Ricardo Adrianza comparte, con una impactante experiencia personal reciente, cómo el coronavirus altera hasta lo más ansiado: el abrazo familiar después de todo un año de soledad. También orienta sobre la mejor manera de sobrellevarlo
Por otra parte, disímiles historias son contadas por la convivencia forzada de miembros de familias, reunidas sin descanso, las 24 horas al día.
Mientras unos manifiestan su pesar por amargas experiencias, otros pocos comentan con jolgorio la bendición de haber disfrutado a la familia durante este tiempo de obligado receso.
Y justamente estas posiciones encontradas son las que nos reafirman lo maravilloso de la vida y confirma – de hecho – que la existencia se tiñe de diferentes colores y depende de cada uno la forma como mirarla.
A quienes nos ha tocado vivir esta experiencia de vida en solitario, extrañamos inmensamente ese calor de familia tan necesario y oímos con recelo las historias que se narran con visor negativo.
Pero llegó mi turno y la experiencia ha sido muy particular, digna de contarla:
El día 12 de diciembre me embarqué en un viaje con destino a San Juan, Puerto Rico, con escala en República Dominicana. Los imponderables previos al viaje –por la suspensión temporal de vuelos– y los controles sanitarios y seguridad en los aeropuertos, no fueron impedimento para alistarme en esa aventura que supone viajar en tiempos de coronavirus y así poder disfrutar de ese calor único e incomparable de la familia.
Luego de un largo día, que comenzó muy temprano –incluido un retraso para tomar el último avión– llegué a Puerto Rico para encontrarme con un abrazo.
Pero no fue así, y ese ansiado abrazo fue sustituido por un ¡largo rociado de alcohol!
Finalizado ese primer protocolo, me pidieron sentarme en el asiento trasero para ¡guardar la distancia social!
No lo podía creer, pero minutos después comprendí el momento en que estamos y la situación que vivimos en el mundo. La ilusión de ver a los míos de nuevo me bloqueaba la razón.
Mi esposa, apenada, minutos después –de camino a casa– me extendía su mano y me decía: ese es el protocolo. Dormirás en mi cuarto, utilizarás el baño de abajo y un sinfín de indicaciones que oí sin prestarle mayor atención.
Acto seguido, llegamos a casa. El sonido del carro despertó el interés de mi primer nieto, Matías. “Yayo”, oí a lo lejos con esa voz emocionada de quien espera a un héroe que ve a diario por la pantalla de un iPhone.
Sin embargo, siguiendo el protocolo como me fue solicitado, ignoré el llamado de mi querido nieto y fui directo al baño para ducharme y aspirar ese primer contacto.
En el baño estaba dispuesta una bolsa de las grandes, para depositar la ropa que traía encima. Con calma y con mucho juicio, me duché largamente pensando que con ello me haría merecedor de todos los abrazos que he esperado durante este largo año, en especial, el de mi nieto.
Pero me tropecé nuevamente con el fulano “distanciamiento social”. No valieron los largos minutos de bondadosa ducha, ni mi rostro esperanzado – con mascarilla incluida – reclamando cariño.
A pesar del protocolo, siempre esperé el abrazo infantil de mi nieto; no obstante, al verme con mascarilla y ante mi pedido de ven a darme un abrazo, se quedó mirándome con timidez, tal vez infundada por las acciones de los mayores.
En el grupo de “bienvenida “también se encontraba mi suegra. Su hola a distancia hizo un contraste demoledor con el abrazo que días atrás le había ofrecido en el día de su cumpleaños.
Con semejante puñetazo al alma me vestí de resignación y asumí el rol que responsablemente me corresponde: esperar los cinco días correspondientes desde mi llegada y constatar que, en el periplo viajero, el virus no llegó a mi cuerpo.
Les podrá sonar inhumano semejante contraste, –sentimientos y pandemia– pero a fin de cuentas es lo que nos impone la eventualidad. La paciencia no es una de mis virtudes, pero el abrazo de quienes amo son mi debilidad.
¿Qué pueden significar cinco días después de un año esperando ese momento?
¡Poco!
Diría –incluso– que valen la pena y asumo con ilusión. ¡Cinco días más para llenarme de abrazos y alcanzar el cielo!
Ric Elias nos deja claro que lo que realmente importa no es cuánto tiempo vivamos, sino cómo lo vivamos. Lo que verdaderamente da miedo es no haber vivido plenamente. Cada minuto cuenta y debemos aprovecharlo en lo que verdaderamente nos da felicidad y paz
Si la bandera política de la oposición democrática parece tener un solo norte, que se reconozca el triunfo de Edmundo González Urrutia del 28 de julio, en base a las actas electorales que logró recabar el comando opositor; en el campo gubernamental se rema precisamente en sentido contrario y la estrategia, propiamente, se basa en tres acciones que comienzan con la letra D
El miedo puede funcionar como un motor que nos empuja hacia nuestros objetivos. Conocer las causas subyacentes que lo activan, permite explorar diversas estrategias para enfrentarlo