescatable en el desorden. En una cinta que pudo ser más y termina por conformarse con ser un drama con vicios de épica, es más que suficiente.

Publicidad
Publicidad