Entre Rosita y Vanessa
Jimena Romina Araya, mejor conocida como Rosita, es una presunta actriz y modelo que ganó fama cuando se declaró chavista y se vio envuelta en la fuga de la cárcel de su novio “El Niño Guerrero”, el pran de Tocorón.
Jimena Romina Araya, mejor conocida como Rosita, es una presunta actriz y modelo que ganó fama cuando se declaró chavista y se vio envuelta en la fuga de la cárcel de su novio “El Niño Guerrero”, el pran de Tocorón.
Entendámonos de una vez. Los sucesos comunes no se convierten en noticia por azar ni un video se hace viral en internet sin significado alguno. ¿Qué hace, entonces, el tobillo inflamado de Rosita en las principales webs informativas del país o el video de Vanessa Senior, en Farmatodo, circulando profusamente en la red?
Jimena Romina Araya, mejor conocida como Rosita, es una presunta actriz y modelo que ganó fama cuando se declaró chavista y se vio envuelta en la fuga de la cárcel de su novio “El Niño Guerrero”, el pran de Tocorón. Después se enredó con “Cara e’ Muerto“ y luego con “Carlos Breaker”, el malandro que el pasado mes fue hallado descuartizado en la vía entre Mamera y el Junquito.
Rosita ha sido acusada de sufrir de enclitofilia, una atracción patológica de las mujeres por los delincuentes y asesinos. Creo que esa enfermiza atracción no se limita a ella.
Rosita es la imagen del alma de una revolución que, sintiéndose buenota, acumula más de 225.000 homicidios, de un segmento del pueblo que todavía sigue a un gobierno soportado por una oscura red delictiva conformada por colectivos armados, jefes penitenciarios, bandas de malandros, narcotraficantes y militares de comprometida reputación.
Pero si Rosita nos da la imagen de una sociedad sabrosona que se ha nutrido en la corrupción hasta el punto de normalizar la patología, Vanessa da cuenta de los que hemos perdido, de lo que hemos dejado de ser los venezolanos.
La vulgaridad y alevosía con que Vanessa Senior reclama su derecho a comprar la cantidad de tubos de pasta de dientes que le venga en gana, la altanería, rabia y violencia que confunde con independencia y rebeldía, muestran la cara de un venezolano muy distinto del que conocimos en el siglo XX.
En una sociedad en estado de supervivencia, regida por los instintos básicos, y tras quince años de un liderazgo por resentimiento, nos enfrentamos a un ciudadano malhumorado, agresivo e iracundo lleno de frustraciones y odios.
El venezolano alegre, amable y hospitalario, el individuo capaz de reconocer al otro, de sentir compasión y empatía, la persona orgullosa de su oficio y confiado en su futuro, han pasado a ser ficciones de la memoria del pasado democrático. No se trata de preguntar qué somos los venezolanos puesto que no existe una identidad fija, sino de saber lo que hemos llegado a ser y en lo que podemos convertirnos.
Una sociedad militarizada y capturada por la delincuencia, asfixiada por la arbitrariedad y el abuso de poder, quebrada por la injusticia y la indiferenciación moral, solo puede verse en un espejo de destrucción, irrespeto y violencia.