Una fan enamorada se confiesa
Hay encuentros a los que no debes volver: lo que era deja de ser, lo que encontraste una vez ya no está. ¿Quién cambió? ¿La fanática o el artista de sus fantasías?
Hay encuentros a los que no debes volver: lo que era deja de ser, lo que encontraste una vez ya no está. ¿Quién cambió? ¿La fanática o el artista de sus fantasías?
Espero sentada en una sala pequeña, apenas decorada con un sofá de cuero blanco y una mesa con flores. De fondo reluce un backing del cine donde se realizará el concierto. Las manos me sudan. Trato de disimular los nervios pero la funda del celular está a punto de romperse por el movimiento repetitivo de mis dedos contra él. Respiro profundo. Abro la hoja y releo las preguntas. Son buenas preguntas, me digo para darme ánimos pero en el fondo sé que miento.
Fui la primera en llegar. Han pasado ya diez minutos y nadie se acerca. El ir y venir de las personas que conforman el staff del cine en los pasillos exteriores se repite como el movimiento de mis manos. La coordinadora de prensa me mira, me estudia y sonríe. Le devuelvo la sonrisa nerviosa, preocupada. ¿Será que se dio cuenta? Me acomodo la credencial que me autoriza a estar ahí como “periodista”. Se supone que represento a un portal web de noticias especializado en música. Pero no es cierto. Es un disfraz.
No es la primera vez. Esto de disfrazarme de periodista ha sido un ejercicio recurrente en mi vida y, a decir verdad, no me había dado cuenta de la trascendencia hasta ese momento, en esa sala, cuando estoy a punto de encontrarme -14 años después- con el mismo personaje.
A ver. ¿Cómo decía la primera pregunta?. Ah, sí: «¿cómo te iniciaste en la música?». Mi voz ya no suena igual, se hace más suave y aguda. Vuelvo sin darme cuenta a otro sofá, uno de terciopelo azul cubierto por pelos de golden retriver. El perro del socio de mi tío estuvo haciendo de las suyas aquí pero él no se inmuta, se deja caer, se pone cómodo; abre los brazos a lo largo del espaldar y se acomoda el pasamontañas con parsimonia. Era otra época.
Corría el mes de junio de 2004 y está a punto de dar su primer concierto en el Aula Magna de la UCV. Apenas tengo 11 años y curso 4to grado del colegio. Mi maestra me mandó a hacer una entrevista para el periódico escolar. Se trataba de un ejercicio, podía entrevistar a mi mamá si quería, pero eso mi papá nunca lo supo. Le dije que era fundamental entrevistar a un artista de verdad para que entendiera que él era la única opción válida. “Tiene que ser uno que aparezca en la televisión, papá” dije tratando de esconder mi fanatismo. La vida era simple entonces, esas eran las únicas medidas para hacerse famoso.
Me sorprende que aceptó mi decisión sin cuestionarme, ni darle demasiada vueltas al asunto. Especialmente porque mi papá es un hombre complejo. No se anda con rodeos y en esa época mucho menos. Para él hay cosas con las que no se juega y una de ellas era el colegio. Cuando vio a aquel Kent criollo, contoneándose con un grupo de bailarines, reluciendo una camisa ajustadísima con estampados psicodélicos, dudó de haberme dado el sí. “¿Ese es el tal Jeremías que tú dices?”. Su figura estaba bastante alejada de los estándares bíblicos de mi padre, pero qué culpa tenía yo.
Después de múltiples fracasos tratando de convencerlo de dejarme ir a uno de los ensayos de Jeremías que dirigía mi tío -quien para entonces era su productor-, esta fue la única forma en la que logré mi meta. Programamos la entrevista para el viernes cuando ensayaba con su banda en la sala 1 de Rock & Folk en La Floresta. Yo no podía respirar de la emoción, la semana se me hizo eterna, la tensión era palpable, mi primer experimento como escritora corría el inminente riesgo de no llegar a buen término. Mi papá observaba cada uno de mis pasos con lupa. El menor desliz y podía dar por perdida mi oportunidad de oro. El esfuerzo de llegar sin contratiempos al viernes casi me deja calva. “Nada de olvidos, Ana”, me repetía como un mantra.
Y por fin llegó el día. Después del colegio me alisté para la entrevista. Guardé las preguntas en un sobre manila y recogí mis greñas en una cola alta que me hiciera parecer lo más profesional posible. Salí justo a tiempo antes de que mi papá improvisara alguna excusa para devolverme a casa.
Una vez en el Fiat 1 de mi tío me solté el moño y en un parpadeo llegamos a la emblemática quinta. De la sala uno se escuchaba el trote de un tambor trancao. Por un momento pensé que nos habíamos equivocado pero cuando se abrió la pesada puerta de madera forrada en goma espuma, lo ví: Jeremías se contoneaba con torpeza frente al paral del micrófono en una particular versión de “La Burra” -una parranda popularizada por Un Solo Pueblo en la voz de Francisco Pacheco- que incluía un baile como del gran ballet de Venevisión. Dos mujeres con croptops y faldas cortas de flores se meneaban con desenfreno para deleite de mi ídolo y sus músicos.
La voz cadenciosa de Jeremías echaba para atrás el tema, se alejaba de la naturalidad de Pacheco pero poco importaba a mis ojos de fan enamorada. Una vez terminada la descarga, mi tío se acercó a saludarlo y me presentó. Le dijo que venía a hacerle una entrevista “rapidito” y me palmeó la espalda tres veces. Jeremías me trató con caballerosidad, disimulando por completo la ligera inclinación que tuvo que hacer para darme un besito en el cachete: ¿Cómo estás, cariño? dijo. Confío en los dioses haberle contestado el saludo porque de los nervios olvidé hasta las normas básicas de cortesía.
Durante casi dos horas disfruté de un concierto íntimo que parecía ser solo para mí. Al otro extremo de la sala, sentada sobre una pequeña tarima donde se supone que los bateristas arman su monstruo de metal, estaba yo. Murmurando cada canción, controlando mis pulsiones para mantenerme dentro de los márgenes de una periodista seria.
Los gritos me devuelven al presente. Reconozco las flores que reposan en la mesa y el logo del cine que recuerda el engaño que había olvidado. Un puño de gente se aglomera sobre un sombrerito marrón que parece flotar entre los flashes. Varios hombres que lo acompañan, trajeados de negro y con auriculares individuales en las orejas, empujan a las mujeres que intentan romper ese cordón invisible que las separa de Jeremías. Lo tocan, le piden selfies, lo llaman “mi amor”. Jeremías se deja llevar por el caos, parece no entender nada, todo lo percibe con una especie de delay que me da ternura. La fan me golpea desde adentro, intenta salir pero la controlo. Me siento de vuelta y espero que la mujer del radio anuncie mi nombre para hacer lo que vengo esperando desde hace años. Pero no lo hace, Jeremías entró a empujones a la sala 3, el muñuño de fanáticas se dispersa, todo comienza a retomar la calma de antes y eso me pone aún más nerviosa.
Caracas es una boca de lobo con gusanos de luces y sigo sentada en la misma sala. Van tres horas, el cansancio y el hambre me obligan a cuestionarme toda esta jugada. Me distraigo volviendo la sala 1 de Rock And Folk y de la nada -como una Alicia improvisada que no ha comido ni bebido en horas- me hago pequeña y vuelvo a la Caracas de 2004.
Jeremías acaba de cantar una de mis canciones favoritas -Tú en Mi- con un arreglo de cuerdas increíble que casi me hace saltar de la alfombra y aplaudir efusivamente pero no lo hago. Intuyo, en mi inocencia, que la clave de todo está en dosificar el entusiasmo para que me tome en serio. Espero a que llegue el break para que mi tío converse con él y lo persuada de sentarse conmigo y hacer la entrevista. Jeremías se voltea, me enfoca desde el otro lado de la sala y sonríe. “Por supuesto que sí”, leo en sus labios: “Encantado de la vida”.
Lo siguiente que recuerdo es el sofá forrado de pelos de perro en el estudio de mi tío en Bello Monte. Sostengo una grabadora portátil de cassette. Jeremías se explaya, se pone cómodo y se recuesta en el espaldar. Tiemblo de los nervios. Me percato de que su rodilla roza la mía y el corazón se me acelera.
«¿Cómo te iniciaste en la música?», digo. Jeremías se pone los dedos sobre la barba y choca los labios, se queda pensando y me empieza a contar que la música fue algo natural para él, algo con lo que fue creciendo. Recuerda, por ejemplo, que de pequeño le gustaba coleccionar cassettes que le regalaba su papá. Sonrío y avanzo hacia la pregunta dos sin comentar nada. Jeremías responde con parsimonia. Se toma la entrevista con una seriedad que me sorprende. Los nervios se convierten en emoción y luego saltan a una fascinación inédita en mi vida. Me seduce por completo el compromiso con el que asume mi trabajo escolar.
De pronto la entrevista queda interrumpida por el sonido polifónico de un celular que Jeremías se saca del bolsillo. Ofrece disculpas, se ve realmente avergonzado. Atiende la llamada y dice: “¿Me puedes llamar más tarde, hermanito? Estoy en una entrevista”. Y cuelga. “Perdón, dice, ¿dónde nos quedamos?”. Sonrío y formulo la última pregunta. Salgo del estudio de mi tío feliz. Con una foto que veré en tres semanas cuando revelen el rollo, un disco -edición especial- autografiado y mi nuevo tesoro: un cassette con casi 40 minutos de conversación.
La voz de la coordinadora de prensa me saca de la imagen. Me espabilo como si acabara de meter la cabeza en un pozo de recuerdos que flotan. Jeremías ya está listo para iniciar la ronda de entrevistas face to face. La mujer repite mi nombre con fastidio y agrega que son solo cinco minutos, ni más ni menos. Tengo las piernas acalambradas y el corrientazo me recuerda que han pasado tres largas horas de espera, me ajusto la credencial y abro el papel para echarle un ojo a las preguntas. Son una mierda, reconozco con vergüenza. Pero bueno, son apenas cinco minutos. Improvisaré. Qué tanto.
La estampa se repite: Jeremías de espaldas conversa entretenido con su mánager. Lo asumo como una señal de buena suerte porque Tito se acuerda de todo el mundo y quizás yo no sea la excepción. Se me queda viendo un segundo más de lo normal y aprovecho la oportunidad para acercarme y revelar mi identidad. Lo hago con demasiada cercanía y con un exceso de confianza que no lo sobresalta. Le hago la referencia de mi árbol genealógico y la conexión que tuvo mi tío con Jeremías hace catorce años. Tito reacciona y dice: «por supuesto, con razón tu cara se me hacía tan familiar».
Sé que miente pero igual canto bingo, y siento como la fan que tengo encerrada entre pecho y espalda pega brinquitos de alegría. Jeremías, agrega Tito, ¿tú te acuerdas de esta muchachita? Todo parece demasiado bueno para ser verdad. Jeremías me observa. Ahora soy yo la que se inclina un poco para darle un beso en el cachete y alargo, sin verguenza alguna, el abrazo cordial que se dan los viejos amigos cuando se reencuentran. Pero él no entiende nada. Mira a Tito extrañado tratando de encontrar alguna pista en su rostro que le ayude a entender quién carajo soy. Me mira y lanza la sonrisa artificial característica de estos eventos. La coordinadora de prensa me fulmina con la vista desde el otro lado de la sala. Nada más en el saludo perdí tres minutos. Da unos saltos, me toma por el brazo y me dice al oído: «rapidito, ¿oíste?».
No hay nada, absolutamente nada que pueda opacar este momento. Me cago en la coordinadora, en el cine, en los periodistas y en todos los fans que siguen esperando. Esta es mi oportunidad. «Qué loco reencontrarnos aquí», digo sin un ápice de elocuencia. Jeremías mantiene la pose: manos entrelazadas sobre las piernas. Luce más rígido e incómodo que en el sofá azul de mis recuerdos. Los nervios me ganan, el tiempo que debí haber empleado en formular la primera pregunta se me va en contar anécdotas que no llevan a ningún lado. Jeremías asiente con cortesía y me lanza una fila de «sís» que me ponen nerviosa. Le menciono aspectos de su vida que, asumo, solo sé yo y que quizás lo hagan recordarme. Menciono los cassettes y solo agrega que llegó a ser una colección inmensa. Vuelve el silencio, él se muerde los labios, aburrido y ahí es cuando entiendo: este pana no se acuerda de nada, coño.
Pero no me doy por vencida. Ahora le pregunto sobre sus años como estudiante de Letras para saber sus gustos literarios, quizás hasta logre obtener el nombre de su escritor favorito o de algún libro de lectura recurrente. Pero no, me dice que no hay, que en realidad lo que obtuvo de la literatura fue el ritmo para contar una historia, porque sino, agrega, “no llegas a lo que tienes que llegar”.
¿Y a dónde será eso?, pienso, pero no me atrevo a preguntar. Sin embargo trato de ahondar en él como compositor, le pregunto si tiene algún método para escribir, quizás allí obtenga algo más sustancioso. “La verdad es que no sé”, dice sin inmutarse. Espero la risa que explique que se trata de un chiste pero no, Jeremías sigue hablando y usa la palabra trance para describir lo que ocurre cuando compone. Me dice que solo algunas cosas valen la pena. “De diez -dice- ponle que salga una canción, que es lo que yo llamo un accidente feliz. Todos son ejercicios para mantener la máquina engrasada”.
Su imagen comienza a distorsionarse y siento que el ejercicio al que lo someto para obtener respuestas es inútil. Me doy cuenta de que no estoy logrando conectar con el ídolo de mi infancia, ni mucho menos vincularlo a las expectativas románticas que una vez tuve. Cada frase trae una nueva decepción, como si abriera cajas con un exterior atractivo pero cuyo interior es hueco.
Pero aún me quedan dos minutos y al paso que vamos me parece que es tiempo suficiente para formular las últimas dos preguntas. La primera la hago sobre la mujer como fuente innegable de inspiración para él. “La belleza de la mujer es erótica”, dice: “Hay una frase de García Márquez que a mí me encanta: no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa. Y yo le quitaría lo de la mujer hermosa. Una mujer, como sea”. Los lugares comunes brotan de su boca con una facilidad impresionante. Por más que trato de recrear la elocuencia de hace años y sacarlo de la pose, no logro llegar al clímax. Su regreso a la música estaba tan cargado de preguntas y expectativas que empiezo a cuestionarme si no es un poco necio intentar darle sentido al fanatismo.
Se cumplen los 4 minutos y veo a la coordinadora acercarse con furia para que termine la conversación. A duras penas me despido de mi ídolo de infancia, cuya atención ya está en otro lado. Me abro paso entre la multitud, logro salir de la sala y atrás va quedando la euforia. Mientras camino hacia los ascensores que me devuelven al caos de la principal de Las Mercedes, sonrío. Siento un peso menos, como si hubiese matado al dragón y liberado a la fan.