En mi tiempo anduve interesado en las conversiones religiosas. Quería saber cómo obran esas mutaciones que llevan a un ser humano del escepticismo a la fe. Me interesaban las llamadas “conversiones notables”, las de gente a quien nunca pensaríamos presa de inquietudes místicas.
Estas mutaciones se presentan inopinadamente en la edad adulta. ¿Ejemplos? Las conversiones de T.S. Eliot y Miguel de Unamuno, las de Muhammad Ali (antes Cassius Clay) y Malcolm X, las de Graham Greene y la madre de J.R.R.Tolkien.
Mis motivos eran los de un proyecto literario que ya he olvidado por completo. A quien nunca pude olvidar fue a mi vecino, Juan Carlos Gené, un genuino hombre de teatro: actor, dramaturgo y maestro de actores argentino que se exiló en Caracas durante los años 70. Vivía en el piso de abajo, en un apartohotel del barrio judío de San Bernardino, en Caracas.
Gené, que murió en Buenos Aires en 2012, era católico practicante y hombre de ideas complejas; en modo alguno un meapilas santurrón. Por el tiempo en que trabamos amistad escribió y dirigió una estremecedora pieza teatral que luego, en los años 90, fue llevada al cine con gran éxito: Golpes a mi puerta.
Acaso por derivación de la célebre “teología de la liberación”—esto que cuento pasaba ya en los años 80—, la obra, situada en un hipotético país suramericano, desplegaba la tragedia de dos religiosas, de las llamadas “laicas consagradas”, que dan refugio en su casa a un guerrillero urbano de izquierdas mientras en el país rige un estado de excepción decretado por un gobierno militar.
Gené pensaba que mi interés pretendidamente literario en las conversiones religiosas era un modo inconsciente de pedir que me fuera concedida la gracia: “es el trabajo de la fe”, sentenció dulcemente una noche.
El escritor inglés Graham Greene se convirtió al catolicismo a instancias de la mujer con quien terminó casándose y bromeaba que eso hacía de él un “católico accidental”. Su novela El fin de la aventura es en parte una recreación literaria de aquellos amores.
Hoy, cuarenta años después de Golpes a mi puerta, también puedo decir que soy católico accidental: mi accidente fue haber conocido a Juan Carlos Gené, el exilado argentino que tecleaba su argumento de teatro en el piso de abajo mientras escuchaba el Salve Regina de los Diálogos de carmelitas de Bernanos-Poulenc. Pero volvamos a mi pesquisa sobre las conversiones.
William James, filósofo y psicólogo estadounidense, en un estudio que tituló Variedades de la experiencia religiosa, muestra que la conversión rara vez es un relámpago que te derriba del caballo y te increpa, tonante, como a Saulo de Tarso camino de Damasco. Las observaciones de James señalan, al contrario, que la experiencia trascendental es muy íntima, algo recóndito que se asemeja, más bien, al proceso de desollar, sosegada y paulatinamente, una cebolla hasta quedarnos con el bulbo: la nueva concepción que el sujeto tiene de Dios y de su propio lugar en el mundo.
Emmanuele Carrère narra, en El reino, su conversión. Lo hace con la cautivadora maestría que ha hecho de él uno de los escritores primordiales del último medio siglo.
Esa primera parte, unas cien páginas, se inscriben legítimamente en la tradición de las grandes confesiones piadosas, hablo de la misma liga de San Agustín de Hipona. Sin embargo, Carrère solo dedica a su conversión la cuarta parte de este libro de 516 páginas que he leído ya tres veces desde el confinamiento impuesto por la pandemia en 2020.
El rapto, experimentado por Carrère en los tempranos años 90, se prolongó por tres años de intensos estudios evangélicos antes de que, impredeciblemente, como afirma la doctrina que van y vienen las gracias divinas, la fe lo abandonase de golpe para siempre.
Veinte años más tarde, Carrere recuperó los dos baúles llenos de cuadernos con anotaciones hechas durante esos tres fervientes años.
El erudito en la patrística cristiana que es Carrère, el descreído, se apoya en los recuerdos del tiempo en que fue cristiano y, exégeta de sí mismo, convierte el examen de los Evangelios recogido en sus cuadernos en un relato conjetural de cómo Lucas, el griego, escribiendo 70 años después de los acontecimientos que narra, compuso un texto pionero de lo que la industria editorial llama, con oxímoron, “novela de no ficción”. El resultado es sobrecogedor y persuasivo.
A mediados de 2006 fuí a Buenos Aires tan solo por ver a Gené, aquejado ya por el cáncer. La víspera de mi regreso a Caracas me confesó tristísimo, en un café de la calle Perú, que como colofón a una serie de desventuras de la vejez, había perdido por completo la fe.
No he vuelto a sentir en mi vida tanta desolación, tanta impotencia. La Nochebuena pasada leí para él, en voz alta y con unción, pasajes enteros del evangelio según Carrère.