Por si no lo sabías, la palabra “Bobbitt” forma parte del lenguaje estadounidense y en más de una forma. Como verbo, se utiliza para describir el acto de castrar a un marido – así de específico y preciso es el uso del término – si se usa como sustantivo, hace referencia a un hombre castrado. De modo que según el slang norteamericano de finales del siglo XX, una mujer puede cometer un “bobbitt”, a la vez que un hombre puede ser un “Bobbitt”.
Parece un juego de palabras, pero no lo es. Se trata de la herencia histórica de uno de los casos judiciales más famosos de EEUU. Uno que, además, definió una época y logró lo que parecía impensable: que el crimen que hizo cerrar las piernas con un sobresalto a toda la población masculina estadounidense – y buena parte del mundo – se convirtiera en el símbolo de visibilidad del maltrato doméstico.
El caso Bobbitt obligó a la ley de EEUU a mirar con atención los crímenes silenciosos que ocurrían a puerta cerrada. Y como si eso no fuera suficiente, a comprender que todas las mujeres que habían sido maltratadas y abusadas durante décadas de indiferencia, eran algo más que un número al margen de un archivo polvoriento. La cualidad de víctima que encarnó Lorena Bobbitt cambió el discurso sobre la violencia en medios de comunicación y en la conversación pública. Un hito de considerable importancia que todavía sorprende por su envergadura.
En 1990, los crímenes sexuales entre cónyuges y el maltrato de género en el ámbito del matrimonio eran una discusión a la sombra en buena parte del mundo. Pero en especial en Norteamérica, la percepción sobre la violencia doméstica era incluso un tabú. De hecho, en buena parte de los periódicos y revistas estaba prohibido incluir la palabra “pene” y el debate sobre las consecuencias era todavía considerado del ámbito privado. Las denuncias se descartaban de manera sistemática, el feminismo abogaba por un mayor reconocimiento de las víctimas y al final, el mundo legal tenía problemas para lidiar contra lo que se consideraba un problema criminal menor.
Entonces, la noche del 23 de junio de 1993, Lorena Bobbitt Gallo, una emigrante ecuatoriana de 24 años, tomó un cuchillo de la cocina, se acercó a la cama matrimonial que compartía con John Wayne Bobbitt y le castró. Después, corrió con el pene entre las manos, se subió al auto familiar y condujo unos minutos, antes de arrojarlo por la ventanilla del vehículo. Y mientras Lorena huía en medio de la incertidumbre y su marido se desangraba sobre la cama, comenzaba una de las sagas legales y culturales más desconcertantes que se recuerden en las últimas décadas.
Tal vez por todo lo extravagante de la historia, la docuserie que intenta relatar lo ocurrido dirigida por Joshua Rofé y producida por Jordan Peele, comienza con risas. Los doctores, policías y paramédicos que atendieron a John Wayne Bobbitt hacen un considerable esfuerzo para no reír en pantalla, mientras las primeras secuencias del suceso se desgranan con material inédito. Rofé muestra el primer acercamiento de un caso escabroso, desde la misma actitud burlona con que lo tomaron los medios de comunicación y la cultura popular. De pronto, que una mujer pudiera cometer “lo peor que podría ocurrirle a un hombre” — una frase que se repitió cientos de veces durante los meses siguiente — era motivo de sorpresa, desconcierta y una irónica convicción, de la revancha. Por entonces, las discusiones sobre el género y la percepción de lo sexual no eran insistentes como en la actualidad, pero el caso de Lorena Bobbitt pareció tocar una fibra sensible, por decir lo menos, de la población estadounidense.
Pero el argumento de la docuserie rápidamente avanza de ese lugar común del chiste cultural, hacia algo más preocupante. Lo hace, además, con una facilidad que asombra por su sutileza. De pronto, el rostro ajado de John Wayne Bobbitt es el símbolo del paso del tiempo, lo mismo que la sobriedad frágil de Lorena, una mujer adulta que no guarda ningún parecido con la chica de veinticuatro años que se convirtió en el centro de la polémica por casi dos años. Ambos aparecen en pantalla luego de casi dos décadas de separación y esa cronología del desastre, lo que hace que “Lorena” sea mucho más que un recorrido entre testimonios. Es también la temperatura de un país, una cultura y la forma en que dialoga con la violencia, el miedo y sus propios errores. Es a la vez, un tránsito hacia un serio cuestionamiento sobre la manera en que interpretamos nuestros ídolos caídos en medio de juicios de valor moral.
“El corte que sintió el mundo entero”
De inmediato, los medios convirtieron el caso en un fenómeno que traspasó fronteras y abarcó una discusión internacional. A la semana siguiente del suceso, la revista People narró los pormenores del caso desde un artículo que título “El corte que sintió el mundo entero”. Meses después, con Lorena y John Wayne Bobbitt convertidos en celebridades basura, la frase parecía extenderse a una discusión universal sobre la condición de la violencia y por último, lo inevitable de sus consecuencias.
El caso se convirtió en una guerra de los sexos moderna, en la que John Wayne Bobbitt podía ser tanto víctima como agresor. De hecho, fue ambas cosas y pasó por los juzgados de su país, sólo para ser declarado inocente y después, convertido en una extraña y patética figura pública. Por otro lado, Lorena tomó el riesgo de perder un juicio en su contra y purgar una condena de 22 años de cárcel, para optar a la posibilidad de la ciudadanía estadounidense. Ambos personajes, uno a cada lado del estrato de la misogonia y la violencia, se enfrentan en el documental a través de una cuidada edición, pero en especial un trasfondo que confronta ideas disímiles. ¿John Bobbit merecía la agresión en su contra? ¿tiene justificación el comportamiento de Lorena?
La docuserie no se explaya en explicaciones, sino que expresa toda la estrafalaria cualidad de circo mediático que se alargó por meses y tocó los extremos de lo paródico. De las calles repletas de admiradores y detractores, el juzgado convertido en una platea televisiva, hasta el análisis del contexto que rodeó a la pareja, “Lorena” es una reflexión sobre la sociedad hipócrita. Muestra los espacios oscuros de una cultura que crea ídolos deformados por la popularidad y al final, la forma en que los desdeña y juzga. Todo, en mitad del contexto de crímenes de considerable gravedad.
El documental de Rofé muestra la evolución del suceso paso a paso. Primero a través del testimonio de Lorena y John Wayne, después a través de la versión de abogados, testigos, miembros del jurado. Y también, una visión a la cultura pop que transformó la tragedia en un chiste que se hizo parte de todas las conversaciones en todos los lugares del mundo. En una época anterior a las redes sociales, la repercusión del caso Bobbitt (ambos, tanto el que Lorena llevó contra John y viceversa), se convirtió en el núcleo de un debate inédito e insólito. Para finales del 93, ambos eran testimonios incómodos de la violencia de género, más allá del ámbito doméstico.
Los cuatro capítulos de “Lorena” tienen la suficiente consistencia temática como para relatar la historia y dejar las conclusiones al espectador. Al final, las risas se transforman en un silencio tenso y los rostros de los antiguos esposos, en el reflejo de un tránsito entre la visión de lo que la violencia puede ser, cuanto puede destruir y en especial, los horrores invisibles de una cultura impune. Rofé no se decanta por ninguna versión, no asimila la idea más allá del debate lineal y al final, sólo muestra los hechos. Quizás, su mayor triunfo.