Opinión

Qatar 2022 o el arte de hacernos los pendejos

El Mundial que está por empezar es una demostración de que el espectáculo siempre está por encima de los valores que decimos defender. Revela nuestras grandes contradicciones

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Nunca antes había sido tan difícil concentrarse en lo estrictamente deportivo. Todos hacen malabares para justificar la cobertura y seguimiento de un torneo en un país ridículamente rico en su economía y pobrísimo en derechos humanos. Desde los productores de televisión hasta los espectadores, desde los locutores hasta los redactores, la sensación de estar haciendo algo malo está allí, latiendo, como ese malestar corporal previo a la fiebre.

Cada Mundial es una oportunidad de reunir a personas en torno a un solo interés. No hay competencia deportiva en el planeta que más interese a los ciudadanos que esta. Desde el punto de vista de ingresos, es la gran fiesta. Pero por primera vez vale la pena preguntarse a qué costo. Qatar 2022 se ha erigido bajo la sombra de decenas de muertes de trabajadores explotados y se jugará con el estigma de una comunidad -la futbolística- que ha agachado la cabeza ante un régimen que desconoce las más elementales normas de convivencia.

En este panorama funesto, hay una gran oportunidad: sincerarnos. ¿Realmente le importa al fanático del fútbol las libertades que promueve occidente? Solo el hecho de seguir un torneo que organiza FIFA, uno de los entes más mafiosos del mundo, responde la pregunta. Lo he dicho antes, en la FIFA, un grupo de personas encontró que dándole identidad a un equipo con una bandera, explotando el nacionalismo con una camisa, se podía hacer mucho dinero. La selecciones no son de la gente, son de las Federaciones. Sin embargo, el truco publicitario caló. Millones de personas lloran si «su» selección gana o pierde.

Y los medios también lo aprovechan. Como exdirector de un medio deportivo lo puedo decir con total propiedad: el mes del Mundial es el más productivo para cualquier empresa editorial y televisiva. Los anunciantes se vuelven locos y quieren estar allí. Igualmente, el sueño de todo periodista de la fuente es cubrir un Mundial y, ya que estamos, es el mes en el que muchos comunicadores cuadran sus cuentas económicas para pagar el alquiler, las deudas pendientes y los regalos navideños.

Así pues, se crea un ecosistema de dependencia. Y en toda dependencia hay complicidad. Por más que nos cueste aceptarlo, la humanidad ha funcionado de esta manera durante miles de años. ¿Que hay personas que se han revelado contra este tipo de entretenimiento manipulador? Sin lugar a dudas. No obstante, apelando al lugar común, son singularidades que confirman nuestras miserias.

Ahora bien, las fronteras entre el deber y el ser son siempre grises. Uno podría creer que una persona que fue torturada o una familia que perdió a uno de sus miembros durante la dictadura militar que encabezó Humberto de Alencar Castelo Branco y que continuó Emílio Garrastazu Médici, podría odiar la propaganda que derivó del triunfo de Brasil en México-1970. Pero hasta en esto hay divisiones. Cuenta Dilma Rousseff que tras haber sido torturada durante 22 días, consiguió que le pusieran un televisor portátil para ver la final. Y terminó celebrando a rabiar el triunfo de Pelé y compañía 4-1 sobre Italia.

«Conseguimos un televisor portátil en la Torre de las Doncellas, como le decían al pabellón femenino de las presas políticas. Gran parte de la izquierda quería boicotear el Mundial porque ganarlo le iba a dar ventajas a la dictadura, pero nosotras no podíamos hinchar contra Brasil. Eso quería la dictadura», contó a Télam Rose Nogueira, compañera de celda de la expresidenta (2011-2016).

Es cierto que para la mayoría de autores, la Copa blanqueó a la dictadura brasileña, apalancada por el llamado «milagro económico». Sin embargo, también es cierto que en esos años y por el boom futbolístico promovido tras este campeonato, en 1978 se conocería más detalles de la Operación Cóndor (una campaña de represión política y terrorismo de estado respaldada por Estados Unidos) que incluía al exfutbolista Didi Pedalada, involucrado en el secuestro de unos ciudadanos uruguayos. También se recuerda que Reinaldo fue reconocido por manifestarse en contra del régimen dictatorial brasileño durante el Mundial Argentina 1978.

La diferencia con los torneos celebrados cuando las dictaduras estaban en pleno auge, como el de Argentina, es que ahora tenemos redes sociales y vemos una mayor conciencia y discusión sobre los derechos humanos. De allí que sea tan incómodo separar lo político de lo deportivo. Estamos hablando de un país en el que, de acuerdo con Amnistía Internacional, existe un sistema de tutela masculina: las mujeres viven subordinadas a sus guardianes (padre, esposo, hermano, etc.) y deben pedirles permiso para decisiones importantes como casarse, estudiar o trabajar. Esto para no hablar de las vejaciones que sufre la comunidad LGTBI+, lo que me llevaría una tesis.

¿Está Qatar muy lejos de Rusia? No hablo de distancia. Ahora que lo vemos claramente, tras la invasión a Ucrania y la persecución a homosexuales, disidentes y un largo etcétera, la realidad es que el régimen de Vladimir Putin tampoco respeta los derechos humanos y sin embargo pocos cuestionaron la elección de la FIFA. De hecho, revisando esta y la actual sede del torneo, la pregunta es obvia: ¿qué país completamente democrático tiene el suficiente dinero para cargar con la organización de una competencia tan compleja? No se nos olvide que Venezuela, con Hugo Chávez en su pico de popularidad, despilfarró millones de dólares en la Copa América 2007, dejando faraónicas instalaciones que se pudieron después.

¿Hay algo rescatable de este desastre? Tal vez que más gente se entere de lo que sucede en Qatar y que se pregunte por qué es importante luchar por un mundo más amplio en derechos. No es una gran premio, claro está. No obstante, que los ojos de millones de personas estén sobre este país, quizás sea la única manera de abrir discusiones que de otra forma no existirían. Por ahora, como un seguidor del fútbol, me aferro a eso sin dejar de aceptar que por el placer de ver unos partiditos, nos estamos haciendo los pendejos.

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