Cultura

American Crime, Trump y el Nobel

Vargas Llosa dice en su más reciente artículo de El País que todos los que, como él, se habían ilusionado con que con el fin del comunismo el mundo navegaría inequívocamente hacia la libertad, ahora están sorprendidos ante lo que les depara la Historia: un mundo cada vez más conducido por personajes que parecen salidos de un reality show, la realidad imitando a la ficción, la tendencia de héroes inmorales del entretenimiento liderando la realidad.

Publicidad
AFP PHOTO / ZACH GIBSON

Y yo entiendo la sorpresa del Nobel, pero me parece que en su diagnóstico (lo que ve, lo que cree que pasa) no tiene razón. No es que la televisión no tiene contenidos perversos ni que sus series no estén en su mayor estado de popularidad y calidad de su existencia (aunque a Vargas Llosa le cueste no verlas sino como un arte menor). Sino que lo ocurre hoy con el mundo: los Brexits, los Trumps, tiene origen en un sentimiento bastante menos joven que la caja chica, visto por los siglos de los siglos en la humanidad.

Justo por esas paradójicas casualidades, recientemente vi las dos temporadas completas de American Crime, una serie que si pudiera le recomendaría a nuestro admirado escritor, para que vea que no todo lo que se hace en televisión encuadra en su teoría de la civilización del espectáculo. En la historia, creada para ABC por John Redley, un par de historias muy dramáticas se desarrollan para mantener nuestra atención.

En la primera, una joven desadaptada e incomprendida por su familia, busca refugio en el oscuro y callejero mundo de un negro cuya vida está rodeada de delincuencia y drogas duras. En la segunda, la presunta violación de un adolescente, causa una secuencia de revelaciones donde descubrimos el poder manipulador de una madre que abandonó y luego es motorizada por la culpa; también sabemos de una cúpula escolar que esconde conflictos para mantener su estatus; de un profesor que pontifica inmaculado en nombre de su ética, de la supremacía blanca, negra, hispana, asiática; de la malversada popularidad entre los colegiales; de la violencia como forma de poder.

Con un lente sociológico como el mejor cine francés de la década de los 60’s, la serie pone al microscopio lo que hay detrás de los grandes conflictos sociales de Estados Unidos: la intolerancia, la mirada del otro como un ajeno, la costumbre de ver en lo distinto algo adverso, y de tratar de preservar lo que es parecido como lo estándar.

Así, los pobres se escudan en el oprobio de los ricos, los blancos acusan la criminalidad de los negros, los latinos pretenden ser aceptados como americanos wasps, el gay es cómplice de la discriminación por temor a ser excluido, el perverso utiliza la discriminación sexual para filtrar sus inusuales placeres, el padre no acepta que su hijo sea delincuente y acusa a su nuera viuda, el que pecó se convierte en un tachado sin regreso por el resto, y así.

Ningún grupo asume responsabilidades por sus actos. Son los otros los causantes de cada una de sus desgracias, y esa incapacidad para ver todo su infierno en el otro, desenlaza en su incapacidad para verse a si mismos, encontrar una verdadera sociedad de iguales, y construir entre todos desde lo común, en vez de apartarse desde lo distinto.

Esa radiografía inusitada, valiente y maravillosa, no sólo muy bien escrita, dirigida y actuada, sino audazmente puesta al aire en la pantalla abierta, narra con mucha universalidad el discurso entrópico que utiliza Trump para dividir, en cuanto tema toque, y crear desde su discurso un nosotros y un ellos.

Siempre hay un culpable exógeno responsable de unas tragedias (en el caso de Trump las tragedias son recreadas) que unen al grupo protagónico en su contra: los mexicanos son violadores, los musulmanes terroristas, la prensa el enemigo, los Clinton la antítesis, los iraníes los aprovechadores, los políticos los charlatanes… Hay “otros”, distintos, que nos quieren hacer daño, y en unirnos contra ellos está la clave de la popularidad del líder. Lo que hará, además, que sus seguidores se sientan razonablemente legítimos, y en derecho de no aceptar a los que, por la razón que sea, son distintos.

Pasó entre árabes y romanos, y entre católicos y protestantes, y entre chavistas y demócratas, no fue un invento de la televisión

Publicidad
Publicidad