Un día normal en Beirut. Estoy sentada en mi piso en Gemmayze, en el centro de Beirut, junto a mi amigo mientras veo por la ventana que da al puerto cómo una pequeña columna de humo sale desde allí. No parece nada serio.
De repente oigo un sonido similar al de un avión viniendo muy bajo y un estallido y recuerdo decirle a mi amigo Ahmad: «¿sabes? en Siria siempre oíamos ese sonido cuando algo explotaba». Sin acabar de hablar, todo estalla a mi alrededor.
Lloro, cierro los ojos porque estaba tan segura de que iba a morir que no quería ver cómo pasaría.
Cuando los abro, me levanto y corro hacia la puerta. Está trancada por la presión, la logro abrir y oigo a mi amigo gritar: «Ana, Ana ¿donde estás?».
Al darme la vuelta me doy cuenta de que toda una pared de la sala de estar se ha derrumbado.
“Estoy aquí Ahmad ¿dónde estás? ya vengo».
Le veo tumbado en el suelo de la sala. Puede caminar. De repente oigo a mi compañero de piso, que estaba con su novia, gritando desde su habitación: “Ana, Ahmad”.
Por suerte salen de la habitación y pueden caminar. Corremos escaleras abajo porque pensábamos que Israel estaba bombardeando el Líbano y teníamos que escapar.
Bajamos 4 pisos y veo a mi vecina de 65 años sangrando. Era incapaz de ayudarla, bajé sin nada, mi compañero de piso tenía su teléfono, tratamos de llamar a la Cruz Roja, a alguien que nos pudiera ayudar.
Quería llamar a mi madre en Siria, donde nací y de donde llegué al Líbano en 2015, pero sabía que no debía y no lo hice, no quería ponerla en una situación en la que se sintiera desamparada.
Miré hacia mi pecho y me di cuenta que estaba llena de sangre, mi cabeza tenía una brecha, mi cuello dos grandes cortes, mi barbilla estaba abierta y mi mano derecha tenía tanta sangre que no podía ni ver las heridas.
Ahmad con la cara llena de sangre me dio su camiseta para parar la hemorragia.
Salimos del edificio, estábamos en modo supervivencia.
Intentamos llegar a un puesto de la Cruz Roja que hay detrás del edificio. En el camino con la mano en la cabeza para tapar la herida, vi a mis vecinos, mis amigos, mi comunidad completamente destruida, parecía el apocalipsis. Gente corriendo por sus vidas. Un hombre gritaba con su hijo en brazos «ayuden a mi hijo».
Cuando llegamos a la Cruz Roja estaba cerrada y el edificio afectado, aunque había algunos sanitarios. A uno le pedí que cerrara la herida de mi cabeza y lo hizo.
La ciudad estaba atascada con vehículos, había que caminar hasta el hospital. Después de 15 minutos llegamos, pero no nos dejaron entrar porque estaban ya sobrepasados.
Fuimos a un segundo hospital y tampoco nos dejaron entrar, el siguiente estaba a 40 minutos a pie. Caminamos y caminamos y al llegar de nuevo nos impidieron el acceso.
Yo le rogué a un guarda de seguridad que me dejara pasar para que me pusieran unos puntos en el brazo. Entonces nos dimos cuenta de que la moto de un amigo estaba estacionada allí y le llamamos.
Nuestro amigo estaba ayudando a unos vecinos, salió a buscarme y pude entrar. El hospital estaba destruido, había gente recibiendo puntos y curas sentadas en el suelo e incluso una persona estaba siendo sometida a cirugía en la recepción.
Me senté y lloré, no por el dolor que no sentía sino por la imagen que estaba presenciando.
Finalmente tras un rato un médico me puso unos puntos en el hombro sin anestesia, con cualquier aguja e hilo que pudo encontrar tras limpiarlos con alcohol y una medicina rojiza. Una enfermera vino y me puso una inyección y otra me limpió las heridas, otros médicos siguieron viniendo a ponerme más puntos.
Tras varias horas salimos, a la puerta un hombre peleaba para que le dejaran entrar a ver a su hijo.
Volví a casa en moto. Tenía que recuperar mi documentación y tal vez el móvil. Hasta ese momento no sentía, no sentía ninguna emoción.
La moto se tuvo que detener a mitad de camino porque era imposible avanzar entre los vidrios. Las calles ya estaban oscuras y olían como a sangre, respirar era difícil.
En el edificio había gente de Defensa Civil, pedí que me dejaran subir y lo hicieron, y pude recuperar documentos y teléfono.
Al salir vi a mi vecina, una mujer ucraniana de 80 años sentada a la luz de una vela en una sala de estar totalmente destruida. Intentamos convencerla para que saliera, ella con mucha calma respondió con un no.
Pudimos irnos y llegar a la casa de una amiga en la otra parte de la ciudad. Al abrir la puerta le dije «no tengas miedo, parezco otra», y rompió a llorar.
Fui directamente a la ducha, me senté en la bañera pero no podía lavarme la cabeza. Me limpié como pude y empecé a llorar consciente de la suerte que tenía por estar viva.
Me acordé de los 6 años de guerra que viví en Siria, adonde la familia armenia de mis padres llegó huyendo del genocidio, y cuántas veces tuve suficiente suerte como para sobrevivir.
De repente mi amiga me dijo que estaba mi madre en el teléfono. Me limpié las lágrimas y como una psicópata sonreí y reí y lloré tratando de parecer que estaba bien.