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Adiós a la Reina, la última superestrella

La Reina Elizabeth II era el último símbolo de un mundo analógico, televisado, de leyendas vivas que profesaban verdades y misterios. Con su partida, termina la era de las superestrellas y la cultura compartida: ante nosotros, un mundo fragmentado y atomizado. Partió el último monolito de la modernidad mediática

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“Al desearles a todos una feliz noche”, dijo la princesa Elizabeth en una alocución de radio en octubre de 1940, “siento que estoy hablando a amigos y compañeros que han compartido con mi hermana y conmigo muchos Hora del niño felices”. Tenía 14 años y era su primer mensaje público al pueblo inglés, dirigido a los niños que habían sido evacuados durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial.

“Cuando venga la paz”, dijo para cerrar, “recuerden que será para nosotros, los niños de hoy, hacer del mundo de mañana un lugar mejor y más feliz”.

Inesperado para una princesa que se vio forzada a heredar el trono por la abdicación de su tío, la segunda era isabelina –el reinado más longevo de la historia del Reino Unido y el segundo más longevo de la historia europea– definiría aquel mundo del mañana. Estamos hablando de una monarca cuya aparición pública coincide con el blitz y termina con las preparaciones para enviar la primera mujer a la Luna.

Para ponerlo en perspectiva: cuando la Reina Elizabeth II ascendió al trono, el Primer Ministro era Winston Churchill -figura legendaria, inmortalizada en el panteón de los héroes modernos-, nacido en 1874. La última Primera Ministra de la Reina, Liz Truss, nació en 1975. Un siglo entre ambos. Una misma reina.

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La Reina Elizabeth II, el 2 de junio de 1953, el día de su coronación (AFP)

Por su larga permanencia, la reina se convirtió en una suerte de nodo cardinal para el mundo. “Durante toda mi vida, Su Majestad la Reina Elizabeth II siempre ha estado ahí”, escribió Mick Jagger. “Diría que su persona y condición femenina se han vuelto inmanentes a la mismísima institución monárquica en la conciencia mundial”, tuiteó el analista Alejandro Armas, “Decir ‘Rey de Inglaterra’ suena raro, como de una era remota”.

Un mundo sin Reina, de momento, suena como un mundo sin Papa. Y es que la Reina, como el Papa, es una suerte de encarnación corpórea y terrenal de ideales mayores. “El error está en ver al monarca como una persona ‘común’, con domicilio y cédula de identidad”, me dijo Diego Arroyo Gil, refiriéndose a quienes han criticado a la monarquía: “O como si fuera gerente general de Procter & Gamble o un presidente de gobierno de turno. El monarca asume una función simbólica, y la función simbólica es tan importante como la función ‘operativa’”.

La Reina Elizabeth es el último símbolo de un mundo analógico, televisado, de leyendas vivas que todavía profesaban verdades y misterios. “Cuando apareces haciendo tus deberes en público no eres tú”, le diría el personaje de Winston Churchill a la Princesa Margaret en la primera temporada de aquel éxito de PR monárquico que es “The Crown”: “Y nadie quiere que tú seas tú, quieren que seas eso. La Corona (…) el minuto que te conviertes en ti, destrozas la ilusión, rompes el hechizo. Lo que la gente quiere es alguien que la habite (…) que la haga carne y sangre, que la traiga a la vida”.

La Reina –sin mostrar emociones públicas, sin expresar opiniones políticas, escasamente soltando una lágrima o una sonrisa, incondicionalmente dedicada al servicio de su país y firme en liderarlo moralmente por siete décadas– se desligó de los límites y las pasiones de la vida humana ante los ojos del mundo. Fue una institución andante: un mito atávico, inmaculado, que no revelaba sus misterios a pesar de su ubicuidad. En ella, el pueblo inglés y los ciudadanos del mundo -como bien dijo el mensaje de despedida del nuevo Rey Charles– encontraron ideales, el nodo cardinal una vez más, transformados en una mujer que parecía inmortal. La Reina era fuerza ante el conflicto, era cariño y seguridad maternal, era guiatura en momentos de difusión moral: era, quizás, el gran consenso donde los diferentes sectores del Reino Unido encontraban un lugar común.

Elizabeth II es el último gran mito, distante y desprovisto de la vida común de los hombres, en un mundo fragmentado. El último ícono de lo que la escritora feminista Camille Paglia describiría como el “renacimiento de los dioses en las idolatrías masivas de la cultura popular”, parte de una tradición occidental, del paganismo latente, que hace de “la personalidad y la historia numinosos objetos de contemplación”.

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Quizás por sugerencia de su esposo el Príncipe Phillip, otro que buscó modernizar a la monarquía desde el primer instante, la Reina también (o sin duda, porque la omnipresencia no se logra de otra manera) fue un fenómeno mediático: de la pantalla, cinemático, como una estrella de la era dorada de Hollywood. Elizabeth era, por excelencia, un artefacto comunicacional del siglo XX.

Su primer mensaje público fue por medio de la radio, el primer gran medio de masas. Su coronación fue la primera en ser transmitida por televisión en vivo. Cuando murió la Princesa Diana, enfrentando una crisis de relaciones públicas, bajó su cabeza en pleitesía ante el féretro: todo ante la cámara, para el visto bueno de sus súbditos. Enviaba mensajes televisivos cada navidad, como también lo hizo durante la cuarentena del coronavirus; trajo cámaras televisivas al Palacio en los sesenta para humanizar a la Corona.

Incluso, al día siguiente del atentado a las Torres Gemelas, solicitó –rompiendo el protocolo– que la banda del cambio de guardia del Palacio de Buckingham tocase el himno de Estados Unidos. Todo en un balance con la tradición, con el hechizo o la ilusión hecha mujer: ¿Porque qué es una transmisión televisiva sin las enormes coronas con diamantes, las doradas condecoraciones del príncipe, las túnicas con pieles y el orbe y cetro relucientes?

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(AFP)

“El siglo veinte no es la Era de la Ansiedad sino la Era de Hollywood”, diría Paglia: “Lo adoramos [al culto de la personalidad pagano] con el poder del ojo occidental. La pantalla de cine y la pantalla de televisión son sus precintos sagrados”. Para Paglia, los medios de masas –específicamente el cine– habían revivido el culto pagano del ojo: del exhibicionismo cultico. “No hay tal cosa como la ‘mera’ imagen”, dice en su libro Sexual Personnae: “La cultura occidental está construida en relaciones de percepción. Desde las inmensas dios-proyecciones de antiguo culto celestial a la maquinaria infla-celebridades de la promoción comercial americana (…) Todo dios es un ídolo, literalmente una ‘imagen’”.

Por ello, como la Reina Elizabeth II, hasta principios del siglo presente existió un universo de estrellas mediáticas, de ilusiones en pantalla, que cautivaron las aspiraciones de buena parte del mundo: tiempos forjados por gatekeepers, donde cientos de miles de personas se sentaban a una misma hora a ver el mismo canal, donde la música y sus ídolos se definían en las emisoras de radio y MTV, donde la conversación pública y sus participantes se definían en las páginas bien curadas de los grandes periódicos y donde las multitudes asistían semanalmente a las salas de cine a ver el siguiente gran blockbuster que definiría a una generación. Este mundo mediático, de cultura de masas, creó por varias décadas un consenso cultural.

Postales de un mundo de cultura popular compartida, de celebridades inalcanzables –verdaderos productos creadas por programación de MTV o la BBC y playlist de emisora FM; ilusiones, hechizos hipnóticos sobre las masas, mitos de la pantalla distantes de la inmundicia y las infelicidades de la vida mortal: más de 50 millones de estadounidenses viendo el episodio final de “Friends” en mayo del 2004. O el fenómeno Britney Spears a principios de los dos mil, antes de aquel breakdown de cabeza rapada: the bride of America; valquiria sureña y baptista que conquistó a una generación entera de niñas adolescentes con su “pulcritud acampada deliciosamente entre mujer y niña”, diría Paglia.

Más postales: colas de multitudes eufóricas –como aquellas que, entre gritos y llantos, recibían a The Beatles– que abarcan varias cuadras para comprar las entradas para ver la primera película de Star Wars o puestos del ejército americano que esperaban fuera de las salas para recibir, listos para inscribirse, a audiencias atónitas por la gloria militar de Topgun.

Aquellos años de turbas de preadolescentes comprando cuadernos y afiches de la nueva celebridad montada en el altar de la Virgin Store, de listas de éxitos definidas por la repetición, de niños que veían los mismos programas de televisión –a la misma hora, los mismos días– han terminado. Spotify y SoundCloud han eviscerado a las emisoras, MTV desapareció hacia la insignificancia y los canales de televisión parecen transformados en arcaísmos inflexibles ante los servicios de streaming y la tempestad de videos infinitos que es Youtube. ¿Qué es un periódico hoy sino una voz, entre miles, algunas brillantes, otras degeneradas, en aquel griterío informático e instantáneo, que son las redes sociales? Vivimos en la era del parpadeo, de las diez mil millones de ofertas particulares, cuyas vaguadas han arrasado con los gatekeepers, con los largos períodos de atención y reflexión, con el ídolo compartido por orden del mundo corporativo y con los mitos. Estamos tribalizándonos, atomizándonos.

En un mundo en el cada quien ve y escucha lo que quiere con algoritmos personalizados más nunca habrá, por ejemplo, multitudes en Times Square viendo un final de “Friends”.

Las redes, además, han tumbado las barreras: el mito, la ilusión, se ha roto. Vemos a las celebridades constantemente, como personas imperfectas, cepillándose los dientes, peleándose en comentarios, alcoholizándose en fiestas y transmitiéndonos sus vidas caóticas a toda hora y todo momento. Los dioses, con las alas rotas, se han estrellado.

Ante estos movimientos sísmicos, la “terrenización” de las estrellas y el colapso de la cultura compartida, la Reina se convirtió en el último mito: hasta el Papa Francisco se ha humanizado, en tiempos de escándalos híper-viralizados y narrativas descontroladas, se ha vuelto imperfecto –desligado del halo inmaculado, encantador de masas fervorosas, que Juan Pablo II tuvo en vida.

Quizás estamos retornando al mundo previo a los medios de masas. Nunca volveremos a “ese mundo” del “consenso de masas” del New York Times y “esperar que una nación cohesiva lo crea”, escribió Antonio García Martínez en su Substack: de hecho, para García Martínez, las redes sociales están repitiendo el efecto que tuvo la imprenta, dos siglos europeos de “violencia infinita y desorden donde un orden mundial fue despedazado sin nada que reemplazarlo bien hasta el siglo XVIII” por el esparcimiento rápido de textos y panfletos protestantes en la Europa católica. Quizás estamos retornado a la Guerra de los Treinta Años y su mosaico de micro-estados en guerra.

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Ofrendas ante el Palacio de Buckingham (Ben Stansall / AFP)

Ortega y Gasset también nos puede dar un vistazo de nuestros tiempos fragmentados desde 1921, previos a los medios de masas: “Cuando en una nación la masa se niega a ser masa -esto es, a seguir a la minoría directora–, la nación se deshace, la sociedad se desmiembra y sobreviene el caos social, la invertebración histórica”. Nos encontramos –como demuestran múltiples encuestas y mediciones en diferentes naciones– en tiempos de soledad epidémica, de decrecientes asociaciones civiles, de atomización social, de desconfianza en auge, de cámaras de eco informáticas, de espirales de desinformación, de niños con miradas perdidas en YouTube y de instituciones carcomidas.

¿Cómo va a haber organización en la política?, se preguntaba Ortega y Gasset sobre una sociedad invertebrada “en la convivencia social misma”, ¿Si no la hay ni si quiera en las conversaciones? En un mundo de salas de cine que cierran, nos estamos quedando sin cultura compartida; sin comunidad.

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La figura de la Reina Elizabeth II, aquel último mito, cautivó a las mentes del planeta porque representaba la verdad absoluta de su institución antigua en un mundo posmoderno escéptico de cualquier verdad y escondía misterios –escondía personalidad– en un occidente racional, ilustrado y sobrecargado de información. Con aquel velo simbólico que la separa de los mortales, se transformó en el consenso y en la piedra angular del mundo inglés. Un último espacio común en un mundo occidental que epistémicamente se cae a pedazos.

“No puedo dirigirlos a la batalla. No les doy leyes o administro justicia, pero puedo hacer algo más”, dijo en su mensaje navideño de 1957: “Puedo darle mi corazón y mi devoción a estas viejas islas y a todos los pueblos de nuestra hermandad de naciones”.

Entregada a la Corona, al hechizo transformado en persona, dedicó su vida al servicio a su país; siendo un ejemplo de empeño, compromiso y liderazgo; dirigiendo al Reino Unido mientras atravesaba sus mayores retos en casi dos siglos: el ocaso del Imperio Británico; las deudas y la escasez de la posguerra (su vestido de matrimonio fue comprado con cupones de racionamiento), la guerra del Suez y las descolonizaciones en el Tercer Mundo, el youthquake de los sesenta que psicodélicamente puso de cabeza las normas sociales, la Guerra Fría, el desgaste del Estado benefactor y la revolución Thatcher, la muerte de Diana; los atentados terroristas en el metro de Londres, el Brexit y la pandemia del coronavirus.

“Juro ante todos ustedes”, dijo en 1947, desde Sudáfrica, en su cumpleaños 21, “que mi vida entera, sea larga o sea corta, estará dedicada al servicio para ustedes y para nuestra gran familia imperial a la que todos pertenecemos”. Firme, sonriente en su última foto, cumplió sus deberes hasta el final: reuniéndose con la nueva Primera Ministra dos días antes de fallecer.

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Elizabeth II, justo antes de reunirse con la primera ministra Liz Truss, el 6 de septiembre de 2022, en el Castillo Balmoral, en Escocia (Jane Barlow / POOL / AFP)

Con su muerte se entierra el mundo de posguerra previo a la caída del Muro de Berlín: un mundo de ‘grandes familias imperiales’, anterior a la posmodernidad, al colapso de las metanarrativas, a las ideologías hechas papelillo, a las múltiples verdades, a la invertebración; aquel mundo que una foto del también recientemente fallecido Mijaíl Gorbachov junto a Reagan y George H.W. Bush –y las Torres Gemelas de fondo– engloba perfectamente.

Ha muerto el último lazo simbólico con una era pasada: una figura que gobernó por el equivalente de 30% de la existencia de Estados Unidos, que se reunió con Harry Truman y Winston Churchill y que fue jefe de Estado durante la Guerra Fría, el colapso de la URSS y la invasión de Putin a Ucrania. Ha partido el último monolito de la modernidad. Ha cerrado la era isabelina.

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La Reina Elizabeth II partió de este mundo como los guerreros en las mitologías nórdicas: cabalgando el Bifröst, el puente de arcoíris que une al mundo de los hombres con Asgard, el reino de los dioses.

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Estatua ecuestre de la Reina Elizabeth II en Rideau Hall, Ottawa, Canada (Dave Chan / AFP)

Cuando bajaban la bandera a media asta en el Castillo de Windsor, un arcoíris se dejó ver durante unos pocos minutos. Quizás era un último mensaje: una señal, como aquella que recibió Noé al ver un arcoíris entre las aguas que retrocedían, que nos asegura –brincando entre los pedazos del mundo posmoderno– que nosotros también resurgiremos de nuestro diluvio.

A varios kilómetros de distancia, en Londres, un arcoíris doble también apareció sobre las multitudes que se reunieron afuera del Palacio de Buckingham. Cuando se supo la noticia de su muerte, se hizo silencio. Siguió el canto: Send her victorious, happy and glorious, long to reign over us, God save the Queen!

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