En The West Wing la política era un tránsito entre el diálogo, la habilidad y la estrategia, una depurada y elegante visión del poder que Aaron Sorkin moduló para sostener el argumento durante siete exitosas temporadas. En The Trial of the Chicago 7 hay mucho de esa concepción sobre lo que se mueve detrás de los hilos de los espacios de control legal, los vericuentos de la corrupción y la presión cultural como fronteras y límites de la justicia. No obstante, Sorkin no las tiene todas consigo para lograr un relato sólido, a pesar que la película es de hecho una notable narración sobre un hecho histórico de considerable relevancia en la cultura estadounidense.
No obstante, a la hora de contar, el director parece quedarse corto en la percepción del contexto y la forma en que afecta a los personajes: el argumento del film relata la historia del juicio federal contra ocho políticos radicales que se extendió durante casi un año y que puso en relieve, la forma en que los nuevos ideales de la calle y de la política estaban destinados a colisionar de una forma u otra.
La película intenta mostrar varios frentes a la vez, sin lograrlo del todo. Por un lado, analiza las implicaciones de los disturbios que terminaron en un enfrentamiento multitudinario entre manifestantes y la policía, mientras ocurrían una serie de desórdenes callejeros que comenzaron el 28 de agosto de 1968, cuando una nutrida manifestación marchó hacia el Anfiteatro Internacional en el que se celebraba el Congreso Nacional Demócrata.
Sorkin crea una percepción del conflicto que evade los matices y de inmediato, plantea la percepción sobre el desastre inminente. EEUU está cambiando y en medio de esa transformación habrá victimas. Entre ellas, los bienintencionados políticos que luchan en la calle junto a los ciudadanos. Se trata, claro, de una simplificación del conflicto, que funciona relativamente bien hasta que el guion debe mostrar a los detenidos, rostro y símbolo de la agitación política informal.
Entre los acusados estaban el activista por los derechos civiles y conocido pacifista Tom Hayden (Eddie Redmayne), el escritor y político Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen), el futuro empresario Jerry Rubin (Jeremy Strong) y el controversial líder del Partido Pantera Negra, Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II). La mezcla de ideologías, objetivos y sobre todo impacto cultural en el grupo, se convirtió en un debate recurrente que además, se convirtió en un violento sacudón a la memoria histórica estadounidense.
El grupo entero fue señalado y llevado a juicio, como parte de una supuesta conspiración para provocar lo ocurrido en la calle, en medio de un circo mediático, que permitió de una forma u otra, mirar a EEUU como un campo de batalla ideológico en plena transformación. Al final, los cargos de Seale serían retirados, por lo que sólo llegaron al estrado 7 acusados, símbolo de lo más selecto del liderazgo juvenil del país. Claro está, se trata de un suceso mayor que contrapone de una forma dura y por momentos burlona, la forma en que el país comprende su historia y en especial, las grietas de su consistencia política. Pero a Sorkin parece llevarle un considerable esfuerzo enfocar el centro de todo el debate: la noción sobre el ridículo y la temible desmitificación del aparato judicial estadounidense en menoscabo de un conservadurismo puro y duro que el director muestra en un aire casi satírico.
Para Sorkin parece ser de especial importancia el absurdo de un juicio que a medida que avanzó, mostró los colores — siempre turbios — de los debates invisibles en el país. Y lo hace usando todo tipo de alegorías que en conjunto, son tan obvias, que resultan incómodas, cuando no directamente ridículas. ¿Se trata de un juego de extrapolaciones sobre todo lo que aconteció frente y detrás del juzgado? ¿O una forma de exponer los baches dolorosos de algo más duro de asumir sobre la democracia, el poder y los temores ocultos? La película no lo aclara y Sorkis está demasiado ocupado en analizar la confusión pública alrededor del suceso. Desde el comportamiento extravagante del juez Julius Hoffman (Frank Langella) hasta el clima paranoico que se extiende en todas direcciones, el argumento es un diálogo amplio sobre los matices de una sociedad incapaz de reconocerse a sí misma y una cultura que soporta el peso de todo tipo de presiones internas.
Pero el guion tiene dificultades para narrar algo semejante sin caer en olvidos o en versiones de la historia: aunque muestra lo esencial, muchas de las situaciones que hicieron pasar el juicio a la historia terminan olvidadas por el afán revisionista del argumento o al menos, la intención de Sorkin de hacerlo más digerible. Aunque no duda en detallar sucesos extravagantes como el de los dos jurados que recibieron cartas amenazadoras — y tomarlo como un punto focal para comprender el clima crispado del juicio — Sorkin olvida que el juicio fue más que sus momentos más extravagantes y conocidos. Hay una evidente trivialización de un caso que comprometió la conciencia del país, que puso en entredicho la justicia y al final, demostró que las décadas siguientes, estarían marcadas por una batalla por la identidad cultural, más que por la justicia, que se llevó a cabo en el estrado.
Por supuesto, Sorkin sigue siendo Sorkin y se interesa por la política de pasillo de los años ’60: quizás, varios de los mejores puntos de la película se encuentran en la forma en que el director sigue a sus personajes, les estudia con atención, extrae conclusiones sobre la forma en que se mezcla el poder, el miedo y el entramado judicial para crear algo por completo nuevo. Pero a pesar de las buenas intenciones — y el gran pulso del realizador para el drama político con tintes burlones — la película no alcanza la potencia que podría esperarse al narrar un caso tan suculento, extravagante y que todavía es motivo de estudio y debate.
Como recreación inteligente de una época asediada por todo tipo de dolores culturales, The Trial of the Chicago 7 tiene todo para convertirse en un elemento de referencia del cine político. No obstante, quizás se echa de menos que Sorkin tomara un poco más de riesgos, que jugara con mayor pulso con el cinismo y la prédica que los valores políticos en medio de discusiones descabelladas. Al final, la película es una celebración al absurdo de las rupturas políticas, lo cual podría ser suficiente en tiempos menos complicados que los actuales, pero que ahora mismo, resulta superficial y simple. Incluso irrelevante.