De Interés

Ser cristiano hoy

Armando Rojas Guardia (1950), es uno de los escritores mayores de la segunda mitad del siglo XX venezolano. Nace literariamente con el grupo Tráfico,que con algunos coetáneos marca la apertura de una nueva etapa en la literatura contemporánea nacional, en especial en la poesía.

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Armando Rojas Guardia
Texto: Fernando Rodríguez | FOTOGRAFÍA: PATRICK DOLANDE

En pocas palabras el paso del simbolismo a una poesía apasionada por la claridad y la comunicación, lo cotidiano y lo conceptual, más cercana a la lírica norteamericana que a la francesa. Dentro de este nuevo espacio, y en toda la literatura nacional, Armando tiene un lugar muy señalado, marcado por una entrega sin límites a su vocación religiosa, su forma vital y el destino único de su escritura. Pero además no es cualquier religiosidad, su Dios para decirlo con uno de sus más afamados títulos es “El Dios de la intemperie”, ensayo del cual se conmemoraron treinta años en 2015 y que es sin duda un hito de nuestras letras.

Ese Dios no se quiere protegido por ninguna dogmática inamovible sino expuesto a todos los desafíos y abismos, teóricos y espirituales, lo cual le permite al escritor enfrentar con una vastísima cultura el diálogo con las grandes corrientes del pensamiento y de la estética universales, asumir diáfanamente su homosexualidad, combatir victoriosamente un doloroso mal psíquico o mantener una abierta y militante posición política orientada por el amor y el sacrificio por el prójimo.

Su obra ha alcanzado ya una vasta extensión y es reconocida no sólo en el país, acaba de ser nombrado académico de la lengua, sino por cada vez más numerosas ediciones en el extranjero. Por ejemplo, está en vías de salir en Norteamérica una vasta antología de sus ensayos que se suma a libros y muestras de poemas y ensayos editados en varios países hispanoamericanos y europeos. Quisimos hablar esta vez con el cristiano más que con el escritor, si tal escisión es posible en su caso.

–Tú eres un cristiano integral, tanto en tu vida como en tu obra, es el signo de tu existencia. En ese sentido tú mismo has llegado a considerarte como una rara avis en el mundo cultural venezolano. ¿No será que es verdaderamente curioso practicar la religiosidad radical en un Occidente cada vez más laico, tecnológico, individualista, hedonista…
–Efectivamente, en mi vida no hay pasión mayor, ni filosófica ni estética ni sensual ni práctica, que la de ser cristiano. Pero me toca vivir esa pasión en el contexto de un Occidente moderno y postmoderno: determinados rasgos culturales de nuestra civilización se muestran como generadores activos de ateísmo, induciendo una visión del hombre y de sus relaciones con sus semejantes y con la naturaleza que tienden a dificultar el acceso a la Trascedencia, en definitiva a Dios.
Heidegger, sobre todo en la segunda etapa de su evolución filosófica, hablaba de que la civilización tecnológica provoca un ocultamiento del Ser. Y Max Weber señaló, dentro de esta, un «desencantamiento» del mundo que tiende a reducir la realidad a su aspecto puramente manipulable: desencantamiento de la naturaleza traducido en compulsiva producción económico-industrial, con el predominio absolutista de la racionalidad instrumental, de lo empíricamente verificable, en desmedro de lo cualitativo, de lo no-tasable, de lo que no puede ser objeto de explotación económica y técnica; y desencantamiento, también, de la misma sociedad, el cual conduce a la hipertrofia de lo burocrático-administrativo con su objetivación de las relaciones personales, reducidas a lo abstracto, clasificatorio y legalista.
Pero el teólogo norteamericano Harvey Cox afirma: «…la fe es políticamente relevante tan solo porque se presenta en cualquier momento dado con una perspectiva que parece un tanto desfasada, incluso misteriosa, para quienes no poseen dicha perspectiva. Pero este carácter desfasado es lo que le da a la fe su fuerza, su perspectiva crítica y su capacidad de persuasión moral».

–En algún momento de tu vida pretendiste vivir una religiosidad sin iglesia, luego decidiste volver a su seno, como sintetizas esas instancias ahora, al fin y al cabo ¿sigues siendo un cristiano de la intemperie?
–Vivo la relación existencial con mi Iglesia del mismo modo en que vivo la integridad de mi fe: a la intemperie. En muchos aspectos, soy un marginal, un periférico dentro de la Iglesia. Y, sin embargo, yo me digo a mí mismo, siempre, a conciencia, que soy su hijo. Soy hijo de la comunidad cristiana, de los hombres y mujeres que con su testimonio y su palabra esculpieron en mí la columna vertebral de una axiología y una ética sin las cuales no me parece auténticamente vivible la existencia humana.
Mi espíritu infantil, juvenil y adulto se expandió a sus anchas dentro de esa comunidad heterogénea y, no obstante, convergente. Siempre he sido escuchado por la comunidad aun cuando viviera en sus márgenes. Ella me ha aportado y aprontado hermanos precisamente cuando la miraba con desdén. Me ha otorgado en todos los momentos la vivencia nutricia, anterior a las palabras y al razonamiento, de una pertenencia, un suelo imbatible, una patria rocosa. Si me escandalizan sus crímenes históricos, puedo comprobar enseguida, no solo que la santidad que ella también conoce la interpela siempre, sino igualmente que está en capacidad de mostrarme los más rigurosos ejemplos de bondad que nuestra cultura ha contemplado.

–¿Cómo piensas la relación de tu literatura con la religiosidad?
–Permíteme que establezca una analogía. El acto cristiano por excelencia es el de partir, repartir y compartir el pan. Jesús, la misma noche en la que iba a ser entregado a la tortura y a la muerte, partió, repartió y compartió con sus amigos el pan, diciéndoles que en adelante realizaran ese mismo acto en memoria suya. Cada vez que los cristianos, en su nombre, partimos, repartimos y compartimos el pan, nos comulgamos, en Cristo, los unos a los otros, nos entregamos, simbólica y sacramentalmente, los unos a los otros.
Pues bien, la obra estética, y la poesía en particular, es un pan sagrado que debemos partir, repartir y compartir. Nunca escribo para mí solo: tengo siempre en la mente a mi posible lector. Su presencia mental, dentro de mi creación literaria, es una demanda interpelante.

–¿Eres un ecumenista radical, ateos incluidos?
–Algunos de mis mejores amigos son ateos; otros, agnósticos. Ese su ateísmo constituye para mí una permanente interpelación que me convoca a depurar mi fe, a deslastrarla de todo tipo de pensamiento mágico, a hacerla hablar el idioma mental del mundo contemporáneo, a vivirla de manera cada vez más adulta. Ante la bondad y la pasión por la fraternidad de varios amigos ateos, me siento inclinado a asentir ante la afirmación de Ernest Bloch: «Solo un cristiano puede ser un buen ateo. Solo un ateo puede ser un buen cristiano».

–¿Qué opinas del estilo, a mi entender realmente nuevo, extremadamente mundano, de Francisco I ?
–El papa Francisco fue la mayor parte de su vida un jesuita. Y ya en mi noviciado dentro de la Compañía de Jesús le escuché decir a un compañero: «Para nosotros, los jesuitas, nuestro convento es el mundo». Esa sana «mundanidad» de Francisco lo ha llevado a quebrantar moldes estereotipados y clisés y a hacerse cálidamente próximo: no vive como sus antecesores en el Palacio Apostólico; desayuna, almuerza y cena con los curas y los laicos que viven en la Residencia Santa Marta. Por cierto, almorzó hace pocas semanas con un grupo de indigentes y pordioseros que viven a la intemperie en las calles de Roma.
Su énfasis en la misericordia como núcleo central de la experiencia cristiana traduce para nuestro tiempo aquel «conmovérsele a uno las entrañas» que los cuatro evangelios canónicos señalan como la actitud básica y permanente de Jesús ante el sufrimiento humano, especialmente el sufrimiento de los socialmente últimos, de aquellos «nadies» que no cuentan nada para la tópica convencional: «sal corriendo a las calles y plazas tráete a los pobres, los lisiados, los ciegos y los cojos» (Lucas 14, 21): esa es la suprema invitación al banquete mesiánico.

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