Hay libros, irreales o no, que tienen la pretensión de ser terminales en su naturaleza y alcance. De los primeros el más socorrido quizás sea el Necronomicón de H.P. Lovecraft. Volumen inventado donde los haya, sus páginas contenían conjuros capaces de fulminar a civilizaciones enteras. De los de carne y hueso existen muchos más. Están los excelsos como Las cuitas del joven Werther de Goethe, antecedente del romanticismo que tuvo el poder de diezmar a buena parte de una lectoría sensible. También, y menos conocido, vale la pena nombrarse Eutanasia: la estética del suicidio del oscurísimo James Harden-Hickey. Fue publicado en 1894 y gozó de 167 páginas que ofrecieron instrucciones e ilustraciones explicativas para cruzar al otro mundo. Los 88 tipos diferentes de venenos y sus 51 instrumentos para dejar sin pulso al lector fueron su mejor alegato sobre la eficacia de su contenido.
El caso del malogrado William Powell merece mención aparte. Su bibliografía no es poca cosa, y buena parte de ella la escribió con su esposa Ochan Kusuma-Powell. Transformándose en un maestro emocionalmente inteligente o Cómo enseñar en la actualidad: cinco claves para el aprendizaje personalizado en el aula global son dos de los muchos títulos en donde planea sobre el valor de la docencia, la inteligencia emocional y las bondades de las escuelas internacionales. No hay nada de raro en esto. Ambos especialistas consagraron su vida al desarrollo de estos centros de enseñanza por más de 30 años. Los dos se abocaron en cuerpo y alma al auxilio de jóvenes con problemas cognitivos, déficit de atención y otras dificultades de aprendizaje. De alguna forma, la pareja quiso moldear un mundo mejor.
No obstante, y acá sí que viene la distorsión, hacer una búsqueda de William Powell como autor arroja casi 56 mil entradas de Internet. Ninguna tiene que ver con estos textos edificantes. Por el contrario, todas se refieren al Libro de cocina del anarquista (The Anarchist Cookbook). Y la verdad es que detrás de ese título quizás se encuentre un Necronomicón moderno. Su advertencia al lector puede dar una idea de las proporciones del gato encerrado:
“Recuerde que los tópicos tratados aquí son ilegales y constituyen una amenaza. Y lo más importante: casi todas las recetas son peligrosas, especialmente para quien las aplique sin saber lo que está haciendo. Tenga cuidado, precaución y sentido común. Este libro no es para niños ni idiotas”.
Las siguientes citas extraídas del volumen mantienen el tipo: “El país y sus instituciones son de la gente y, si la gente está en desacuerdo con el gobierno, puede ejercer el derecho de corregirlo o su derecho revolucionario de reorganizarlo o derrocarlo”, “Deja que el miedo, la soledad y el odio se potencien en ti, que tu pasión fertilice la semilla de la revolución constructiva. Que tu amor a la libertad supere los falsos valores de la vida humana. La libertad se basa en el respeto, y el respeto se gana con el derramamiento de sangre”, “Una revolución nunca fue peleada, a lo largo de la historia, por ideales. Las revoluciones fueron libradas por cosas más concretas: comida, ropa, techo y para aliviar las opresiones intolerables. No conozco a nadie, fuera de Patrick Henry, capaz de morir por una abstracción”, “Todos, sea en tiempo de guerra o no, debemos mantener una pistola y un rifle en la casa en todo momento. Si una persona no se va a proteger y desea que el gobierno lo haga por él, ¿cómo puede quejarse cuando el gobierno decide protegerse contra él y lo ejecuta?”.
Conviene hacer un alto acá para formular la pregunta que dicta la lógica: ¿El del Libro de cocina del anarquista es el mismo William Powell de los estudios sobre inteligencia emocional? La respuesta podría ser sí y no. Mucha atención con lo que sigue, porque el relato quizás se cuente entre uno de los pasajes más oscuros de la historia reciente de Norteamérica. Esto no se afirma en cuanto al tremendismo habido las páginas citadas, sino por los alcances de un libro escrito en cuatro meses por un autor crispado que para entonces contaba con sólo 19 años.
Sí, antes de 1971 Powell era otro. Su biografía lo sitúa como dependiente de una librería en Nueva York, un niño de familia acomodada que decidió vivir la contracultura a tope, un mozo que presenció episodios de represión policial contra los activistas por los derechos humanos, una bola de odio que resolvió escribir candela cuando lo llamaron a prestar servicio en Vietnam.
¡Vaya que lo hizo y de qué manera!
Dicen que despechado por la idea de ir al frente, el muchacho decidió llevar la guerra a su país. Su modus operandi de tan sencillo parece una mentira: fue a la biblioteca pública de la ciudad de Nueva York, y allí se dio cuenta de que podía consultar los manuales militares sin siquiera pedir permiso. Así que se dispuso a dibujar a pulso y a copiar paso a paso recetas para crear nitroglicerina, TNT, silenciadores de pistolas, lanzagranadas, drogas y decenas de artilugios de combate desde la cocina de mamá.
Su premisa era simple: si esa información estaba al alcance de todos, y nadie se daba cuenta del descuido, era necesario compilarla y compartirla con todos los ciudadanos para que estuvieran en igualdad de condiciones ante cualquier enfrentamiento con el gobierno. El resto fue meterle ideología barata al legajo, propia de un mozuelo sin experiencia en la vida, para engordar su recetario a punta de soflamas escritas. El libro bomba ya estaba hecho.
Este correlato del sueño americano luego se bifurca en muchos deltas. Powell consigue publicar el Libro de cocina del anarquista después de una treintena de rechazos editoriales. Atolondrado, firma un contrato desigual. Se casa, se aleja del texto, se hace papá y se convierte a la religión anglicana. Ahí nace el Powell ejemplar, el pedagogo que comienza a estudiar el tema de la educación y de la inteligencia emocional. También nace el Powell que cede todos los derechos de autor del Libro de cocina del anarquista por 10 mil dólares. Y, vale decirlo, muere al nacer el posible Powell multimillonario, el que ve cómo su creación llega a más de 2 millones de copias vendidas sin recibir un centavo de esa maquinaria capitalista que aún parece solazarse en cierta justicia divina.
No sólo eso. William Powell, ese nombre que firma la tapa negra del recetario, es quien cargaría con las culpas y el remordimiento de tragedias como las de la escuela secundaria de Columbine, la del tiroteo en el cine de Aurora, la de la preparatoria de Araphoe y la del atentado de Oklahoma City. En esos, y muchos otros episodios de esta guisa, los perturbados se ayudaron con el Libro de cocina del anarquista para elaborar sus explosivos desde la comodidad del hogar.
En esta era de internet en la que todo se sabe Powell padeció un vía crucis laboral. Escuela que se enteró de su libro de adolescencia rescindió su contrato con el anarquista. Otras ni siquiera le destinaron una mirada. Desesperado, el autor se desmarcó de su creación redactando en Amazon una descarga sobre lo que él mismo había parido en cuatro meses febriles: “Declaro categóricamente que estoy en desacuerdo con el contenido del Libro de cocina del anarquista. La considero una publicación desacertada y potencialmente peligrosa que debería ser sacada de circulación”. De nada sirvió.
El Libro de cocina del anarquista ahora es un bestseller con miles de ejemplares vendidos y entradas en Youtube, en donde adolescentes hacen estallar bombas entre el regocijo de sus pandillas. La paradoja es bastante macabra: el pedagogo que se preocupa por los jóvenes es al mismo tiempo el autor de un manual utilizado para matar en las escuelas.
Cada quien asume sus derrotas como puede. Powell lo hizo refugiándose en un pueblito de la Francia más recóndita: Massat. Allí no quiso saber de nada. Vivió en una casa burguesa. ¿Sus vecinos? Hippies viejos que, al fracasar en el mayo francés, se recogieron en el mismo lugar. Ninguno lo reconoció al cruzar las calles de la aldea. En Amazon aún se puede conseguir un ejemplar del Libro de cocina del anarquista por menos de 20 dólares. Algunos compradores se quejan de que no es la versión original, de que algunas recetas fueron alteradas por el FBI para que no pasara nada al prepararlas o para que la bomba explotara junto con un terrorista en potencia con el fin profiláctico-social de evitarse broncas futuras.
En 2016 Powell accedió a ser entrevistado por Charlie Siskel en el documental American Anarchist. Temeroso, retórico y a ratos expiatorio comentó cada una de sus cuitas a raíz de la publicación de ese libro maldito del que nunca preparó una de sus recetas. Sólo en una parte de la entrevista pareció volver a salir aquel Powell de 19 años. Fue el momento en el que habló de las amenazas de muerte vertidas sobre su persona por haber escrito ese engendro. Siskel hizo la pregunta del millón: ¿Acudió a la policía en ese entonces? En un raro instante en el que se mezcló el absurdo con la coherencia el personaje no se escudó en las medias tintas:
“No, no lo hice. Compré una pistola”, dijo antes de proseguir con una sonrisa de hastío. “Era irónico que el autor del Libro de cocina del anarquista acudiera a la policía por una amenaza de muerte.”
La suya no vino bajo ningún ultimátum. Un infarto lo sorprendió el 11 de julio de 2016 en unas vacaciones familiares. Se fue al otro mundo de forma discreta. En éste aún quedan sus dibujos, recetas y una prosa virulenta escrita por un joven librero con sed de venganza. Su libro, ya se dijo y con el permiso de su cháchara de manual, sigue engrosando la cuenta corriente de algún cerdo capitalista.