El Renaissance, en La Castellana, cerca de la plazoleta coronada por el busto de Isabel la Católica, bullía ese mediodía con una fiesta para pocos invitados pero con muchos excesos.
La fiesta corría a cargo de la Fundación Diego Salazar, que, después supimos, se dedicaba a honrar la memoria del padre del anfitrión: un antiguo guerrillero, poeta, intelectual de izquierda y -en el ocaso de su vida- constituyente y diputado por el chavismo. Su temprano deceso, a los 63 años de edad, ocurrió el 19 de mayo de 2003 en la Clínica Santa Sofía de Caracas.
La Fundación Diego Salazar, todavía hoy consta en su página en Internet, tiene el objetivo de lograr que “la mayor cantidad de niños cuente con las condiciones y recursos adecuados para crecer sanamente”. Tiene un registro de acciones benéficas en varias partes del país, en hospitales y campos deportivos.
“Días después de la fiesta, al repasar las escenas, ese contraste me sonaría más evidente y obsceno”, recuerda un testigo presencial a El Estímulo sobre ese fastuoso evento.
“No es que no existan las fiestas de organizaciones de beneficiencia, a veces sirven hasta para recaudar fondos, pero es inevitable preguntarse cuántos niños pudieron ser rescatados del hambre con lo gastado en ese evento”, agrega la fuente.
La fundación tiene su sede en el mismo edifico Edicampo de Campo Alegre, Chacao, donde funcionan las oficinas de las demás empresas de Diego Salazar hijo, el primo del otrora todopoderoso jefe de Petróleos de Venezuela, Rafael Ramírez. Hasta allí llegó la policía política venezolana este viernes 1 de diciembre para detener al magnate de los seguros, en lo que algunas fuentes han calificado como parte de una pugna interna en el chavismo.
“Hace seis años, cuando entré a aquella fiesta, recuerdo que pensé que en un país normal mínimo un cuerpo de investigaciones fiscales debería haberla intervenido”, observa otra fuente.
Las empresas de Salazar operaron con entidades del Estado durante varios años, bajo el paraguas “Inversiones y Asesorías Inverdt S.A” y la propia Fundación Diego Salazar.
«Estábamos en el edifico del hotel para cumplir una pauta. La casualidad quiso que me encontrara con un antiguo conocido que trabajaba en el ‘catering’ del evento y a esa hora no se sabía exactamente de quien o para quienes era la fiesta, aunque ya los excesos eran evidentes», recuerda el testigo.
“Entré de contrabando por la puerta de los mesoneros, confundido entre algunos proveedores. Me quedé parado en un pasillo, mirando el ajetreo de los servicios, cómo desempacaban de una caja larga de pino blanco, protegidas con paja seca, botellas y botellas de champaña “Veuve Clicquot”, algunas de Ponsardin Brut. Parecía cara y después constaté que si era”, agrega.
«Hoy, una botella de esa casa vale entre 250 y 800 euros para la “brut”. “La champaña la enfriaban en barriles con hielo, en el salón”, apunta el invitado.
Y era de bebidas caras esa fiesta. Además corría el whisky, como fluía por aquellos años de petróleo a 100 el barril la cerveza en las fiestas de universitarios. Y no era cualquier whisky. Era Royal Salute, de la botella azul, el de 21 años de envejecimiento, el Rolls Royce de los escoceses comunes. Lo había también en la botella amarilla, a patadas. La botella vale hoy entre 100 y 150 euros, rememora el testigo.
Diego Salazar padre fue un activista social que luchaba por los pobres y enfrentaba la injusticia y la desigualdad. Su biografía estaba impresa en los libros de la Fundación Diego Salazar, que eran distribuidos en la fiesta, para quien quisiera llevarlos.
En la fiesta también regalaban un disco, de una orquesta de salsa con el mismo nombre, y cuyo cantante era nada menos que el anfitrión, Diego Salazar hijo, el magnate de la industria financiera que cantaba con swing y guaguancó en sus ratos libres. Pero ese día no cantó y los invitados se perdieron la oportunidad de escuchar en vivo el perfomance de su orquesta, cuyos arreglos corren a cargo de Enrique «Culebra» Iriarte, el mismo que por años fue el pianista del sonero mayor Oscar D’ León.
La verdad, el primo de Ramírez tenía aspecto de cantante de orquesta. Entró al salón de una manera cinematográfica, rodeado de un séquito, con varios espalderos. «Comenzó a saludar a los amigos con apretones de manos y con esos abracitos de medio lado tan comunes entre los venezolanos», hace memoria uno de los consultados.
«Después se sentó en una especie de trono en medio de la fiesta, a presenciar un show especial. Estaban rodeados de mujeres, muchas mujeres, todas bellas, arregladas, algunas ‘explotadas’ con sobretalla de senos labrados con bisturí. Reían con exageración, mientras los hombres más comedidos eran más discretos», apunta.
“La fiesta es sin esposas y sin novias, las mujeres las ponemos nosotros”, recuerdo que me confió uno de los invitados sobre lo que les habían dicho a su vez los organizadores.
Ambos testigos recuerdan cómo se servía la comida en el evento del Reinassance. «Cuatro estaciones, al mando de muy reconocidos chefs, habían convertido los dos niveles del ambiente de la fiesta en un mini recorrido gastronómico global». «Había platos originales de Indonesia, de China, de Japón, mucho más allá del sushi, había langosta, cangrejo… una excelsa muestra de la gastronomía venezolana de altura», agregan.
«Era «la» fiesta como para quedarse. Pero había que volver a salir, ese es el problema con los polizontes», apunta uno de los asistentes.
“Recuerdo haber visto cómo algunos servicios y propinas de última eran pagados en efectivo, billete sobre billete, en las afueras de la fiesta y sin facturas. En ese entonces, los billetes de a 100 y de a 50 tenían valor”, recuerda sin nostalgias una de las fuentes.
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