De Interés

8 de septiembre de 2016: Caracas-Bogotá

 No hay ciudad que no te haga sentir ajeno a ella, incluso las propias, las que llevamos con nosotros a donde vayamos.

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Texto: Alberto Sáez / Foto: Rodnei Casares

Cada vez que emprendemos un viaje, nos dividimos para hacer una doble ruta, que van de forma constante y paralela durante todo el trayecto que hacemos, una doble ruta que tiende a unirse en algún punto que el viajero desconoce para dar origen a algo que podemos atrevernos a llamar reconocimiento, ese pequeño instante de lucidez donde el viaje se convierte en una imagen precisa de lo vivido.

La primera ruta es, evidentemente, el viaje físico, marcado por la aventura, la emoción y lo inédito, en el que vamos descubriendo las calles, las comidas, las manías y la idiosincrasia del lugar. La segunda es el viaje que hace la memoria a todos los lugares en los que hemos estado, tratando comparar en qué se parece este viaje a otros que he hecho, dónde voy a encontrar las similitudes entre la ciudad a la que llego y la mía. Como dije anteriormente, la suma de estos dos viajes produce un reconocimiento, y todo reconocimiento nos transforma, incluso a pesar de uno mismo.

Pero también para los que son viajeros y lectores, esta viaje de la memoria incluye los libros que hemos leído en esos viajes (una forma de viaje más) o los libros que nos hablan de esas ciudades a las que vamos.

Hoy, por ejemplo, llegamos a Bogotá, escala para poder llegar a nuestro destino final: la Fiesta del Libro y la Cultura en Medellín, y veo en ella la entereza y la sobriedad de las ciudades que han sufrido, que con el dolor de los malos años se han forjado; no solo lo intuyo, lo oigo en las personas mientras cuentan en plena Plaza Bolívar la historia de la Toma del Palacio de Justicia, realizada por el M-19, o en las conversaciones con amigos sobre los acuerdos de paz que mantiene expectantes a todos sus ciudadanos.

Pero como viajero y lector, dos libros me vienen a la mente cuando pienso en esta ciudad: El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez y Una casa en Bogotá, de Santiago Gamboa. A su manera, ambas retratan la particular historia de Bogotá, una desde la tragedia del narcotráfico y la otra desde la reflexión sobre la compleja que es esta ciudad, cuarto a cuarto de una casa recién comprada.

Ahora es de noche, y hemos partido ya a Medellín con la buena sensación de no entender si nos sentimos extraños o muy cómodos aquí, si damos con su funcionamiento y dinámica como uno más que habita su día día. No hay ciudad que no te haga sentir ajeno a ella, incluso las propias, las que llevamos con nosotros a donde vayamos. Escribo esto y recuerdo una frase de Juan Villoro que puede explicar lo que digo mucho mejor de lo que yo lo haría: “Todo está bien sin que entiendas nada”.

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