Hace poco nos comunicamos, cuando quise saber cómo estaba después del huracán Irma. Su carta me hizo llorar:
“Desde que ocurrió el huracán Irma en Florida he estado observando todos los árboles de mi urbanización. Con tristeza veo cómo arboles tan imponentes fueron arrancados de raíz como si tantos años de vida y haber echado raíces no significaran nada para la naturaleza. No puedo dejar de ver la ironía en la semejanza con el venezolano que emigra a otros países. De ese venezolano que abandona su país por necesidad, pero que deja sus raíces bien clavadas en Venezuela y siente que la vida se las quiere arrancar como el más fuerte de los huracanes”.
Clara cada vez que me escribe habla de Venezuela. Entiendo su necesidad de hacerlo, porque hablar de Venezuela es una manera de quedarse, aunque se haya ido. En ocasiones siento que su estadía en Florida es una especie de hibernación mientras regresa. Recuerda a sus padres, agradecida por la disciplina con la que fueron educados. Aprecia la frugalidad de su madre, quien le enseñó el valor de las cosas. Evoca las entrañables visitas a Barquisimeto a la casa de sus abuelos, la libertad que sentía corriendo por los grandes jardines y permaneciendo tanto tiempo al aire libre. Las comidas, los olores, la música, los animales. Todo lo que fácilmente detona recuerdos. Me narra las historias de la tía que venía de Dinamarca y cuyas costumbres, a los ojos de los pequeños, lucían tan peculiares.
“Cuando vi el árbol más grande de mi zona desgarrado de la tierra me impresionó ver que sus raíces crecían hacia los lados… No eran profundas… ¡entonces entendí por qué cayeron tan fácil! Sus raíces eran pocas y débiles. Me imaginé que ese árbol representaba mi vida acá en Estados Unidos, que crecía constante, pero sin aferrarse a esta tierra extranjera… Que necesita más sustento y más amor para sumergirse en ella…”
Al llegar a este párrafo, respiré profundo. ¡Qué símil tan perfecto, el del árbol cuyas raíces no penetran en la tierra! Sé que la razón real es quizás el terreno pantanoso donde crecen, pero la visión de las raíces creciendo de lado y superficialmente era demasiado potente y dejé que mis lágrimas salieran. Llorar lava el alma. Pensé en mis hijas, otros árboles tratando de echar raíces en tierras foráneas. ¡Es que los venezolanos no fuimos diseñados para emigrar!
“Así transcurrieron varios días y yo seguía viendo el árbol que se iba secando. Nadie lo recogía pues era muy grande… ¡Ese árbol murió y no dejó legado! ¡Se fue y no dio frutos! Tal vez no era oriundo de esta zona… ¡¡¡como yo!!! Y decidió obstinadamente crecer, pero de medio lado, por si acaso algún día tenía que hacer sus maletas y volver a su tierra”.
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¡Ay, querida Clara! Ojalá tú y los venezolanos que han tenido que marcharse obligados por la situación puedan volver. Porque te aseguro que cuando vuelvan, la reconexión con esta tierra bendita será inmediata, como si nunca se hubieran ido. Y eso es inédito en otras partes del mundo. Aquí, tus amigos siguen siendo tus amigos, porque para ellos no te has ido nunca, tus paisajes no dejan de ser familiares, tus costumbres viejas abrigarán a las nuevas y para evocar tus recuerdos hay mucha gente que te ayudará porque los vivió contigo.
“Y así se le pasó la vida. Se volvió viejo. Dio sombra y amor, pero nunca se aferró a esta tierra, siempre regañando a sus raíces para que no se clavaran muy profundo. Cada vez que el árbol se sentía cómodo y alegre crecía un poco más. Le empezó a gustar la vida fuera de su país, como por ejemplo los colores de la naturaleza, los atardeceres, las lluvias con sus truenos, el olor a playa mezclado con aire acondicionado… ¡Pero qué difícil olvidar el olor de su tierra! Aunque iba lográndolo… le gustaba el orden ¿y por qué no? las fiestas, aunque nunca como las rumbas de donde él venía, ésas donde te sorprende el amanecer entre amigos. En fin, el árbol se iba relajando y se dejaba crecer, pero siempre con su nostalgia. Cedía y recogía y esas raíces confundidas ya no sabían qué hacer, hasta que poco a poco, el árbol o yo -ya ni sé de quién estoy hablando- decidió no terminar como ese otro árbol, tan bello, tan imponente, pero muerto con la primera tormenta fuerte o huracán».
Luego hablamos por Skype y Clara me pidió que le enseñara la vista desde el balcón de mi casa. Suspiró cuando vio el Ávila y luego gritó de emoción al ver lugares conocidos y entrañables. Recordé los versos de Juan Antonio Pérez Bonalde en “Vuelta a la patria”:
“¡Caracas, allí está!” dice el auriga,
y súbito el espíritu despierta
ante la dicha cierta
de ver la tierra amiga”.
Y es que las raíces de esos árboles que se han ido siguen viviendo en tierra venezolana, esperando que su tronco, ése que como dice Clara crece de medio lado, algún día haga sus maletas y vuelva a casa.]]>