Deportes

La efectividad no existe

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FOTO: EFE

Futbolistas, entrenadores, periodistas e hinchas hablan de ella, asignándole la condición de virtud perfectible a través del tiempo y el entrenamiento, pero tales características la convertirían en algo que no es: manipulable a la voluntad del ejecutante.Tengamos en cuenta lo que el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define como efectividad: «Capacidad de lograr el efecto que se desea o espera». ¿Es posible eso en el fútbol? Permítame dudarlo.

El fútbol, atendiendo a una de las tantas reflexiones de Juan Manuel Lillo, vive entre las posibilidades y las probabilidades, entendidas las primeras como supuestos, y las segundas como esos supuestos dentro de un contexto llamado realidad. Si nos dejamos llevar por el pensamiento convencional y el reduccionismo, el análisis partiría exclusivamente del resultado, por lo que habría que emparentar a la efectividad de acuerdo al objetivo planteado antes de cada enfrentamiento.

Pero como en esta tribuna se defiende la complejidad y todo lo que ella esconde, al reduccionismo lo mandamos al mismísimo carajo, tan solo porque debemos aceptar que no sabemos nada, y que aún, afirmando eso, pecamos de soberbios, porque realmente ni si quiera estamos preparados para saber que no sabemos nada. En fin, que lo que a continuación viene no es más que una simple aproximación, un desafío a las medias tintas que hacen vida en el fútbol.

Idealmente, en el fútbol se entrena para jugar, o mejor dicho, se trabaja para construir contextos en los que el futbolista se sienta desafiado y a la vez atraído a ese desafío que significa evolucionar; se parte de un plan de acción conocido como modelo de juego -que no es sino la identidad propia de ese colectivo- y de ahí se empiezan a desarrollar escenarios en los que -y aquí nos encontramos con lo que sería «lo ideal»- ese conjunto de seres humanos pongan en práctica todo aquello que les es propio de su naturaleza y que emerge de las sinergias típicas de un deporte colectivo.

Pero llegado el partido, todo lo imaginado y entrenado se enfrenta a la realidad: varios condicionantes, entre los que están el rival, su plan, su reacción, su contrapropuesta, el contexto y, no por última menos importante, las emociones, esas que impulsan al mejor de los delanteros a fallar un gol cantado.

Ojo, la misma influencia tiene el terreno de juego, donde la pelota pica distinto a lo pensado, y por ende empobrece lo que parecía un remate de antología.

Teniendo en cuenta este limitado inventario de factores capaces de modificar el plan -es imposible enumerarlos todos, el humano no está educado para ello- y las intenciones iniciales, es pertinente retornar a la definición de efectividad y preguntarse si en el fútbol, actividad que como pocas describe al humano, es posible hablar de efectividad sin asociarla a la suerte, condición que realmente tiene una real influencia en el juego, a diferencia de esa supuesta «capacidad de lograr el efecto que se desea o espera».

Olvidemos los discursos de cassette que limitan nuestra capacidad de reflexión, y pongamos pausa en medio de tanta locura. Llegó el tiempo de cuestionar, de desaprender todo lo aprendido solo para aceptar que todo aquello que nos mantenía a flote, y hasta nos mostraba como falsos expertos, no era más que mentiras enarboladas con la intención de justificar lo injustificable. Como la efectividad o los porcentajes de posesión. El juego debe ser explicado y comprendido, de lo contrario, dejemos a la efectividad dónde está y seamos nosotros quienes nos vayamos al sipote mismo.

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