Simplemente pareciera que la ciencia, la técnica y su aplicación industrial han adquirido una velocidad para producir novedades que se acrecienta cada vez más y nos deslumbra.
Al parecer todo comienza con una frase aparentemente retórica de un libro capital para los tiempos modernos, «El discurso del método» de R. Descartes, donde asienta que el hombre debe ser el dueño y señor de la naturaleza y debe ponerla a su servicio.
Lo cual se soporta en la nueva ciencia que Galileo ha traído al mundo, la Física, tronco de un árbol en cuyas ramas, las ciencias aplicadas, hemos de encontrar los frutos para una vida más sana y muy larga, para reducir la carga y las penas del trabajo, surtirnos de bienes abundantes en sociedades pacíficas y armónicas. El paraíso de las luces. El hombre medieval que debía vivir más para la eternidad que para este efímero valle de lágrimas levantó las más hermosas catedrales pero sus adelantos técnicos son ínfimos comparados con aquellos del futuro.
Aristóteles pensaba que en su tiempo habían sido inventados ya todos los útiles que el hombre necesitaba para vivir, y el hombre sabio podía dedicarse a la contemplación y el conocer.
De manera que esa frase resume un nueva etapa del espíritu humano, el tiempo del individuo, de la razón, la democracia, el capital, los derechos del hombre…y la racionalidad técnica que está en su propia esencia. A tal punto le es consustancial que Jean- Francois Lyotard, uno de los padres del posmodernismo, considera que destruidos todos los grandes discursos de los últimos siglos, los utópicos y altivos idearios que pretendían orientar la humanidad, éste es el único que queda en pie y nos rige.
Un ejemplo que me parece relevante de este lugar dominate de la razón técnica es el de Francis Fukuyama, quien armó un sonoro revuelo teórico mundial cuando dijo que, muerto y sepultado el comunismo, habíamos llegado al fin de la historia ya que no quedan en pie sino dos ideas de alcance universal, la democracia liberal y la economía mercantil, cara y cruz de una misma moneda. No se podía inventar otra verosímil y universalizable.
Un tiempo después revisó su exclamativa y polémica tesis porque no era previsible el derrotero que nos podían plantear los cambios científicos y tecnológicos. Y realmente no lo es, baste recordar que la ciencia ha llegado a umbrales en que el concepto mínimo de lo humano pudiese ser alterado, modificando los abismos del ADN o por obra y gracia de la potenciación desmedida de la inteligencia artificial, por ejemplo.
La pregunta más inmediata y acuciante sobre la tecnología y el futuro que puede moldear versa sobre sus productos tangibles.
Habría consenso en maravillarnos ante los adelantos médicos que han permitido casi doblar la expectativa de nuestra residencia en la tierra, o como ha facilitado algunas de nuestras tareas del día a día nuestro entrañable, y despótico tanta veces, teléfono inteligente.
Pero nadie medianamente sensato ignorará que tanto desarrollo técnico parece haber puesto el planeta muy cerca del despeñadero, lo que quiere decir del fin de la vida arropada por infiernos climáticos y sus consecuencias. O que existe un arsenal atómico, no necesariamente en manos sensatas, capaz de producir males inmensos y hasta el capítulo final de la milenaria historia de la especie.
Todo ello, lo bueno y lo atroz, parecen hijos de la ambiciosa, primaveral y arrogante frase de Descartes, del hombre convertido en centro del pensamiento y señor de un planeta que fue modificando en todos los sentidos para complacer sus necesarias, generosas o caprichosas apetencias. Decía Ortega que el hombre moderno era el único ejemplar de la especie que había convertido la comodidad en un valor supremo. Valdría agregar la banalidad.
Desde hace más de un siglo no pocos filósofos y otros amigos de las abstracciones se han preguntado por los efectos de la técnica en la mentalidad moderna. Ya no tanto en las delicias o venenos de los frutos del árbol del saber.
Esto se ha producido desde lugares ideológicos muy dispares, de los marxistas heterodoxos de la Escuela de Frankfurt a esa polémica y polisémica figura mayor de la filosofía contemporánea, Martin Heidegger.
Aquí en casa Ernesto Mayz Vallenilla dedicó lo esencial de su extensa obra a darle vueltas a esa cuestión medular. En general hay un tema que parece común a esa polifonía y es que la razón técnica se ha autonomizado y ya no responde a fines acordes con las necesidades y expectativas humanas sino responde a su propia lógica mercantil.
Si se quiere se puede utilizar el tan utilizado concepto de alienación, en el sentido en que el hombre crea determinados productos ideales o materiales que terminan por separarse de éste e imponerle la lógica y los fines que se engendran en su desarrollo.
Se puede pensar en Frankestein y su desventurado creador. Digamos que rechaza cualquier forma de planificación acorde con patrones tales o cuales elaborados en bien de los habitantes de parte o la totalidad del planeta.
Debe costar mucho dinero e inteligencia agregarle una aplicación ingeniosa al último modelo del Smartphone para sobrevivir en la inclemente competencia de esos productos, por artificiosa y escasamente útil que ésta sea, en vez de dedicar esos dineros y esfuerzos a la investigación del cáncer de mama o al hambre que mata en algunas regiones de África.
Pero no se trata de contenidos con mayor o menor validez de acuerdo a las variadas posturas sociales o políticas, sino al hecho de que es el dominio tecnológico el que va fijando los patrones y las aspiraciones vitales y que éste no responde sino a una especie de ciega proliferación de sus propias necesidades y fines.
Lo que no se cree, desde estas posiciones, es que el libre y desenfrenado mercado de novedades produzca un hombre más libre, más creador y capaz de orientar y dominar el sentido de sus necesidades y la satisfacción de sus deseos. El consumismo patológico, que tantos han señalado, sería un síntoma de un cliente elaborado por el tecnología comercializada que lo impele hacía el derroche y la futilidad. La publicidad o la moda serían instrumentos privilegiados de este frecuentador obsesivo de los surtidos y seductores mercados de novedades.
Pero, además, lo utilitario pasa a tener un papel dominante y enajenante en la vida de los hombres convertidos en consumidores.
Heidegger afirma que ya no veremos un árbol o un bosque con los ojos de los griegos que para decirlo brevemente lo contemplaba sino que a nosotros nos aparece de alguna forma como materia prima, madera, para su transformación industrial.
De manera que todo se convierte en útil, hasta el hombre mismo, que vale en cuanto puede entrar en el inmenso aparato productivo, sea chino o gringo. Por tanto se desvaloriza toda aquella parte nuestra que no puede entrar en el engranaje, por ejemplo la solidaridad, la contemplación estética, el sacrificio por lo trascendental…lo que no resulta utilizable y contable.
Existe una ya enorme bibliografía sobre la sociedad actual de un hondo pesimismo sobre el extremo individualismo, la masificación degradante del consumo estético e intelectual en general, la disolución de la relación con el otro, la apatía moral…Por ahí debe quedar en nuestras depauperadas librerías algún ejemplar del libro de Vargas Llosa, «La sociedad del espectáculo», que no es un buen libro pero sí un estupendo botón de muestra de esta visión apocalíptica del mundo de hoy.