Estoy sospechando cada vez más que el madurismo esconde algún tipo de filosofía trascendental que no somos los suficientemente perspicaces para percibir. Todo lugar es aquí y todo momento es ahora, dice una de las máximas del budismo, y ciertamente, el gobierno de Nicolás Maduro nos ha enseñado a vivir prescindiendo de cualquier tipo de planificación del futuro.
En caso de duda, no hagas nada, reza otro de los principios del budismo que Maduro aplica a la perfección ante la crisis económica, y que tiene una extensión política en la máxima: En caso de caída de popularidad, no hagas elecciones. El budismo también nos enseña que la causa del sufrimiento es al apego a las cosas, y el madurismo lo ha practicado ilustrándonos que los bolívares carecen de todo valor.
Las letras de Juan Gabriel,el cantautor mexicano que falleció este domingo, también son un tipo de religión. Siempre he pensado que la canción “Hasta que te conocí” encierra una parábola similar al arco de iluminación de Sidarta Gautama, luego llamado Buda. La leyenda cuenta que Sidarta fue un joven muy rico que vivió en su palacio (¿el de Miraflores?) aislado de la realidad, sin tener noción de la existencia del el sufrimiento, el hambre, la pobreza, la muerte o la vejez, hasta que a los 29 años finalmente cogió calle y se encontró en su camino con un anciano, un pordiosero, un leproso y un cadáver, lo que le sumergió en una profunda depresión.
Un estadio previo similar de inocencia describen los versos de “Hasta que te conocí”. Antes de salir al mundo, en el palacio del útero materno, éramos felices y no lo sabíamos:
No sabia de tristezas, ni de lágrimas
Ni nada que me hiciera llorar
Yo sabia de cariño, de ternura
Porque a mí desde pequeño
Eso me enseño mamá
Yo jamás sufrí, yo jamás lloré
Yo era muy feliz, yo vivía muy bien
Hasta que la conoció. O hasta que lo conoció. “Hasta que te conocí vi la vida con dolor”. Esta parte de la canción parece encerrar una enorme contradicción con la felicidad primaria y uterina descrita inmediatamente antes, lo que siempre me ha intrigado desde niño,. Hasta que este mismo domingo de la muerte de Juanga, una amiga periodista, Gabriela Velásquez Malavé, me aclaró: en México y Centroamérica, el “hasta” adquiere sentido de “no antes de”, es decir, si alguien en México te dice que abre la tienda hasta las nueve, en realidad es que no abre antes de las nueve.
Y muy tarde comprendí. Quizás hubiera sido mejor no haberme enterado nunca y quedarme con el misterio. Los Estados Unidos Mexicanos parecen destinados por la providencia a plagar al idioma de de miserias como el “a poco”.
Desde que conocí a Juan Gabriel, vi la vida con dolor. Específicamente con “Hasta que te conocí”. Hasta entonces era un niño feliz, pero esa letra me enseñó que el mundo podía ser un lugar desconcertante, ambiguo y retorcido, como las películas de David Lynch, como el demoníaco doble sentido del Mono Kini, el botox en las mejillas rosadas de su partner Lalo y las muecas del ventrílocuo Carlos Donoso.
Como los transexuales que vivían frente a mi edificio y que los viernes no me dejaban dormir cuando se trasnochaban mientras versionaban hasta el infinito “Amor eterno”, “Te lo pido por favor”, “Querida”, “Yo no sé qué me pasó”, los alaridos de hiena de “Caray” que rasgaban la madrugada y todos los grandes éxitos de la otra “Grabiel”, Ana.
Rodrigo Fresán decía de Raphael que era el tipo de artista que, cuando agarra algo entre las mandíbulas, no lo suelta hasta que lo regurgita como algo totalmente nuevo e irreconocible. A esa misma categoría de monstruo excesivo perteneció Juan Gabriel que, por ejemplo, se apoderó del “Caballo viejo” de Simón Díaz y lo masticó hasta convertirlo en quizás la mejor versión de ese tema que se ha escuchado jamás, al menos en una presentación en vivo. Será una fija en la próxima emisión de Súper Sábado Sensacional, si es que sobrevivimos al próximo Súper Jueves:
La leyenda cuenta que, luego de otros seis años de vida ascética y privaciones (“por algún tiempo sufrirás”), Sidarta Gautama finalmente fue iluminado y consiguió un camino intermedio para sobrellevar la vida diaria sin necesidad de entregarse al desenfrenado derrape o convertirse en un monje (“tarde o temprano, tú volverás a ver la luz”). A los 80 años Buda comió cochino, sufrió un tipo de infarto y se separó de su cuerpo terrenal. El budismo Juanga nos enseñó este domingo una vez más que, para acabar con las traiciones (las de la memoria), debemos decir adiós primero.
Desafortunado no es el que muere luego de 66 años henchidos, besados con la bemba colorada. Desafortunado el que sigue vivo y vive a medias.
Y con respecto a la filosofía Nicolás: Yo no se qué me pasó pero no siento mas amor por ti. Es mejor terminar que seguir así.
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