Pocas décadas atrás, la joda y el bochinche eran la marca político-cultural que rondaba por nuestras calles, cuando estas sí eran de un pueblo polivalente, multisápido (Betancourt dixit) y pluripartidos; joda espontánea, sin malicia, con sonrisas y picardía casi inocentes, a conciencia de que, al final de la tarde, nos conseguiríamos al “oponente” en el mismo pasillo del bloque; descarga emotiva y democrática, sin cupo para el estrés, el agavillamiento sobre dos ruedas, o la zancadilla inesperada.
Por supervivencia, la joda fue haciendo suya la malicia, la ironía, la actitud mosca, paseándose por asfalto y web, incisiva, a veces con toque inteligente, otras con botellas sulfuradas; eran estos los nuevos salvavidas que flotaban para contrarrestar el bullying desde el poder, con su verbo agresivo, su verbo rudo y sus instrumentos letales.
Estas fotografías, extraídas de la serie Venezuela es una joda (Orlando Hernández), aluden al espíritu bonachón, colectivo, de amplio mosaico, que atestiguamos en los distintos partidos políticos y organizaciones sociales de los años ochenta; un patrimonio ciudadano, de vida, que el país grueso requiere y –seguro- logrará reivindicar.