Opinión

Yo fui testigo de Stalin Rivas

En esta columna, Carlos Domingues comenta cómo le afectó haber visto jugar al mediocampista venezolano y se sorprende que no despierte pasiones entre los seguidores del fútbol profesional. "Estoy convencido de que, si bien no es un factor determinante, parte de nuestros fracasos están en el escaso ADN futbolero que nos corre en las venas a los venezolanos", dice

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Diseño: Yiseld Yemiñany

El sábado pasado lo vi. Estaba sentado en la parte más alta de la tribuna principal del Estadio Olímpico, en la zona donde ya no hay las incómodas sillas. Estaba ahí, en el concreto, queriendo estar en la zona más confortable, como cuando buscaba el espacio más desocupado en la cancha. Estaba al lado de otros tres monstruos como Juan García, Ricardo Andreutti y “Mon” López.

Los saludé efusivamente a todos y me fui a la cabina de transmisión. Narraba un La Guaira – Estudiantes, que por cierto, estuvo muy bueno. Suelo llegar a la cabina a más tardar, una hora antes que comience el partido. Por eso me tomé el tiempo de monitorear cuánta gente se le acercaba a saludarlo, a tomarse una foto al menos. Había bastante público en la principal, pero nadie lo abordó en plan de admirarle, solo muchos que eran de él conocidos o cercanos.

Estoy hablando del grandísimo Stalin Rivas, la zurda mágica de Venezuela, el mejor futbolista nacido en el país que mis ojos vieron jugar. Algún recuerdo vago tengo cuando niño del genio William Méndez, pero a Stalin pude seguirlo en plan admirador durante mi infancia. Es cierto que Juan Arango abrió el camino de todos los criollos en el mercado europeo y que ha sido, sin duda, el mejor de todos los tiempos, pero lo que Stalin hacía en sus tiempos era algo realmente extraordinario, fuera de toda normalidad.

Por eso, me causa tanta desazón que, siendo no solo por mí reconocido tanto talento, Stalin no reciba los honores que merece por su fenomenal carrera. Me exaspera que haya estado ahí sentado largo rato solo saludando amigos y ni siquiera los chamos de la nueva prensa se le acercaran para al menos, conocerle. ¡Qué nulo reconocimiento y valor le damos a nuestras glorias, a nuestras figuras!

Y es que no tiene que ser obligado eso, lo sé. No se le puede pedir a un país para que ve al deporte, más que una pasión, como es un pasatiempo (y no hablo de solo fútbol, me refiero a todo el deporte profesional en general), que se rinda a los pies de quienes fueron sus máximos exponentes. Estoy convencido de que, si bien no es un factor determinante, parte de nuestros fracasos están en el escaso ADN futbolero que nos corre en las venas a los venezolanos.

No quiero entrar en diatriba si es que su vida personal y su carrera en el extranjero tuvieron un “pero”. No, porque no me interesa. Para no decir que es el mejor de todos los tiempos, me atrevo sí a ponerlo entre los tres más grandes de nuestra historia y no me permito discutirlo.

Disfruté tanto de él que me hice prácticamente su devoto. De niño, ya escuchaba y leía sus hazañas en los periódicos nacionales. No teníamos tanta cobertura televisiva como para saber que un chamito de 16 años era figura en un Mineros de Guayana campeón. Eso sí, lo vi jugar muy chamo con la selección absoluta. Si no me equivoco, Rivas tenía como 17 años entonces y ya era un sobrado de virtudes.

Fue en 1993, después que alcanzara el fútbol europeo con el Standard de Lieja belga, que vino mi devoción por el “Mago de Unare”. Fue en la Copa América de Ecuador, cuando sus botas guiaron dos igualadas que para entonces se disfrutaban y celebraban como haber obtenido un campeonato del mundo. Desde ahí, comencé a seguir sus pasos y nunca me defraudó.

Vino la Libertadores de 1994 y fue el conductor de un todopoderoso Minervén que hizo retumbar en todo el continente, por fin, el nombre de un club venezolano. Goleador de aquella edición, lo que menos atraía era eso: su estilo, su precisión, sus pases milimétricos, su zurda delicada en el balón parado, sus apariciones electrizantes, fueron todas las maravillas de él que me impactaron.

Se notaba a leguas que era un “enfant terrible”: su trote siempre fue cansino, nunca destacó por la velocidad de sus piernas, pero lo que ahí le faltaba en kilómetros por hora, le sobraba en la cabeza. Su visión de juego solo es comparable con la de Juan Arango entre los nuestros. En sus tiempos en el Caracas, donde era la debilidad del Doctor Guillermo Valentiner quien hizo todo lo que fuera posible por mimar a su estrella, se adaptó a jugar siempre pegado en la raya izquierda. Sí. Estaba parado en la zona rival en la raya izquierda, esperando un pase. Cuando recibía, adiós luz que te apagaste. Imposible detenerlo cuando enganchaba hacia el medio y buscaba el arco bien sea para sacar el misil o meter un pase filtrado a los atacantes. Su fútbol era exquisito. No hay otro calificativo que alcance.

Por eso, no me voy a quedar en mi mente con el Stalin sentado en la tribuna del Olímpico, casi anónimo. Me quedaré con mis cuadernos de bachillerato forrados con el papel contact que fijaba sus fotos recortadas de los periódicos y las revistas. Me quedo con aquellas maravillosas jugadas del Minervén del 94’ que tanta alegría nos dio a los poquitos futboleros de entonces.

Nuestras figuras merecen otra cosa. Yo sí me siento hinchado de orgullo por haber visto jugar a Don Stalin Rivas.

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