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Carta de alguien que no había visto a la Vinotinto Sub-20

Escribo como alguien que tiene menos autoridad para hablar de la Vinotinto sub-20 que usted, lector, tuitero, aficionado que sabe más que yo sobre los nombres, los apellidos, las fechas y lugares de nacimiento, los clubes y los movimientos tácticos.

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Fotografía: EFE

Escribo como alguien que no se sentó a ver los partidos de Venezuela en la primera fase del Mundial, que trabaja horas extra en la computadora de madrugada para medio redondear unos churupos, que tiene la vida vuelta un desastre desde hace dos meses, que esta semana ha tenido que cargar tobos de agua, que está almorzando un par de galletas Charmy, mi verdadero artículo 350: al menos hasta este lunes al mediodía, la galletica Charmy estaba costando todavía 350 bolívares en los kioscos.
Escribo como alguien que de milagro agarró el juego ante Japón y se encontró un juego de octavos de final que no parecía tan de octavos de final por el ritmo calculado y los asientos vacíos.
Escribo como alguien que apenas se familiarizó este martes antes del amanecer con una Vinotinto de talento asimétrico pero razones para la ilusión. Que tuvo que dejar grabando la prórroga para ir a hacer la cola de un pan miserable que nunca salió del horno y escuchó por boca de unos gochos de un camión de verduras que apenas esta semana se están animando a volver a Caracas en medio de la guerra por cuotas: “Está ganando Venezuela”.
Escribo como alguien que se contentó estúpidamente porque, en el mediocampo, en el que asume el liderazgo se llama Yangel Herrera y no Ronaldo Lucena, muchacho que no tiene la culpa de que su apellido me recuerde a una señora que solamente va a la velocidad de la Luz-ena cada vez que el presidente le pide pasarle por encima a la constitución.
Escribo como alguien que piensa que el verdadero crack de este equipo, tenga o no tenga un buen partido, se llama Adalberto Peñaranda, un jugador extraño, muy corpulento para la zona en que se mueve y aparentemente displicente, pero con esos desplantes que sólo se le perdonan a los que nos convencen de que están sobrados. Japón, por cierto, tenía su Peñarandita y también con el número “7”: Doan.
Escribo como alguien que básicamente ve juegos del Real Madrid y que comparó un poco a Ronald Hernández con el lateral blanco Carvajal y a José Hernández no con Marcelo, sino con Nacho cuando sustituye a Marcelo.
Escribo como alguien que no sabía que se permitían cuatro cambios ni que las definiciones de penales del Mundial sub-20 se cobrarán en un nuevo orden al que mientan “ABBA”, un grupo musical que ya en 1992, ¡échenle pichón!, se prestaba para los chistes de uno de mis profesores universitarios: “ABBA era de la época en que uno comprABBA y viajABBA”. Menos mal que el jugador al que este martes aprendí a admirar, Yangel Herrera, se hizo un poco el quedado, se echó para atrás y apareció para el cabezazo que nos salvó de semejante enredo.
Escribo como alguien que se quedó esperando más de Sergio Córdova, al que se imaginó como una especie de segunda venida de Jhon Murillo, pero que igual le vio la disposición para retroceder y buscar balón cuando la cosa estaba fea y Japón había emparejado la inútil pizarra de los méritos antes de que Venezuela volviera a emparejar en el segundo tiempo.
Escribo como alguien que no sabe si creer esas teorías de que los asiáticos son rápidos pero que, a la hora de la chiquita, carecen de esa viveza y ese corazón que supuestamente sólo tenemos los venezolanos, ¡para lo que nos ha servido!
Escribo como alguien que prefiere pensar que la clasificación de la Vinotinto tuvo esa dosis de suerte que en general no tenemos los venezolanos como sociedad. Pero que tampoco hubo en este partido de octavos de final una terrible injusticia como las que aquí se cometen a diario.
Escribo, y ya casi me despido, como alguien que no sabe ya qué demonios representa una selección de Venezuela. ¿A un pedazo de tierra en el que una mayoría de sus habitantes se siente atrapado? ¿A un agujero negro en el mapamundi en el que una minoría se dispone a elegir a la carrera una Asamblea Constituyente que quizás terminará de enterrar todo el mundo que he conocido? ¿A un montón de gente temblorosa de miedo que, por instinto de esperanza, se sigue aferrando a relatos épicos idealizados que en el fondo más bien le ocasionan daño sicológico, como los de la Guerra de Independencia y el 23 de enero de 1958?
No lo sé. Escribo como alguien que no cree que esta Vinotinto de madrugada le dará esperanza y unión a “un país que está tan necesitado de buenas noticias”. Pero que, en todo caso, desea de buena fe que unos cuantos de estos muchachos consigan unos aceptables contratos en lugares del mundo donde puedan dormir sin despertarse con las pesadillas que tengo yo.]]>

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