Viciosidades

Los secretos del "Bar" Mr. Morrison

Con más de treinta años de historia el Bar “Mr. Morrison” en Chacao es “la casa de citas” más legendaria de la ciudad. Lejos de la mitología urbana y de los cuentos de épocas pasadas, nos lanzamos a indagar en lo más oscuro del exótico local para descubrir lo inesperado.

fotografía: Alejandro Cremades
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Carla Angola en ligueros me mira fijamente desde la barra.

Sus muslos blanquísimos e inmaculados son como siempre los imaginé. Tiene uñas plateadas en los pies y esos labios que tanto odia el gobierno, son como un océano de placer para mí. ¿Pero cómo es posible? ¿Carla está trabajando en un burdel?, ¿tan mal así le ha ido después de su salida forzosa de Globovisión?.

Camino lentamente en dirección al último asiento del bar y casi puedo sentir su aliento. Definitivamente es Carla Angola. Estoy tan cerca de su rostro que puedo ver que, efectivamente, usa unos anteojos marca “Alpi”. No lo puedo creer.

-Hola Carla, ¿qué haces aquí?, ¿te acuerdas de mí?, hace tiempo te entrevisté…

Antes de que pueda articular palabra alguna, descubro el pésimo trabajo dental en su boca. A menos de que haya tenido un accidente en parapente me cuesta creer que esos son los dientes de Carla Angola. Y de pronto las dudas se despejan.

-Disculpa “chico”, así no se llama mi nombre…

La construcción lingüística no corresponde con las formas de la reconocida periodista. Aquel timbre de voz angelical que recuerdo, suena más bien como un aparatoso choque de autobuses en la vía a Mamo. No es ella. Carla Angola no trabaja en el “Morrison”. Que decepción.

A pesar de la discreta fachada – de casa de abuelita- que permanece idéntica desde hace más de dos décadas, el Bar Restaurant Mr. Morrison es –en toda la extensión de la palabra- un stripclub.

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Luces indirectas, suelo y paredes de alfombra, discoball gigante, espejos y misteriosos cocteles, se disponen en un ambiente amplio donde están distribuidas unas doce mesas pequeñas, rodeadas de confortables asientos ocupados por las damas en cuestión. Como si se tratara de una dulcería, aquí hay para todos los gustos. Todas ellas son delgadas y se pasean en pantaletas por el local.

Tacones de aguja. Extensiones en el cabello. Labios rojísimos. Ligueros de cadena. Esposas de peluche. Sonrisas perversas. La mezcla explosiva de todo este imaginario sexual me producen una inesperada erección. Parezco un muchacho. Me tengo que sentar.

Por un momento, pierdo el control de mi sensorialidad y me desdibujo en una esquina oscura cerca del Dj. Me parece casi un milagro que todavía no haya escuchado la vocecita tansgénero de Prince Royce ni el “Retumba-tumba-tun” insoportable de Oscarcito. Por el contario, el disc-jockey se pasea por un repertorio de rock pop-anglo que me descoloca del entorno caraqueño habitual: Coldplay, Pharrel Williams, Iggy Azalea, Christina Aguilera, empiezo a fantasear que estoy en otro punto del planeta y justo cuando logró volar con mi imaginación, irrumpe imbatible la voz infrahumana de Romeo Santos cerca de la pata de mi oreja: “…eran las tres de la mañana…no he podido dormir nada…”.

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Piso tierra. Pido una cerveza pero el mesonero no me presta atención porque está viendo La Serie Del Caribe. El dominicano batea un hit entre segunda y tercera mientras el mozo, de unos cincuenta años, inmediatamente sustituye el canal por otro donde también están jugando con unas bolas pero no de baseball. Se trata de un estrambótico threesome de un negro con dos rubias de tetas enormes. Venus en circuito cerrado. Porno del viejo milenio en televisores de cuarta generación. Casualmente, el actor que aparece en la película triple X se parece mucho al bateador dominicano. También batea. Pero con las bases llenas.

Todo transcurre bastante normal para ser un jueves al borde de la madrugada. Me llama la atención particularmente, un cliente que no deja de manosear a dos de las chicas que lo acompañan en total exclusividad. El tipo me recuerda a Miguel Ángel Landa, debe ser porque el legendario actor de “Bienvenidos” siempre estaba rodeado de putas.

Presencio atónito una coreografía de lenguas que entran por sus orejas y salen por las bocas de ellas. Es como una escena de Alien. Baba, extremidades humanas que nunca antes había visto, sonidos guturales, gemidos y aullidos. Alien 2. Por un momento logró visualizar una lengua gigante en forma de tobogán que casi llega hasta mis pies. Papilas, tentáculos, aletas, espinas dorsales. La noche parece una pesadilla de Stephen King y trato de aclarar mis pensamientos:

“¿Qué coño le pusieron a este whisky?”, “¿me drogaron con burundanga”?. ¿Me voy a despertar dentro de una semana atendiendo unas mesas en una taguara en el “El Guapo”?, “¿dónde están mis riñones?”. No. Todo es producto de mi imaginación.

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Poco a poco, empiezo a darme cuenta de que aquella mitología criminal de la que tanto se habla sobre nuestra ciudad parece no perturbar en lo absoluto la cotidianidad nocturna de este sitio. Estamos en Chacao y según lo que me dicen, este tipo de actividad está muy bien reglamentada en el Municipio. No hay nada ilegal. Todo es legítimo y una patrulla pasa consecuentemente por la entrada del lugar. Saluda a los porteros. Prende la coctelera. Los pacos les tiran besitos a las putas que están fumando en la puerta. Todo muy cosmopolita. Muy desarrollado.

Finalmente me siento al borde de la pista justo antes de que comience el show. Ubicado a pocos centímetros de una de las barras de poledance y espero ansioso la salida de la primera bailarina exótica. Fuera luces. Negro absoluto. El discplay se ilumina sensacionalmente y arranca a todo volumen la canción “Enter Sadman” de Metallica. Ahí está. La veo detrás de las cortinas. Carla Angola en topless. Tiene los anteojos puestos. ¿Qué va a decir la gente de “Alpi”?

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Estoy al borde de la euforia. Carla salta como una gacela pornográfica hasta lo más alto del bati-tubo y comienza a descender en limpio movimiento olímpico, haciendo un tirabuzón con toda su humanidad. Es una profesional y esta durísima. Baila, baila. Goza, goza. Se mueve como un cocodrilo atacando en el pantano, se contorsiona, quiero ser su víctima, quiero vivir en sus entrañas para siempre. Quiero que me lleve al infierno.

Guitarrazos de Chris Hammer y los tacones de “Total Calzado” vuelan cerca de mi ojo derecho. Aquí en Venezuela no se acostumbra a guindarle billetes a las bailarinas, imagino que por el tema de la devaluación. Habría que cargar un maletín como el de Antonini, si acaso. “! Mi amor!, ¿aceptas transferencia?”.

“La Carla” que sabemos que no es Carla se percató de la hipnosis que me produce, entonces decide darse la vuelta violentamente para abrir sus piernas en mí rostro. No me voy a poder parar de esta silla más nunca. En un sutil movimiento de sus dedos se descubre toda para ofrecerme un espectáculo ginecológico sin precedentes. Me equivoqué de profesión. El mundo se detiene. Mis piernas se derriten. Es como me la imaginé durante las transmisiones de “Buenas Noches”. Ahí, bajo la escenografía de cartón piedra. Oculta bajo esos pantalones de directora de orquesta. Sinfonía erótica. Gracias Venezuela.

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Las estrellas en mi cabeza se confunden con las luces del local. Ahora suena “Te quiero Puta” de Rammnstein y es el turno de una chica con menos experiencia. Decido dirigirme a conversar con un grupo de “ficheras” que parecen aburridas. Ninguna quiere hablar de más, pero se animan a responderme algunas preguntas. Todas son mamás. Dos, tres, cuatro hijos, dos nietos, una abuela, dos papás. No hay tragedias familiares. Por el contario. Todas “pelan” el diente. Todas están a gusto. Todas se divierten.

-A mí me encanta la noche. Me encanta mi profesión- me dice una.

Al fin y al cabo no son más que un puñado de madres venezolanas trabajando duro por la familia. Duro. Siempre duro. Son putas que quieren ser putas. Putas de vocación. Putas íntegras.

Aquí en el “Morrison” la dinámica es universal. En el fondo de la casa se distribuyen diez piezas que sirven para una faena puntual y expedita. 5 mil bolívares por una hora con «Carla Angola» no suena nada mal. ¿Se quitará los anteojos “Alpi”?. Me quede con la duda.

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Pienso que quizás puedo venir otro día con unos amigos a tomarme unos tragos. Con la gente del trabajo, con mi esposa. Los precios son accesibles y el ambiente mucho más honesto que en la mayoría de los lugares “exclusivos” de Caracas. El “Morrison” es un hallazgo perdido en esta ciudad.

Ya es tarde. Ahora si me quiero ir pero todavía no puedo levantarme del asiento.

Agradecimiento especial: David Páez, Bar Mr. Morrison Restaurant, Laura Chávez y José Ángel Hernández.

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