Durante casi siete años ignoré cualquier cosa sobre los Pepsi Music. No me interesaba. Con la displicencia del idiota pasé de largo siempre. Y los Pepsi Music me ignoraron también porque la verdad nunca me invitaron. No era “mi mundo” –eso creía- así que nada tenía que hacer allí. Y menos verlos por televisión.
¿Soberbia o estupidez? Cualquiera de las dos. Uno toma decisiones y ya: invierto mi tiempo en esto y en aquello no. Listo.
Este año fui. Por razones muy personales, en principio, pero también por la enorme curiosidad de saber cómo sería eso en el Aula Magna de la UCV. Llegué en pleno despliegue de la “alfombra azul” y me tocó ver desde lejos la entrada de algunos nominados y de invitados especiales: pintas extrañas, estrafalarias algunas, divertidas otras, mucho pantalón apretado, apliques brillantes, algo de sobriedad y elegancia por allá, un poco de mira lo rica que estoy por acá, uno que otro disfraz y mucha gente metida en su personaje público.
Es raro al principio. Pero sabes que está bien: que cada quien asuma y exprese lo que le parezca, lo que siente que es, lo que quiere proyectar o lo que simplemente le dicte su real gana. En este país tan jodido es una brisa fresca que haya gente decidida a vivir su carnaval artístico en libertad.
Puede que te guste o no la música y el show que veas en el escenario. Eso no importa. Estando allí me sorprendí disfrutando esa fiesta. Unos momentos más que otros, claro. Y a pesar del calor –no había aire acondicionado, un fallo eso- la emoción de los nominados sentados a lo largo de la zona de patio de la sala era contagiosa, flotaba, se transmitía.
Ahí estaba: a la izquierda una mujer que acertó casi todos los ganadores. A mi derecha, Ale Otero siempre animada a compartir comentarios chistosos; a su lado Mondongo y su buena conversación (en los breaks comerciales, por supuesto) y en la fila de adelante, el profe Briceño –en liquiliqui y botas Loblan- que trajo algunos comentarios del backstage. Y yo preguntando quién es ese, quién es esa, porque al principio solo reconocí de inmediato a Gualberto Ibarreto, a Maickel Melamed, a Alfredo Naranjo y a los traperos que escucho de vez en cuando en el carro con temor a que me pare la policía…
Pero eso no es lo quiero contar. La revelación de estar ahí fue tener una aproximación –por primera vez- del enorme esfuerzo que supone para una empresa y para un equipo montar ese espectáculo en un contexto tan adverso y aplastante. Y sí, es una gran operación de mercadeo y posicionamiento de marca y fidelidad y todo lo que se pueda decir, pero la exposición y el reconocimiento para los músicos no tiene precio. Especialmente para esos que no están, precisamente, en el centro del faranduleo: géneros criollos, música clásica, jazz, talentos que tratan de lograrlo. Habría que ser muy egoísta para no reconocer la importancia de estos premios.
¿Es debatible la calidad de algunos premiados? Puede ser. Pero al fin y al cabo, la gente vota y esto es lo que gusta. ¿Que por esos gustos es que estamos como estamos? Deja la ridiculez, esas variantes de lo “urbano” son los sonidos de estos tiempos y ahí hay de todo: artistas genuinos en su contexto y algún “destalentado” que se subió al autobús.
Esta no es una mirada complaciente ni comprometida. Es apenas el reconocimiento y el agradecimiento de que en medio de este desierto una marca se anime año tras año a permitirle a los músicos disfrutar de una plataforma que celebre su trabajo. Una plataforma que también envía un mensaje: hay que seguir echándole bolas.
https://www.youtube.com/watch?v=TPtqLZMBw1A&feature=youtu.be