De Interés

La belleza de los caballos

Un caballo es una belleza bajada a la tierra, y la belleza no ha de tomarse a la ligera. La belleza te sacude, te estremece, te golpea, y puede dejarte tendido.

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Hace poco cabalgué. Creo que aquella fue la segunda oportunidad en mi vida. Ocurrió en el llano venezolano, a través de los formidables paisajes de una hacienda interminable y en compañía de mi familia. Cabalgamos poco más de una hora, de ida y vuelta, guiados por un llanero resabiado y ducho en malas palabras. Mi niña se quedó dormida en cierto momento sobre el caballo y sobre su madre, y mi niño gritaba feliz de la vida cada vez que el caballo aceleraba un poco el trote. Ese día corroboré que cuando un caballo trota —apenas trota— tus nalgas sufren, y también tus testículos. Así que vaya mi admiración eterna hacia Bolívar, Alejandro Magno, César, Napoleón, el Llanero Solitario, los gauchos y todo aquel montón de vaqueros que han cabalgado el planeta soportados en el aguante de tal padecimiento.

De joven también cabalgué. Uno de mis tíos tenía una finca, y en la finca había un caballo viejo que usaban para recorrer los linderos. El caballo se la pasaba más a la sombra de un árbol que de trote. Era un bicho loco: lo montabas y cuando se hartaba de andar bajo el yugo de un novato, tomaba, con determinación irremisible, rumbo hacia su sombra, y lo hacía además un tanto a la carrera. Recuerdo aquel primer suplicio de mis partes bajas, pero además mi susto. Pensaba que caería y que luego el animal me patearía.

Los caballos son de cuidado. O eso por lo menos pienso yo, que de caballos sé poco y no crecí en el campo. Otto Römer, el jefe de mi mamá cuando mi mamá trabaja de secretaria en Puerto Cabello, había quedado de joven con la columna destruida luego de caerse de un caballo. Creo, si mal no recuerdo, que el caballo también le lanzó una coz.

Un caballo es una belleza bajada a la tierra, y la belleza no ha de tomarse a la ligera. La belleza te sacude, te estremece, te golpea, y puede dejarte tendido. Los poemas son caballos, son de temer, porque por igual golpean; al lector y al poeta golpean.

El poeta cabalga el poema a la búsqueda de domesticar el lenguaje, pero el lenguaje, como el caballo, siempre ofrecerá resistencia. El lenguaje negará palabras y versos, oscurecerá ideas, hará difícil la factura del poema. Es así como el oficio de la escritura poética termina siendo todo un arte adivinatorio y el poema un testimonio de la búsqueda divina de aquello que la poesía realmente le manifestó al jinete del lenguaje. El caballo es el silencio de la belleza que no termina de ser rebelada.

Pero el poema es también como un muchacho grande al que queremos como se quiere a un muchacho grande, a un amigo, a un compañero. Así hemos llegado a querer algunos poemas. Volvemos a ellos para que hagan el camino con nosotros, son compañeros de viaje.

Mark Strand tiene un magnífico poema, «Dos caballos», en el que el poeta va a un lago «una cálida noche de junio» y, en cuatro patas, bebe del agua como un animal. Luego dice: «Junto a mí llegaron a beber dos caballos. Es increíble, pensé, nadie lo creerá. Los caballos me miraban de vez en cuando y bufaban, asentían con la cabeza». El poeta también bufa, tímidamente, y luego los caballos lo ignoran. El poema continúa, pero me quedo con esa imagen de unos caballos en la oscuridad y de un poeta que, como si fuese también una bestia, bebe del agua del lago. Es, sin duda, una imagen poderosa que nos vuelve testigos de cómo el poeta sale de sí, vacía su ser para convertirse o intentar convertirse en lo otro, en el mundo, en el misterio de las cosas que tanto cuesta penetrar. Pero además pienso que no hay mejor manera de expresar la belleza y el misterio que por medio de aquel par de caballos. Quiero decir, no hubiera sido lo mismo hacer aparecer dos vacas, menos dos cocodrilos ni tampoco un par de enfurecidas ardillas.

Strand vacía su alma en el mundo y encuentra dos caballos, Platón en cambio dio con un par de ellos al hacer metafísica de nuestra alma. En el Fedro, Platón imagina el alma como un carro llevado por un auriga que controla a dos caballos. De ese par, uno contiene la voluntad y el valor, y es visto como bueno. El otro, encabritado, es responsable de las pasiones, los placeres y del deseo sensible; Platón la asume indócil. El deber del auriga, imagen del poder de la razón, es el de domeñar a este corcel levantisco que se deja extraviar por el mundo de las sensaciones.

El caballo de Troya, por su parte, es símbolo de un alma inteligente, astuta, racional. Hablamos del alma del gran Ulises u Odiseo, el de multiforme ingenio. El caballo de Troya es la razón, pero también la voluntad y la fuerza, y, ¿por qué no?, la pasión; porque pasión necesita el guerrero para enfrentar el caos del mundo sensible que es la guerra.

Por el año de 1482 Leonardo da Vinci también planificó un caballo de grandes dimensiones. Se desconocen las del troyano, las del que planificó Da Vinci alcanzarían los siete metros de altura. Primero lo hizo en bocetos, y está en sus cuadernos; después, fabricó un modelo de arcilla con el tamaño ya apuntado. Ese modelo sería la referencia para otro de bronce sobre el cual cabalgaría una estatua de Francisco Sforza. Nunca lo terminó, pues la guerra necesitó la materia para la hechura de cañones. En el último cuadernillo del Códice II de Madrid están las ideas que el genio florentino había concebido para fundir Il Colosso, tal como se le conocía al caballo. Siempre me ha impresionado de allí ese busto de caballo hecho de listones de hierro, estructural, marcial. El dibujo en sí, el simple boceto, se me antoja una obra maestra.

En el códice Windsor también hay bocetos del Sforza, pero de estos cuadernos me importan más los que luego se supone pasaron al fresco de La batalla de Anghiari en el Salón de los Quinientos en el Palazzo Vecchio de Florencia. Dicho fresco no sólo quedó también inacabado sino que además «desapareció» —tengamos en cuenta que hablamos de una pared. Hoy día se especula que se halla oculto tras otra pared ocupada por un fresco de Vasari; en el mismo salón, obviamente.

En los bocetos que se tienen, podemos ver, por separado, caballos de torsos contorsionados y jinetes de rostros iracundos. No obstante, existen algunas copias donde ambos, caballos y jinetes, se juntan. Suponen que tales dibujos son referencia directa de una imagen del fresco, sobre todo el de Lorenzo Zacchia. Aunque es bastante bueno, su existencia se agradece sobre todo porque quizás fue la referencia para otra copia realmente magistral, la de Peter Paul Rubens que se encuentra en el Museo del Louvre. Hace muchos años me compré, no recuerdo en qué museo, una postal de ese dibujo de Rubens. Todavía la tengo, todavía la veo, todavía me digo, «Yo quiero dibujar así».

Pero volvamos a la literatura. Anton Chéjov escribió un maravilloso cuento de caballos. Se titula «La tristeza» y empieza con nieve y con la ciudad cubierta de nieve y con un cochero muerto de frío que espera clientes a las puertas de los clubes y los restaurantes. Yona se llama el cochero, y él y su caballo están siempre tristes. A Yona se la ha muerto el hijo, pero a los pasajeros que lleva, acomodados señores que andan en otros asuntos, no les interesa el cuento que Yona comienza a contar sobre su hijo. Lo maltratan, le urgen que se apresure y Yona calla. Al final de la jornada, nuestro cochero llega a dormir a una especie de establo que comparte con otros cocheros. En vista de que no puede conciliar el sueño, se va a la cuadra donde reposan las caballos y allá busca al suyo, y a él le confiesa el dolor que otros no quieren escucharle.

En mi novela, El dedo de David Lynch, le hice homenaje a ese cuento. En la historia hay un caballo que se llama Yona, y su dueño, el Sargento, dice lo siguiente de los caballos: «Un caballo en la oscuridad es como una puerta. Una puerta que también es como un río, un río que fluye. Un caballo en la oscuridad es como una estatua de un dios que la gente ha olvidado. Es matemática pura, belleza pura. Cuando uno ve un caballo en la oscuridad está mirando la verdad del mundo».

Todavía pienso lo mismo sobre la belleza de los caballos.

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