Opinión

Mucho gusto, Santiago

El primer mes en una nueva ciudad, la que se convertiría en nuestro centro de operaciones en este empeño por migrar diferente. Sin Ávila pero con Cordillera.

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FOTOGRAFÍA: DAGNE COBO BUSCHBECK

“Es como Caracas en diciembre”, me escuché decir una tarde de abril mientras caminábamos por el Paseo Huérfanos, en Santiago de Chile, a La Casona, nuestra casa para el momento y primera experiencia formal como voluntarios viajeros.
Aunque no me gustan las comparaciones -son tan antipáticas como generalizar- sentí muy familiares el sol tibio jugueteando con la brisa fresca.
Es lo primero que haces cuando te mudas a otra ciudad: compararla con la tuya.
Sin querer, casi como un acto reflejo, encuentras tus referentes y les das lugar en lo desconocido, sustituyes en tu imaginario el pasado con el presente y lo vas anclando en el futuro, reconociéndote en él.
Porque cuando eres emigrante, o comienzas a serlo, el futuro no es un montón de tiempo, ni un scroll infinito en el calendario o un plan lejano y distante, al contrario, es cada segundo que pasas acostumbrándote a tu nuevo huso horario, viajar en el metro sin necesitar el mapa, aprenderte nuevas palabras y desacostumbrarte a otras, probar nuevos sabores.
Somos fanáticos de las sopaipillas, una masita redonda frita hecha a base de auyama (zapallo) que venden en carritos callejeros, compramos 5 con una luca: mil pesos, casi 1,5 dólares, más o menos 55 mil bolívares (dependiendo del cambio diario, claro).
Pagamos 4 lucas para registrar en la notaría nuestras ofertas de trabajo, uno de los documentos solicitados como requisitos para pedir la visa temporaria como profesionales, que nos hicieron un par de amigos que necesitaban que los ayudáramos en sus proyectos personales. Esta fue la principal razón por la que nuestra primera parada fue la capital chilena, para regularizar nuestros estatus migratorios como queríamos, legalmente, sin trampas ni pagos fraudulentos.
No nos tardamos más de media hora en la notaría, por eso no pudimos evitar recordar que nos costó casi dos semanas hacer un trámite similar en un registro civil en La Guaira, mi pueblo, antes de venirnos.
El transporte público superficial no es “camionetica” ni “bus” ni “autobús”, es micro. Hay muchas rutas, la mayoría son 24 horas y cubren las zonas a donde el metro no llega, están divididas por colores y adentro no hay mas que asientos, escaleras, pasamanos, ni forros con faralados y el típico “Feliz viaje” o “prohibido comer”, ni todo el repertorio de salsa erótica o reggaeton. Nadie escucha al otro, cada quien ve la ciudad con un soundtrack particular.
El conductor está aislado en su asiento rodeado por paredes de acrílico transparente, a veces, ni siquiera escucha los buenos días y no necesita contar dinero: todo el transporte público funciona con una tarjeta, la bip, que compras y recargas en las taquillas del metro.
Nunca he sido fan del subterráneo, mi claustrofobia hace la mea culpa. Prefiero ir sentada en la ventana de la micro y ver a mi alrededor, curiosear, conmoverme, aunque pueda tardarme en entender lo que pasa frente a mí.
Una vez, un par de semanas luego de llegar, cuando la paranoia caraqueña empezaba a ceder y comenzaba a sentirme tranquila caminando en la calle -algo que no sentía desde hacía mucho tiempo- un hombre atacó con un cuchillo a un chico para quitarle el celular; el muchacho gritaba que lo ayudaran, el ladrón gritaba que se callara y la gente gritaba que cerraran las puertas para que no se escapara. En medio de los alaridos, salté a la acera y me quedé en silencio por mucho rato guindada al brazo de Miguel (ese por el que hablo en plural): la inseguridad, uno de mis peores referentes, había hecho trinchera en mi presente.
A partir de ahí, obligué a mi inconsciente a dejar de buscar el Ávila y ubicarme con la Cordillera, le puse más empeño en probar todas las frutas y los vegetales diferentes a los que conocía, me esforcé en entender los modismos y divertirme con el acento.
Me relajé, no tenía sentido dejar que el apego me arrastrara al burdo «es que aquí no es igual que allá», porque claro que no lo es ¡Es otro lugar! Le creé su propio espacio en mi imaginario a este Santiago que también tiene leones pero que no es de Caracas.
Ahora, aunque a veces me abrume su vastedad y sus dinámicas me pongan ansiosa (cuento para la siguiente columna), esta también es mi ciudad, la primera como @Emigrante_Erratico.
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