Opinión

¿Volveremos a ser lo que una vez fuimos?

Cuando el barco Koenigstein, cargado con su lastimosa remesa de judíos llegó a las costas de la patria de Bolívar y pidió asilo para sus pasajeros, el para entonces presidente, general Eleazar López Contreras, luego de solicitar opinión a diferentes sectores del país, permitió el desembarco y otorgó asilo a los refugiados

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El 13 de mayo de 1939, 931 judíos abandonaron Alemania por el puerto de Hamburgo, a bordo de un crucero de lujo, el SS St Louis. Esperaban llegar a Cuba, país al que habían comprado visas en Berlín, a precios exorbitantes: $150 dólares de la época era mucho dinero. Un negocio de un tal Manuel Benítez, director general de Inmigración del Gobierno de Cuba.

Un grupo de los pasajeros se quedaría en la isla caribeña, otro pensaba viajar a Estados Unidos. El ambiente en el barco era el de un crucero de lujo. El capitán, Gustav Schroeder, era muy cordial, así como la tripulación y los empleados, muy distintos a los alemanes de tierra firme, quienes habían abrazado las teorías de Hitler sobre los judíos. Unos meses antes se había dado el pogromo llamado “Kristallnacht”, donde las propiedades de los hebreos habían sido destrozadas y muchos de ellos detenidos y llevados a campos de concentración y trabajo.

Pero al llegar a La Habana, el 27 de mayo, “algo” había sucedido. Al parecer, cuando el barco aún no había zarpado de Hamburgo, estalló el escándalo en Cuba del sobreprecio en la venta de las visas. El entonces presidente, Federico Laredo Bru, firmó un decreto mediante el que anulaba todos los visados y negaba la entrada de los judíos a la isla.

Hubo otro evento: mientras el St. Louis navegaba hacia América, en Cuba se realizó una manifestación de cerca de 40.000 personas –arengadas por la prensa y grupos derechistas- rechazando la entrada de los judíos. Laredo Bru no se atrevió a aceptarlos.

El barco estuvo una semana esperando que lo dejaran entrar en la rada, pero la respuesta fue siempre la misma: “no”. Alegaban que las visas –recién expedidas- habían vencido. Schroeder sí sabía lo que había pasado, como lo recogió en su diario personal, pero decidió no decírselo a los pasajeros: tenía la esperanza de que en Cuba cambiarían de opinión respecto a recibirlos. Pero eso no sucedió.

Al darse cuenta de lo infructuoso que era seguir esperando, el capitán pidió permiso para desembarcar en Florida y la respuesta fue la misma: “no”. Una semana después el barco dio la vuelta para regresar a Europa, donde más de 250 de ellos –los que regresaron a Alemania- acabarían muertos por los nazis. Uno de los pasajeros, intuyendo lo que le esperaba, se cortó las venas y se lanzó por la cubierta. Varios de los niños que iban a bordo, años después, aún recordaban sus gritos.

Esta historia del St. Louis fue sólo una de varias. Hitler, para demostrar que nadie en el mundo quería a los judíos, permitió que salieran en barcos hacia distintos destinos. En la mayoría de ellos, se repitió la historia que les acabo de narrar. Sin embargo, hubo dos de esos barcos, el Caribia y el Koenigstein, que tuvieron un destino diferente. Y no porque los hubieran aceptado donde les habían ofrecido visas o asilo. Esas personas tuvieron la inmensa fortuna de haberse topado en su camino con un país llamado Venezuela.

Conocí la historia a través de un artículo que escribió en El Universal un judío amigo mío, Sammy Eppel, en 1999. Sammy recordaba a su padre, quien siempre les decía “tienen que querer mucho a Venezuela”. Y él y sus hermanos, niños pequeños, no entendían qué era querer a un país. ¿Cómo se quiere a un país? Entonces su padre les contó la historia de los barcos de la esperanza:

Cuando uno de esos barcos, el Koenigstein, cargado con su lastimosa remesa de judíos llegó a las costas de la patria de Bolívar y por enésima vez el capitán pidió asilo para sus pasajeros, el para entonces presidente, general Eleazar López Contreras, luego de solicitar opinión a diferentes sectores del país, permitió el desembarco y otorgó asilo a los refugiados”.

Más tarde el Caribia fue recibido en Puerto Cabello. Y sucedió así: cuando el barco atracó, era de madrugada. Los porteños se acercaron al muelle y con las luces de sus carros iluminaron para que los pasajeros pudieran descender del barco con comodidad. Llevaron también comida, ropa, frazadas y juguetes para los niños. Hasta ramos de flores para recibir a las señoras.

Conocí al señor Erwin Sensel, el decano de los 251 judíos que llegaron a La Guaira en el Koenigstein. Recuerdo haberlo oído decir en una entrevista que para ellos resultaba increíble que después de haberse sentido rechazados, humillados y vejados en tantas partes del mundo, hubiera un lugar donde no sólo los recibieron, sino que lo hicieron con los brazos abiertos. El presidente López Contreras, el militar que había sucedido a Juan Vicente Gómez, sabía el reto que enfrentaba echándose en contra a Hitler y se dispuso a asumirlo. Eso habla muy bien de su espíritu civilista y civilizado.

En 1939, ese país apenas salía de una férrea dictadura de 27 años. El porcentaje de analfabetismo estaba en 70%, la escolarización de niños entre 6 y 14 años sólo en 30%, pocos docentes y poca infraestructura escolar. A pesar de que 17 años antes había comenzado la explotación petrolera, la mayoría del pueblo vivía en situación de pobreza y alta precariedad.

Pero todas esas carencias y necesidades más bien habían apuntalado en los venezolanos de entonces un sentido de la solidaridad que los hacía distintos a los ciudadanos de los demás países de Iberoamérica. Mientras en otros lugares la lucha por la supervivencia se hacía a dentelladas, en Venezuela la atmósfera que se impuso fue la de la empatía, la generosidad y la colaboración. A los extranjeros que llegaban, principalmente por la explotación petrolera, se les trataba con amistad. Nunca faltó una casa donde perfectos extraños le ofrecieran un cafecito recién colado al «musiú» (una venezolanización del vocablo francés «monsieur»), quien usualmente sorprendido por el gesto, se enamoraba de este país para siempre.

Esa fue la sociedad con la que los pasajeros del Caribia y del Koenigstein se encontraron a su arribo.

El Diario La Esfera, uno de los más importantes, en un editorial reseñó:

«Es la voluntad de la Nación, es el sentir del pueblo, de ese pueblo que los recibió entusiastamente en La Guaira y que los visita continuamente en su refugio de Mampote. Venezuela necesita gente laboriosa y honrada. Pues que se queden, en buena hora, compartiendo nuestra tierra y nuestro cielo, comiendo nuestro pan y disfrutando del afecto nacional. Ellos devolverán todo eso con creces en el producto de su trabajo y en sus hijos, futuros defensores de la nacionalidad».

Y así fue: los judíos que llegaron se adaptaron rápidamente al país. Su ejemplo de trabajo, amor por la educación y disciplina en todo lo que emprendieron fue un faro de luz para la Venezuela que despertaba después de 109 años de caudillos y caudillismo. Y fueron un factor importante en el proceso de modernización.

Quiero hacer mías una parte de las palabras de Sammy Eppel en aquel artículo que estrujó mi venezolanidad:

«…esta hermosa tierra dio un ejemplo al mundo entero: que no es necesario ser poderoso para ser generoso, que lo importante es no perder el sentido de humanidad y que la dignidad no tiene raza o religión. Con razón nuestro himno comienza por «Gloria al Bravo Pueblo».

¿Volveremos a ser lo que una vez fuimos?…

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