La ciudad de Palu, una localidad de 350.000 habitantes en la costa oeste de la isla, quedó devastada el 28 de septiembre por el sismo de magnitud 7,5 al que siguió una ola destructora. Numerosos edificios y viviendas de esa zona quedaron reducidos a montones de escombros.
El viernes las autoridades dieron cuenta de 1.571 muertos en su último balance.
Se teme que cientos de personas hayan quedado enterradas entre los escombros en una zona residencial en el barrio de Balaroa, en Palu, donde la fuerza de la sacudida dejó el suelo hecho trizas.
«Creemos que más de 1.000 casas quedaron sepultadas, es probable entonces que haya más de 1.000 desaparecidos» en Balaroa, señaló a la AFP Yusuf Latif, portavoz de la agencia. Aunque «existe la posibilidad de que algunos de ellos consiguieran salir», agregó.
Tras varios días de espera, la ayuda internacional empezó a llegar a cuentagotas a la zona, donde cerca de 200.000 personas necesitan ayuda humanitaria urgentemente. Las vías de acceso y el aeropuerto quedaron muy dañados, lo que dificulta el abastecimiento.
Los supervivientes saquearon comercios para conseguir víveres, hasta que la policía –que al principio hizo caso omiso– intervino con arrestos y advirtió que dispararía contra todo aquel que fuera sorprendido robando.
Las autoridades se fijaron plazo hasta este viernes para intentar encontrar supervivientes entre los escombros. Pero, una semana después de la tragedia, las posibilidades de rescatar personas con vida eran mínimas.
La ayuda llega lentamente
El viernes, los rescatistas concentraban sus esfuerzos en seis lugares, incluyendo una playa y el barrio de Balaroa.
En el hotel Mercure, muy dañado, frente a las playas de Palu, los equipos de rescate indonesios y franceses parecían frustrados.
Habían detectado indicios de una persona viva bajo los escombros gracias a los perros y los escáneres pero, al retomar la búsqueda el viernes, ya no había señales de vida en el lugar.
Sin señales de vida
Ayer «podía haber una víctima que ahora está muerta, teníamos la señal del ritmo cardíaco y de la respiración […] lo que significa que era alguien que estaba verdaderamente inmóvil, confinado» pero «hoy ya no hay señal», explicó a la AFP el presidente de la oenegé francesa Pompiers de l’urgence internationale.
Aunque esas tecnologías no sean infalibles, Philippe Besson no escondía su gran decepción: «estamos frustrados, sobre todo».
Una semana después de la fatal catástrofe, muchas carreteras seguían cortadas y los restos dejados por el tsunami eran visibles por todas partes. Muchos habitantes, traumatizados, preferían dormir a la intemperie por miedo a nuevos temblores.
Los habitantes izaron banderas improvisadas con fundas de almohadas o sábanas para señalar los hogares en los que había muerto alguien.
Pero, con todo, la vida iba volviendo a la normalidad, con los niños jugando en la calle, las radios a todo volumen y la electricidad funcionando en algunos barrios.
«Esto mejora», dijo Azhari Samad, un agente de seguros. Pero, para que la zona se recupere del desastre «harán falta años», recalcó el hombre, de 56 años.
Tanto él como numerosos vecinos de la zona se preparaban para la oración del viernes, que debería congregar a multitud de personas en la ciudad, una semana después del sismo.
El vicepresidente indonesio, Jusuf Kalla, anunció en una visita a Palu que el estado de emergencia podría ser extendido varios meses, «hasta que los habitantes se levanten».
«Lugares como Balaroa, en donde no se puede vivir más, serán reconstruidos en otra parte», precisó.
Veintinueve países se comprometieron a ayudar, según el gobierno indonesio. La ONU prometió desbloquear 15 millones de dólares en ayudas. Pero, a causa de las dificultades logísticas y de las reticencias iniciales de Yakarta, la ayuda todavía no llegó a los destinatarios.
En los días que siguieron al tsunami, el aeropuerto de Palu solo estuvo abierto para los aviones militares. Pero, el jueves, se autorizó el tráfico limitado de aviones de línea, dando prioridad a los humanitarios.